La amenaza yihadista pone a Francia en estado de guerra

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Francia es, sin duda, el país europeo que más percibe la amenaza del terrorismo yihadista, sobre todo después de los atentados de París de 2015. La respuesta a esta amenaza se desarrolla en las arenas del Sahel o en los campos de batalla de los conflictos de Siria e Irak, con el despliegue de misiones militares francesas. En consecuencia, se explica que los gobernantes, sean François Hollande o Manuel Valls, se planteen la situación como si de una guerra se tratara, algo que no hacen otros países de la UE con un riesgo similar de amenaza terrorista.

Hollande proclamó la existencia de una guerra inmediatamente después de los atentados de noviembre, pero otro tanto hizo Valls en la Conferencia de Seguridad de Múnich (13 de febrero de 2016). No deja de ser paradójico que la misma Francia que criticó la “guerra contra el terrorismo” de Bush, tras la invasión de Irak, que el presidente republicano consideraba como otra respuesta a los ataques del 11-S, califique de guerra la lucha contra los yihadistas. De hecho, tiene un argumento de mayor consistencia que el de Bush enfrentado a Al Qaeda: el enemigo ya no es solamente unas células terroristas sino que es el Daesh, un seudo-Estado, un proto-Estado que controla un territorio de amplia extensión y que ha proclamado un califato para desencadenar la yihad contra Occidente.

Para ganar esta guerra, se necesita el concurso de los musulmanes; pero existe el riesgo de que no quieran ayudar a una sociedad que no respeta sus convicciones religiosas

Se diría que Manuel Valls cree en la inevitabilidad de los acontecimientos. De hecho, en Múnich proclamó que no se debe ocultar la verdad a la opinión pública, pues está convencido de que habrá nuevos ataques semejantes a los anteriores. El primer ministro acreditó la existencia de un “hiperterrorismo” que ha venido para quedarse, pues es una temible fuerza seudomesiánica que ejerce gran fascinación entre la tercera generación de inmigrantes musulmanes. Son jóvenes desarraigados, que ostentan la nacionalidad francesa, pero no comparten los valores republicanos, herederos de la Ilustración, representados por aquella.

Para Valls no es un mero problema de seguridad, capaz de resolverse con controles e investigaciones policiales. Por el contrario, ha recordado con frecuencia a sus conciudadanos que estamos ante un cambio de época, un cambio de mundo, caracterizada por “el hecho de que estamos en guerra, porque el terrorismo nos hace la guerra”.

En cualquier caso, no existe un estado de paz porque Francia vive en un estado de emergencia, contemplado en una ley de 1956, promulgada durante la guerra de Argelia, y que se aplica al territorio metropolitano y a Córcega. Es una situación que permite a las fuerzas del orden restringir la circulación de vehículos y personas, efectuar registros en domicilios sin necesidad de orden judicial, decretar arrestos domiciliarios de personas cuya actividad resulte peligrosa para la seguridad y el orden público, o instaurar medidas para el control de los medios de comunicación.

El fin de la concepción clásica de la guerra

Según el politólogo Bertrand Badie (Le Monde, 21-11-2015), Francia no está realmente en guerra, sino en un estado indeterminado, que escapa a una concepción clásica de la guerra: la que se desarrolla en un frente y es llevada a cabo por las fuerzas armadas. Este planteamiento se inscribe en el escenario anterior a 1945, último año en que tuvieron lugar declaraciones de guerra formales como las de Turquía a Alemania o de la URSS a Japón. Eran los tiempos de movilizaciones de masas y de despliegue de un aparato diplomático con la misión de negociar las condiciones más ventajosas para el país en un futuro tratado de paz. Se trataba de una guerra concebida como un choque de potencias, y la paz formal subsiguiente respondía a un nuevo acomodamiento entre las potencias, que no excluía, en absoluto, un conflicto posterior.

En la caída del comunismo tuvieron un papel decisivo la lucha por los derechos humanos y las ansias de democracia y de libertad al otro lado del telón de acero

Esta concepción clásica de la guerra conformaría la historia de Europa durante siglos. Pero tanto la guerra fría, como los conflictos de independencia de las colonias sustentados en tácticas de guerrilla y terrorismo, se llevarían por delante la concepción clásica de la guerra. Como señala acertadamente Badie, la guerra de hoy no es tanto una expresión de potencia sino de debilidad. Es frecuente la conflictividad en los Estados fallidos, de los que tenemos ejemplos en Oriente Medio y el África subsahariana, donde han estallado las divisiones étnicas, sociales, políticas y religiosas. De ellas se aprovechan, según el citado politólogo, los “empresarios de la violencia”, como Daesh y Al Qaeda, que carecen de instituciones, ejército o cultura militar, y que son ajenos a la dinámica de las potencias. Es el tiempo de los “señores de la guerra”, que no aspiran a ser estadistas, crean redes mafiosas para financiarse y construyen, para su provecho, una sociedad clientelar, a la que bombardean con mensajes recordatorios de sus humillaciones y carencias sociales del pasado y del presente.

Por otra parte, en nuestros días, asistimos a una “informalización de la guerra”, en palabras del sociólogo Dominique Linhardt, pues la guerra se hace con medios que no corresponden a otros modelos precedentes. Y no se trata solo de ataques terroristas sino también de la respuesta de algunos Estados. El ejemplo más conocido, y con amplias perspectivas de ser imitado en el futuro, es el de los drones, utilizados por EE.UU., que atraviesan las fronteras y golpean en el espacio territorial árabe-musulmán, aunque no suelen ser ataques clandestinos, pues se anuncian oficialmente los objetivos alcanzados.

La debilidad del combate ideológico

Manuel Valls califica la situación de “guerra asimétrica”, caracterizada por el hecho de que el enemigo no respeta ningún tipo de reglas, ni reconoce Estados ni fronteras. Esto es aplicable al “enemigo interior” que puede actuar en Francia, los miembros o simpatizantes del Daesh, y al “enemigo exterior”, el Estado yihadista que ocupa territorios en Siria, Irak y Libia. Con este tipo de enemigo no cabrían ni la diplomacia ni las convenciones internacionales. Debe ser destruido y golpeado en el corazón de sus bastiones, lugares de origen de los atentados en suelo europeo. Sin embargo, Valls también reconoce que estamos ante un combate ideológico que puede durar mucho tiempo y acierta, sin lugar a dudas, al afirmar que no estamos ante un problema entre la sociedad occidental y los musulmanes, sino que el problema está en el propio seno del islam, por la pretensión de determinados grupos de construir sus raíces intelectuales en el islam de los orígenes.

Manuel Valls califica la situación de “guerra asimétrica”, caracterizada por el hecho de que el enemigo no respeta ningún tipo de reglas, ni reconoce Estados ni fronteras

Sobre este particular, cabe añadir que el combate intelectual es el punto débil del Occidente, en general, y de Francia, en particular, en esta lucha contra el yihadismo. Habría que recordar que el inesperado desenlace de la guerra fría no se debió únicamente a los despliegues militares nucleares y convencionales, con todo el coste económico conllevado, y menos todavía a las guerras localizadas en distintos lugares del planeta, no pocas veces con resultado adverso o incierto para los países occidentales. En la caída del comunismo tuvieron un papel decisivo la lucha por los derechos humanos y las ansias de democracia y de libertad al otro lado del telón de acero. Puede decirse que aquel combate ideológico desembocó en una gran victoria sobre la mentira, piedra angular de todo régimen totalitario.

El problema de hoy es que Occidente, y en particular la Francia republicana con sus lemas de libertad, igualdad y fraternidad, no siempre es capaz de demostrar que estos ideales son auténticos. Si se reducen a enseñanzas vacías de contenido, por mucho que formen parte de los currículos educativos, poco podrán hacer contra un fanatismo plenamente convencido de su superioridad moral.

Para ganar esta guerra, tal y como ha reconocido Manuel Valls, se necesita el concurso de los propios musulmanes, que son además las víctimas más numerosas de la violencia yihadista; pero existe el riesgo de que no quieran prestar su colaboración a un Estado y a una sociedad que no respetan sus convicciones religiosas. En el fondo, late la sospecha de que el creyente, cualquiera que sea su religión, no es buen un ciudadano de la República. Este es el talón de Aquiles intelectual de un Occidente que, haciendo gala del más rancio positivismo del siglo XIX, pueda llegar a creer que la religión es una etapa superada en la evolución histórica de la humanidad. Esta suposición contribuye a ver al adversario como un mero fanático, pero no ahonda en las raíces de un conflicto de duración imprevisible. Antes bien, contribuye a acreditar la teoría simplista del “choque de civilizaciones”.

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