Elogio del encarnizamiento terapéutico

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Bernard Debré, profesor de medicina y ex ministro francés, acaba de publicar el libro Nous t’avons tant aimé (La Cherche-Midi), en el que señala la paradoja de que se presente la eutanasia como un progreso cuando nuestra sociedad es la primera en la historia que tiene los medios para controlar el dolor. Le Point (16 enero 2004) ofrece extractos del libro.

«Muchas veces he comprobado que, frente a la propia muerte o la desaparición inminente de un ser querido, raro es el que reacciona conforme a lo que profesaba algunas semanas antes, lejos del hospital y de la enfermedad. Con frecuencia se dice ‘sí’ a la eutanasia… menos cuando le afecta a uno mismo».

Como razón para ser prudentes, Debré advierte: «Lo que se considera hoy encarnizamiento terapéutico, rara vez lo es por mucho tiempo». Cita el caso del ciclista Lance Amstrong, quíntuple campeón del Tour, operado en 1996 de un cáncer gravísimo de testículo. «Un tumor de testículo, de estadio IV -el estadio evolutivo más desarrollado-, con metástasis abdominales, pulmonares y sobre todo cerebrales, que exigían, además de una cuádruple quimioterapia, una intervención neuroquirúrgica urgente en la región occipital. ¿Quién hubiera podido resistir eso hace algunos años? Lance Amstrong lo ha logrado, y con él casi el 90% de los hombres tratados por la misma patología».

Recuerda que cuando se empezó a utilizar la radioterapia en los años 20 y, tras la segunda guerra mundial, la quimioterapia, «cuántos fracasos hubo antes de saber dirigir la radioterapia o dosificar la quimioterapia. Y, sin embargo, cuántos pacientes se han salvado gracias al ‘ensañamiento’ de investigadores y médicos que querían fulminar la enfermedad. (…) Lo mismo ocurrió con el infarto de miocardio, que ayer tenía consecuencias tan temibles, y que hoy día son dominables, a falta de ser benignas».

Esto no quiere decir que Debré proponga aplicar todos los medios terapéuticos en cualquier situación. Más bien se declara partidario de actuar «caso por caso», y reconoce que ante algunos pacientes terminales se conforma con ponerles en un tratamiento antidolor.

Respecto al dolor, los progresos realizados en estos últimos años «han permitido a la medicina obtener lo que parecía impensable tiempo atrás: eliminar prácticamente el sufrimiento en la existencia cotidiana de los enfermos terminales», asegura Debré. «Pero esta evidencia, que ningún médico ignora, ¿quién la conoce entre el gran público? Bien pocos, y, me atrevo a decir, casi ninguno entre la población con buena salud. Así surge el otro gran malentendido o, si se quiere, el otro contrasentido inherente al debate sobre el ensañamiento médico: la mayoría de los que, para abreviar una vida difícil, se pronuncian, por principio, a favor de la eutanasia, ¡piensan que este es el medio privilegiado para liberar a un paciente del dolor!».

Debré ha comprobado que en esas unidades en que se trata al paciente terminal, «la petición de eutanasia desaparece casi instantáneamente». «Eliminado el dolor, o simplemente frenado, el enfermo recobra el gusto por el hilo de vida que le queda, se tranquiliza y al mismo tiempo se vuelve más exigente». Es entonces el momento en que el trabajo del equipo de cuidadores debe ayudar al enfermo a conservar su dignidad.

Para los teóricos de la eutanasia, afirma Debré, la dignidad del enfermo consiste en no vivir gracias a la asistencia de tubos y rodeado de pantallas de control. Pero rara vez es eso lo que entienden por dignidad los enfermos acogidos en el marco de los cuidados paliativos. «Para ellos, la primera dignidad es recibir oportunamente su dosis de analgésicos; es también que haya suficientes enfermeras para atenderles, hablarles de todo un poco, asearles… La dignidad del moribundo se confunde a veces con la dignidad, admirable, de hombres y de mujeres que le acompañan en sus últimos instantes: personal hospitalario, familia, amigos, que dedican afecto y entrega a hacer digna de ser vivida a una vida que se va». Para cualquiera que haya visitado un centro de cuidados paliativos, resulta claro que «no es la muerte la que es indigna, sino la falta de acompañamiento».

Debré advierte que cuanto más progresa el conocimiento de las patologías, más somos conscientes de todo lo que nos queda por descubrir y, por eso, es más difícil tomar decisiones ante un paciente terminal. «¿Habría, pues, que renunciar a la más elemental prudencia y remitirnos a textos que fijen en el mármol de la ley los procedimientos a seguir para manejar los casos que se consideran desesperados?». En esta materia, «se impone el caso por caso». «La dignidad del enfermo puede llevar a no aplicar más medios, si ese es su deseo. Pero puede también exigir demostrar al enfermo que, contra lo que él piensa, conserva una esperanza de curación».

Recuerda a este respecto un caso referido por su colega Jean-Marie Mantz. «Un hombre es sometido a ayuda respiratoria a causa de una grave neumopatía. Durante tres semanas, el pronóstico de los médicos es reservado. Después todo vuelve a la normalidad. Antes de abandonar el servicio de reanimación, el paciente agradece al equipo que le haya salvado la vida. ‘¡Tenía tanto miedo¡’, dice. ‘Nosotros también’, responden los médicos. ‘No’, responde el hombre. ‘Lo que yo temía es que descubrieran entre mis efectos personales la carta que había redactado para disponer que en ningún caso fuera reanimado’».

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