El precio humano de la nueva tecnología biomédica

publicado
DURACIÓN LECTURA: 12min.

Leon R. Kass, miembro del Consejo asesor de bioética del presidente de EE.UU.
«Las nuevas prácticas biomédicas nos están dando cosas que queremos, pero a un precio del que no somos conscientes». Leon R. Kass es uno de los bioéticos de talla mundial que no se dejan obnubilar por la investigación con células madre embrionarias o por la clonación. Doctor en Biología y en Medicina, profesor de la Universidad de Chicago, es también miembro del Consejo asesor del presidente de EE.UU. sobre Bioética. Es autor de numerosos libros científicos, así como de otros de tema antropológico y filosófico.

— Ud. parece haber adoptado una actitud crítica hacia algunos logros recientes de la tecnología biomédica, pero ¿podría precisar sus términos?

— La medicina moderna se está haciendo más poderosa en su combate contra la enfermedad, la vejez y la muerte, en un progreso por el que debemos estar muy agradecidos. Pero si observamos los avances -o los proyectos- en tecnología genética y reproductiva, en neurociencia y en psicofarmacología, en el desarrollo de órganos artificiales e implantes de chips, etc., vemos que algunas de estas nuevas prácticas sobrepasan los objetivos tradicionales de la medicina, a saber, curar la enfermedad y aliviar el dolor. Algunos las celebran sin objeciones: unos pocos científicos y biotecnólogos, quienes los financian, los futurólogos y los «partidarios de la inmortalidad».

Hay en juego prestigio, poder y mucho dinero, pero creo que ha llegado el momento de estar alerta. Y el problema es que nuestra cultura no está acostumbrada a permanecer alerta en estos terrenos. Primero, porque creemos en una suerte de «automatismo tecnológico»: cuando no creemos que toda innovación implica progreso, pensamos sencillamente que es inevitable. Segundo, porque creemos supersticiosamente en la libertad, sin advertir que su uso debe ser adecuado. Tercero, porque el proyecto biomédico está íntimamente relacionado con la preocupación humanitaria. Y cuarto, porque nuestro pluralismo y relativismo dificultan el consenso sobre lo que es aceptable.

Lo que podemos perder

— Pero ¿qué podemos perder si nos embarcamos en ese nuevo proyecto biomédico?

— Podemos iniciar una deshumanización del hombre, de cuyas consecuencias aún no somos conscientes. Por ejemplo, la investigación con células madre embrionarias: no es sólo que se destruyan los embriones, es que además nosotros -quienes los empleamos- nos insensibilizamos, corrompemos y desnaturalizamos. O la clonación: la Comisión Asesora de Bioética de Clinton, en su informe de 1997 «Cloning Human Beings», sólo se puso de acuerdo en una cosa: que clonar seres humanos es, «de momento», inmoral porque no es seguro. Pero no logró ponerse de acuerdo sobre ninguna objeción a la clonación en sí misma. O el tráfico de órganos, una práctica prohibida durante dos décadas en Estados Unidos que vuelve ahora, con renovada fuerza.

O la diagnosis previa obtenida del conocimiento del genoma humano, que abre las puertas a un panorama de planificación e ingeniería genéticas. ¿Cómo no afectaría a la protección social o al empleo de una persona -o, sencillamente, a la intimidad- el que se conozca su genoma? O el uso de drogas para optimizar rendimientos: muchos se preocupan por el dopaje deportivo, la seducción con «éxtasis» o el apaciguamiento de los escolares en un colegio por medio de la administración de Ritalin, pero pocos recapacitan sobre lo que significa empezar a cambiar el carácter y la estructura de la actividad humana, separando la capacidad del esfuerzo.

— Tal vez ese principio de los fundadores de la nación norteamericana, enunciado en su Constitución, el derecho a «la búsqueda de la felicidad» tenga algo que ver con todo esto. Si se entiende ese derecho de forma unilateral e irrestricta, algunos arguyen que en el modelo europeo del Estado de bienestar el Estado no sólo no debe interponerse sino que ha de proporcionar al ciudadano algunos elementos de su proyecto de búsqueda de la felicidad, como las operaciones de cambio de sexo, que pasarían a considerarse un derecho.

— La libertad es necesaria, pero no suficiente. Junto con los valores de libertad, vida y búsqueda de la felicidad, es preciso advertir la exigencia humana de «dignidad». El problema es que la dignidad es una abstracción, no despierta consensos fáciles sobre su naturaleza, es poco democrática (es más bien una idea aristocrática) y tal vez carezca de una fundamentación suficiente en la tradición filosófica occidental. Por ejemplo, en el mundo homérico los griegos la hicieron descansar sobre el valor, o sobre la sabiduría en la pedagogía socrática. Aspectos irrenunciables del ser humano, pero que excluyen muchas cosas necesarias para que una vida humana sea realmente tal. O Kant, que identificó esa dignidad con la racionalidad psíquica, igualmente característica del ser humano, pero que soslaya algo esencial y concreto de nuestra vida, que debe ser reivindicado: nuestra corporalidad.

Reivindicar la corporalidad — Pero ¿qué es lo que hay de digno e importante en nuestra corporalidad y en su transmisión en la procreación humana? ¿No parece más seguro y más limpio realizar esa transmisión en un laboratorio?

— La cuestión es que la reproducción humana es sexual no por consenso, cultura ni tradición, sino por naturaleza. En ella, un hijo es resultado de la combinación de la naturaleza y el azar. Es más: sólo encontramos reproducción asexual en formas poco desarrolladas de vida: bacterias, algas, hongos y algunos invertebrados. La sexualidad trae consigo una nueva y más rica relación con el mundo: para el animal sexuado, el mundo no es ya una otredad homogénea, en parte peligrosa y en parte comestible; es además el lugar que contiene otros seres especialmente relacionados con él. Por eso, entre otras razones, el ser humano es el más sexual -las hembras no atraviesan momentos puntuales de celo sino que son receptivas durante todo el ciclo reproductivo- y el más social, el más lleno de aspiraciones, el más abierto y el más inteligente.

— Si en efecto es tan peligrosa la disociación entre sexo y reproducción, entre otros cambios que plantea esas nuevas prácticas biomédicas, ¿qué cabe hacer al respecto?

— Espero que aún podamos hacer algo pero no será fácil, porque los inconvenientes éticos de este nuevo panorama están relacionados con cosas que deseamos intensamente. No se trata de «1984», la novela de George Orwell, cuya imagen es la de una bota pisoteando el rostro del ser humano para siempre. El caso aquí es distinto: las nuevas prácticas biomédicas nos están dando cosas que queremos, pero a un precio del que no somos conscientes. Creo que al menos se podría hacer dos cosas. La primera, «decir que existe ese precio» y ser claros acerca de lo que debe ser protegido y defendido; la tarea primordial, así, sería intelectual: hacer público que existen efectivamente estos males «suaves», que no se manifiestan como los males que podríamos llamar «fuertes», como el asesinato o el terrorismo.

— ¿Y la segunda?

— Esta sería de índole política. ¿Es posible establecer guías, normas, limitaciones legales para estas prácticas? En los Estados Unidos somos muy buenos para legislar sobre la seguridad, la efectividad o los atentados más obvios contra la libertad, pero no tenemos una tradición que se haga cargo de estos problemas. Otros países hacen esto mejor: Alemania, Canadá, Francia, Gran Bretaña… El problema es que estas nuevas prácticas no están previstas en muchos sistemas legales vigentes y suscitan cuestiones éticas inéditas; así, parece que en muchos casos se llega en realidad a darles carta de naturaleza desde la lógica de los hechos consumados. Pero si no somos cuidadosos, creo que en diez o veinte años el panorama puede ser peligroso.

Hay alternativas éticas

— ¿No sería posible impulsar aspectos de estas investigaciones biomédicas que no susciten tantos reparos éticos?

— Claro. Deberíamos esperar a aclarar las cuestiones antropológicas y éticas primero. Sería estupendo que se pudieran emplear células madre adultas para producir tejidos y órganos válidos para el trasplante. Pero científicamente no podemos afirmar aún nada sobre esta posibilidad. Desde hace seis o siete años, sabemos producir células musculares, óseas y de otros tejidos, pero el estado de la investigación aún no ofrece razones para un optimismo incondicional, y precisamente por eso lamento que no se impulse más una investigación de este tipo. La gran novedad es que en este momento se están investigando al menos cuatro métodos distintos para producir células madre sin destruir embriones, a base de invertir el proceso de diferenciación de las células.

— Ud. ha argumentado que utilizar la «semilla» de la generación futura para asegurar o mejorar la vida de la generación presente es éticamente objetable porque nos hace indignos. Ahora bien, ¿cree Ud. que se puede llevar esa objeción más allá del sujeto que realiza ese proceso? Al margen de la indignidad social, ¿hay razones para creer que un embrión es una vida humana?

— Creo que hay buenas razones para pensarlo y que al menos deberíamos estudiarlas y debatirlas antes de legislar sobre estas prácticas y abrir la puertas a procesos difícilmente reversibles. A mí me parece que el embrión humano es un misterio: claro, yo no lo considero un equivalente de mis nietos, que tienen entre tres y ocho años, pero tal vez eso se deba a que mi capacidad de percepción es limitada. Creo que en ese estadio de la vida es ya un ser humano, como lo fuimos Ud. y yo un día, y si alguien hubiese interrumpido nuestro desarrollo no estaríamos manteniendo esta conversación.

Uno debería contemplar una vida naciente -la de un embrión o un feto, también el producido «in vitro»- con admiración y respeto. Incluso aunque no posea el mismo estatuto que un niño -cosa que no creo que se pueda demostrar, pero tampoco refutar-, me parece que nunca se le debería tratar peor que a un niño: no se le debería poner la mano encima. Tal vez existan circunstancias en las que sea preciso ejercer violencia sobre él, pero entonces no se debe fingir que se le está haciendo otra cosa que violencia.

Un embrión necesita hospitalidad

— Aunque trata otro tema, como lo es la antropología de la alimentación, creo que su libro «El alma hambrienta» [ver Aceprensa 85/05] contiene dos argumentos a favor de ese respeto al embrión humano. Uno, la ética de la hospitalidad que aparece en su comentario a la historia de Abraham: antes incluso de haber visto el rostro de los tres peregrinos, sale de su tienda para darles la bienvenida, los acoge en su hogar y los agasaja; creo que hacerse cargo de un hijo no dista mucho de esto.

Otro, su idea de la primacía de la forma en un organismo: desde esa perspectiva, si bien tal vez no puede decirse que constituye un organismo, sí es cierto que un embrión posee ya en acto toda su dotación genética y para desarrollarse necesita lo mismo que cualquier organismo, calor y alimento. No puede decirse que ese desarrollo sea puramente cuantitativo, como una mera acumulación de células indiferenciadas que dan lugar a un quiste: hay ya una unidad orgánica, ¿no le parece?

— En efecto. Además, como Ud. señala, un embrión necesita hospitalidad. Cuando, desde la incertidumbre, uno se abre y ofrece un lugar, es porque de algún modo uno es interpelado por el propio ser que le llega, que pide seamos generosos y hospitalarios con él. Esa es la parábola de la vida humana, que protagoniza el embrión: hasta la llegada de la fecundación «in vitro», todo embrión llegaba en el lugar que se le había concedido, en el vientre de su madre, semanas antes de que el análisis más preciso pudiera mostrar que existía. Llegaba misteriosa, secretamente, en la oscuridad, como un extraño, pero era acogido, protegido y alimentado antes de que nadie tuviese noticia de su presencia.

Es una anticipación biológica de una verdad profunda: lo que significa acoger a un hijo en la existencia como un don que debe ser apreciado, un forastero al que dar cobijo. No se trata de «nuestro proyecto», de un producto de nuestra voluntad, y sólo cuando colocas al embrión humano fuera de su lugar natural, en un laboratorio, se hace posible olvidar esta verdad. Es entonces cuando se empieza a pensar en él en términos de producción, cuando se le considera una «cosa» y se piensa que nos toca a nosotros decidir cómo debemos tratarlo. Creo que esto es un grave malentendido sobre la naturaleza de un embrión y sobre lo que le debemos.

— La mención a Abraham me conduce a otra cuestión: la controversia generada en Estados Unidos acerca de la teoría del llamado «diseño inteligente». Ud. es un científico, un biólogo preocupado por cuestiones antropológicas, y no duda en acudir a textos literarios, incluidos algunos de la Biblia, para ilustrar muchas de sus ideas. ¿Cree Ud. que la idea de un autor inteligente de la creación es anticientífica? ¿Es real ese conflicto entre evolucionismo y creacionismo o se trata de hipótesis compatibles?

— Creo que si leemos el texto bíblico, en particular el inicio del Génesis, cuidadosa, incluso literalmente, descubriremos que la historia que se cuenta ahí no es científica, ni siquiera histórica, de modo primordial. Su contenido es una especie de «verdad permanente» sobre el cosmos y sobre nuestro lugar en él. Es una historia que la ciencia no puede demostrar ni desmentir. Pienso que el debate en Estados Unidos sobre el «diseño inteligente» es, en muchos aspectos, desafortunado. Hay importantes cuestiones filosóficas sobre los inicios más radicales que la teoría del evolucionismo ni siquiera intenta tratar; y hay más temas en juego si los evolucionistas llegan a afirmar que el hecho de la evolución hace insostenible el relato de la Biblia y, por ende, la religión. En este sentido los críticos del evolucionismo tienen algo importante que decir. Pero de la observación de esos temas filosóficos implicados en la pregunta por los orígenes no se deduce necesariamente, me parece, la presencia de un Creador inteligente que la ciencia requiera para sostener sus hipótesis. Esos críticos hacen un cierto servicio al devolver al tema el carácter misterioso de esos orígenes y recordarnos que existen esas cuestiones filosóficas, a las que la ciencia no ha podido responder aún. Pero no creo que el judaísmo y el cristianismo tengan nada que temer del desarrollo científico ni del evolucionismo.

Gabriel Insausti

Contenido exclusivo para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.

Funcionalidad exclusiva para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta para poder comentar. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.