Sergio Pitol: Premio Cervantes para un escritor cosmopolita

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La concesión del premio Cervantes a Sergio Pitol viene a dar un espaldarazo a uno de los escritores más originales del México actual.

Sergio Pitol (1933) se ha movido durante mucho tiempo alejado de los circuitos culturales de su país. Sólo con la obtención en 1984 del premio Herralde en España, según confesó él mismo, su obra empezó a ser reconocida. Tras estudiar leyes en la Universidad Nacional Autónoma de México, durante la década de los sesenta Pitol recorre Europa entera. Por entonces trabaja en distintas editoriales y realiza numerosas traducciones. Ha traducido a Jane Austen, Gombrowicz, Henry James y a muchos otros autores ingleses, polacos, italianos y rusos. Esta vocación cosmopolita, fundamental en su literatura, se afirma con el nombramiento de agregado cultural en Belgrado, función que luego desempeña en Varsovia, Budapest, Moscú y Praga.

Son tres las etapas fundamentales del escritor mexicano. La primera de ellas está señalada por la presencia de multitud de escenarios y ambientes exóticos, desde Praga a Samarcanda. Un cuento de aquella época, «Vía Milán»(1964), muestra el problema del desarraigo personal y familiar de un adolescente sometido a su madre alcohólica. El viaje por Europa no hace sino acentuar la soledad del personaje. La obra cuentística de Pitol, ubicada en escenarios remotos que el propio autor conoció de cerca, se compone de varios libros: Tiempo cercado (1959), Infierno de todos (1964) y, sobre todo, Vals de Mefisto (1984). Sus cuentos, siempre escritos con pulcritud, tienen sin duda interés, aunque sólo en contadas ocasiones llegan a deslumbrar.

La siguiente etapa viene influida por la lectura de un autor muy citado por el propio Pitol: Mijaíl Bajtín y su teoría sobre la carnavalización de la cultura popular. Las ideas del teórico ruso se despliegan en la trilogía novelesca compuesta por El desfile del amor (1984), La vida conyugal (1988) y Domar a la divina garza (1991).

El primero de estos títulos es uno de los más difundidos de su autor. Mediante el esquema de una investigación histórica que, poco a poco, toma un carácter detectivesco, la acción va presentando una galería de personajes relacionados con un crimen acaecido en México durante la II Guerra Mundial. Los testimonios de quienes, de una forma u otra, tuvieron que ver con el suceso, lejos de arrojar luz sobre el problema, no hacen sino oscurecerlo más aún. El final, abierto y enigmático, deja todo en el aire. En esta novela Pitol da rienda suelta a sus principales inquietudes: la exageración, la comicidad grotesca y la teatralidad como representación de la vida humana.

En las dos siguientes los efectos carnavalescos se multiplican. Domar a la divina garza cuenta una historia grotesca adobada de episodios de humor escatológico; por su parte, en La vida conyugal asistimos a una serie de intentos fallidos de asesinato por parte de una mujer que trata de deshacerse de su marido justo antes de cada aniversario de boda. Esta última novela pretende ser un demoledor ataque a la institución matrimonial. Por lo demás, no deja de ser curioso y paradójico que en Pitol los extremos se toquen: la sofisticada cultura literaria y una atracción por lo obsceno que en estas dos últimas novelas es más que patente.

La última etapa de Pitol incide en el ensayo y el género memorialístico: El arte de la fuga (1996), Soñar la realidad (1998) y El viaje (2000). Pitol se revela aquí como un interesante ensayista, poseedor de una cultura enciclopédica. En El arte de la fuga incluye textos de variada procedencia, desde relatos de sueños a divagaciones sobre sus autores predilectos: Gógol, Galdós, Chéjov, Borges o Vasconcelos.

Además, encontramos reflexiones que nos orientan acerca del papel que Pitol asigna a sus lecturas en unos términos que constituyen toda una defensa apasionada de la visión humanista y universalizante de la literatura. He aquí una de ellas: «Si en algunos periodos los escritores rusos y los polacos, en otros los ingleses, los centroeuropeos, los latinoamericanos, los italianos o el Siglo de Oro español han jugado un papel hegemónico en mi formación, jamás se me ha ocurrido que eso pudiera transformarme en un narrador extraño a mi lengua (…). Nos parecería ridículo que alguien se sentara a la mesa de trabajo con la conciencia de ser un escritor colombiano, brasileño o mexicano. Eso se da ya por sentado y en el fondo ni siquiera importa, puesto que en el instante de escribir lo único que ha de saber, lo que cuenta de verdad es que su patria es el lenguaje. Y, salvado este punto, lo demás son minucias».

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