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«Hasta que la vida nos separe»

publicado
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La reforma del divorcio en España
Hace algunos años, un conocido actor español, preguntado acerca del futuro de su relación sentimental con una actriz norteamericana (con la que hoy está felizmente casado), contestó que les iba bien, y que seguirían juntos «hasta que la vida nos separe». Más allá de la probable intención humorística de su autor, la frase sirve para simbolizar adecuadamente la diferencia que existe entre el matrimonio y las uniones de hecho, diferencia que se difumina en el proyecto del gobierno socialista para la reforma del divorcio en España.

En el matrimonio los cónyuges se comprometen de por vida, en las uniones de hecho no se comprometen de ninguna manera, y la unión durará mientras la vida no les separe. Naturalmente, esta diferencia tiene su pleno sentido cuando el matrimonio es legalmente indisoluble, pero lo va perdiendo a medida que el divorcio gana terreno, hasta llegar prácticamente a desaparecer cuando se admite (como hace la reforma proyectada por el gobierno socialista) el divorcio por la mera voluntad de uno solo de los cónyuges, sin necesidad de alegar causa alguna ni de esperar plazo alguno.

En efecto, el anteproyecto de modificación del Código Civil en materia de divorcio y separación permite el divorcio, a petición de ambos cónyuges, de uno con el consentimiento del otro, o de uno solo, con el único requisito de que hayan transcurrido tres meses desde la celebración del matrimonio. Con esta medida se da un nuevo paso -casi definitivo- en el proceso de «deconstrucción» (por no hablar de destrucción) del matrimonio legal, complementado por la admisión del mal llamado «matrimonio» entre personas del mismo sexo.

Por voluntad de uno

La introducción del divorcio por la mera voluntad de uno de los cónyuges supone también cubrir una nueva etapa en el progresivo acercamiento entre el matrimonio legal y las uniones de hecho: mientras las uniones de hecho (aunque no todas) van ganando contenido desde el punto de vista jurídico a través de la promulgación de diferentes leyes relativas a ellas, el matrimonio legal va perdiendo peso y contenido jurídicamente, hasta llegar a ser más parecido a una pareja de hecho que a un verdadero matrimonio.

Como ya explicó Rafael Navarro-Valls, no siempre las parejas de hecho son la institución-sombra del matrimonio, sino que cada vez más éste parece ser la institución-sombra de la unión de hecho: si lo que caracteriza a una unión no matrimonial es su libre disolubilidad por la voluntad unilateral de uno solo de los convivientes, la consagración del divorcio por voluntad unilateral de uno solo de los cónyuges hace que el matrimonio se acabe pareciendo, desde esta perspectiva, a una unión de hecho.

El matrimonio, pensado para durar

Una de las claves para entender el matrimonio, a consecuencia de las funciones estratégicas que tiene asignadas en relación con la continuidad de la propia sociedad (procreación, socialización y educación de los nuevos ciudadanos), se encuentra en la estabilidad de que le dota el compromiso asumido por los cónyuges. La idea de matrimonio aparece estrechísimamente ligada a la de duración, y ésta al compromiso asumido y cumplido: el matrimonio está destinado, por su propia naturaleza, a durar (D’Agostino). Ahora bien, como escribió ya hace algunos años Bernárdez Cantón, «estabilidad y disolubilidad son términos contrapuestos. A mayor disolubilidad, menor estabilidad jurídica». Desde este punto de vista, que los matrimonios duren es bueno, y que la sociedad, y el Derecho, establezcan mecanismos dirigidos a posibilitar que el matrimonio dure, es la política más razonable.

La misma idea puede ser formulada en términos economicistas, en palabras ahora de Anderson: «Desde el punto de vista económico, ‘un niño es un bien durable en el cual alguien tiene que invertir grandes cantidades, mucho antes de que, como adulto, empiece a devolver beneficios con respecto a la inversión inicial’ (J. Simon). Tiene que resultar obvio que la comunidad tiene, al menos, un interés racional -por no decir apremiante- en fomentar las condiciones en las que las grandes inversiones de las próximas generaciones habrán de efectuarse. ¿No tiene aquel que, al casarse, se compromete a dedicar tiempo y energía en esa dirección, por lo menos, una reclamación moral con respecto a la comunidad, de cara al reconocimiento y a la protección de ese compromiso?».

El inesperado legado del divorcio

Si es socialmente bueno que los matrimonios duren, no es indiferente, sino malo, que se rompan. Y que la sociedad, y el Derecho, faciliten la ruptura, tampoco es indiferente. Estas no son afirmaciones meramente teóricas, fruto de prejuicios ideológicos o religiosos. Son ya numerosos, y suficientemente conocidos para quienes de verdad quieren conocerlos, los estudios realizados en los últimos años que demuestran los efectos perjudiciales del divorcio, para los hijos, para los cónyuges, y para la sociedad entera. Buena parte de tales estudios proceden de sociedades que llevan más trecho caminado en esta senda del divorcio, y que, además, se han preocupado más de estudiar (en ocasiones con un seguimiento superior a los veinticinco años) las consecuencias personales y sociales del divorcio, poniendo de relieve la existencia de lo que Judith Wallerstein ha llamado, gráficamente, «el inesperado legado del divorcio» (cfr. servicio 129/00).

Así, muy resumidamente, tales estudios demuestran, por ejemplo, que los casados una sola vez tiene mayor esperanza de vida que los divorciados, y presentan menor tasa de incidencia de enfermedades, suicidios, depresión u otras enfermedades mentales (cfr. servicio 101/02). Demuestran también que el divorcio es un factor determinante de pobreza, sobre todo para las mujeres, hasta el extremo de que se ha llegado a hablar de una auténtica «underclass,» integrada fundamentalmente por mujeres divorciadas con sus hijos a cargo. Esto es así hasta tal punto que hay países, como EE.UU., en los que las divorciadas cercanas a jubilarse, que suponen un número en aumento constante, precisan ayudas fiscales para complementar su pensión, con la consiguiente carga para el erario público.

Algo parecido ocurre en relación con los hijos procedentes de hogares rotos. Los estudios realizados hasta la fecha indican que estos hijos del divorcio tienen un mayor riesgo de fracaso escolar (lo que se traduce en peor formación, y en menos oportunidades ante el mercado de trabajo), un mayor riesgo significativo de incidir en consumo de drogas o alcoholismo, una mayor inestabilidad emocional, que se traduce en problemas de comportamiento, que en ocasiones (cuantitativamente significativas) desembocan en problemas de salud mental, o en conductas delictivas, o en un mayor riesgo de suicidios. Ello es así, como demuestra un reciente estudio sueco, publicado en 2003, aun descontando otros factores que pudieran intervenir en la causación de esos efectos (cfr. servicio 32/03).

Contrato poco vinculante

El régimen vigente en el Derecho español, que ahora se pretende modificar, establece en términos generales determinados plazos de cese efectivo de la convivencia conyugal, que deben transcurrir para que proceda el divorcio: uno, dos o cinco años, según los casos y las circunstancias. Es un sistema de divorcio basado en causas objetivas, que prescinde de la eventual culpabilidad de alguno de los cónyuges. La regulación actual es, ciertamente, perfectible, y presenta muchos flancos abiertos a la crítica. Sin embargo, desde la perspectiva que plantea el proyecto de reforma, permite apreciar que la existencia de esos plazos tiene como virtualidad permitir a los cónyuges reflexionar acerca de su decisión y, en su caso, intentar la reconciliación.

No dispongo de datos acerca de las reconciliaciones producidas, aunque es significativo que, desde que se promulgó la ley que introdujo el divorcio, ha habido, en términos aproximados, 900.000 separaciones y 600.000 divorcios: ¿cuántas de las 300.000 separaciones que no han culminado en divorcio han desembocado en la reconciliación de los cónyuges? En todo caso, lo que sí está claro es que la propia interposición de una demanda de divorcio, y desde luego la existencia de una sentencia de divorcio, dificulta considerablemente la reconciliación.

La reforma proyectada prescinde de todos los datos y reflexiones expuestos más arriba, y se decanta por facilitar el divorcio por voluntad de uno solo de los cónyuges, siempre que hayan pasado tres meses desde la celebración del matrimonio. El matrimonio pasa a ser así uno de los contratos menos vinculantes, y menos comprometedores, que conoce el ordenamiento español (y prácticamente cualquier ordenamiento), lo que resulta especialmente llamativo. Con este paso, además, nuestro Derecho queda en una situación claramente minoritaria en el panorama jurídico internacional (más aún, si le sumamos la reforma complementaria dirigida a admitir el matrimonio entre personas del mismo sexo).

Ciertamente, nada de ello parece afectar al gobierno español, cuando lo que propone es facilitar el divorcio, y permitir que cualquiera de los cónyuges pueda repudiar al otro (porque en eso consiste el divorcio por voluntad de uno solo de ellos) cuando quiera, pasados tres meses desde la celebración del matrimonio, sin necesidad de alegar causa alguna: basta quererlo. No es difícil augurar los resultados de este planteamiento, a la luz de los datos que han quedado apuntados. Tampoco es complicado aventurar otras consecuencias de la reforma en diferentes campos: por ejemplo, esta regulación permitirá, todavía más de lo que ya se hace, emplear fraudulentamente el matrimonio (seguido de uno de estos divorcios rápidos) como mecanismo de regularización de inmigrantes.

¿Qué hacer con el divorcio?

Los que se han facilitado más arriba son datos de hecho. No son opiniones, ni ideas, ni previsiones alarmistas. Es lo que está pasando allí donde el divorcio lleva más tiempo de experimentación. Y sobre esos datos cabe concluir que el divorcio es un mal social; es decir, que no es que parezca mal, es que tiene efectos socialmente perjudiciales. Y no parece razonable seguir una política dirigida a fomentarlo y facilitarlo.

Para darse cuenta, bastaría con ligar esos efectos a alguna causa ideológicamente no discutida: por ejemplo, lo que ocurre con el consumo de tabaco. ¿Puede una sociedad prescindir de esos datos, y no reaccionar frente a los riesgos que, efectivamente, supone la proliferación del divorcio? ¿No deberíamos revisar nuestros prejuicios, y repensar el divorcio, a la vista de los resultados de este peculiar experimento social? ¿No habría, cuando menos, que advertir, que «el divorcio puede perjudicar seriamente su salud y su economía, y la de sus hijos»?

En esta línea, parece más razonable desarrollar una política dirigida a limitar las posibilidades de acceso al divorcio, y no a facilitarlo: es decir, exactamente lo contrario de lo que se hace. Y no está de más recordar que, en la experiencia que proporcionan la Historia y el Derecho Comparado, ninguna reforma dirigida a facilitar el divorcio ha logrado solucionar los problemas aducidos para justificarla, antes bien, ha agravado muchos de ellos: ese es el resultado previsible de la modificación pretendida en España.

En esta misma línea, parece igualmente razonable introducir mecanismos legales y sociales que permitan a los cónyuges arreglar sus desavenencias y sacar a flote su matrimonio, en su propio beneficio, y el de sus hijos: por ejemplo, a través de sistemas de mediación familiar bien planteados. Así mismo, sería también razonable no solo permitir, sino también potenciar la opción por un tipo de matrimonio caracterizado jurídicamente por una mayor estabilidad, al ejemplo de los «matrimonios blindados» («covenant marriage») que conocen ya varios estados en EE.UU., o simplemente mediante el reconocimiento de la posibilidad de contraer matrimonio indisoluble a quien lo elija libremente. Y es que no se acaba de entender que el principio de libertad ampare la opción de uno de los cónyuges por el divorcio, o la opción de dos personas del mismo sexo que quieren casarse, pero no permita contraer matrimonio jurídicamente indisoluble a quienes, igual de libremente, quieren hacerlo.

Carlos Martínez de AguirreCarlos Martínez de Aguirre es catedrático de Derecho Civil en la Universidad de Zaragoza.El Poder Judicial, en contra del divorcio unilateralEl informe que ha emitido el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) critica el proyecto del gobierno por consagrar un divorcio unilateral sin causas y no prever un «período de reflexión».

El proyecto del gobierno elimina la separación como trámite previo al divorcio, suprime las causas justificativas de divorcio e introduce la posibilidad de que el divorcio sea solicitado por uno de los cónyuges sin que el otro pueda oponerse. Esto significa que cualquier cónyuge que no desee continuar la convivencia por cualquier motivo, podrá pedir el divorcio a los tres meses de la boda (único requisito que se pide junto con la solicitud y propuesta de las medidas provisionales que han de regir durante el proceso).

Los defensores del proyecto han visto en la reforma una ganancia para los cónyuges, ya que según ellos refuerza su libertad para poner fin a una convivencia no deseada y conflictiva. Además, dicen, la reforma supondrá un importante ahorro de costes económicos y psicológicos para los interesados.

Sin embargo, el Consejo General del Poder Judicial no comparte estos argumentos. El pasado miércoles 27, el pleno del Consejo aprobó por 10 votos contra 8 el informe sobre la reforma del divorcio. El dictamen se muestra muy crítico con el proyecto, especialmente con las relativas al plazo de los tres meses, a la supresión de las causas de separación y divorcio, y a la ausencia de un «período de reflexión» que añada una nota de serenidad al proceso.

Respecto a la posibilidad de pedir el divorcio por la voluntad unilateral de uno de los cónyuges, el informe recurre al Derecho comparado y concluye que «no es lo que rige en nuestro entorno jurídico y cultural». De las 21 legislaciones europeas estudiadas por el CGPJ, sólo dos -las de Finlandia y Suecia- admiten el divorcio unilateral sin causa y, aun en este caso, con la restricción del plazo.

Por otra parte, el plazo de los tres meses entre la celebración del matrimonio y la demanda de divorcio supone, a juicio del CGPJ, «consagrar un divorcio unilateral que va mucho más lejos de lo previsto incluso en los dos países que lo admiten, pues se reduce considerablemente al fijarse en tres meses frente a los seis de Finlandia y Suecia». El informe recomienda adoptar un «plazo de reflexión» -como establecen las legislaciones de otros países europeos- que permita a los cónyuges ratificar su voluntad de disolver el vínculo.

Con relación a la supresión de las causas de separación y divorcio, el CGPJ considera que «así como sería una aberración jurídica la cancelación unilateral de un contrato, así también lo es un divorcio sin causas justificativas: no causas morales, sino causas que jurídicamente justifiquen la denuncia y subsiguiente rescisión del contrato bilateral que es el matrimonio». Por eso pide que en los divorcios sin mutuo acuerdo se exija alegar una causa para la ruptura.

Aunque el dictamen del CGPJ no tiene fuerza vinculante, el texto se hace eco de la postura defendida por muchos juristas que ven en la reforma del divorcio sobre todo errores jurídicos.

Juan Meseguer Velasco

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