La idea de que se puede hacer callar a otros para lograr cambios sociales encuentra apoyo en el ensayo La tolerancia represiva (1965), de Herbert Marcuse. El texto es también un anuncio profético de las formas de censura contemporáneas en nombre de la diversidad.
Marcuse escribe en un momento en que la cultura dominante en las democracias occidentales refleja cierto consenso cristiano en las costumbres y los estilos de vida. Junto a otros pensadores de la Nueva Izquierda, propone una contracultura que reemplace a aquella y se convierta ella misma en hegemónica.
El filósofo y sociólogo de la Escuela de Frankfurt no tiene nada de relativista. Su idea de tolerancia no es la mera indiferencia del laissez-faire. De hecho, según él, esta tolerancia pasiva adultera el verdadero ideal de la tolerancia, que es “una meta partidista, un concepto subversivo y liberador, y, en cuanto tal, una praxis”.
La tolerancia no puede ser neutral. Para alcanzar la meta de una sociedad que permita el máximo poder de autodeterminación, hace falta tomar partido. Lo que, para Marcuse, exige “intolerancia frente a las prácticas, credos y opiniones políticas dominantes”, de un lado, y “la extensión de la tolerancia a prácticas, credos y opiniones políticas que se desprecien o se repriman”, de otro.
Orwell contra Marcuse
La “tolerancia liberadora” que predica Marcuse combate la aparente neutralidad de las sociedades democráticas, donde “la opinión necia es tratada con el mismo respeto que la inteligente”. Pero esta imparcialidad no es inocente, pues crea la sensación de pluralismo mientras “protege de hecho la ya establecida maquinaria de la discriminación”.
Al mantener este estado de cosas, donde se castigan las conductas desviadas de lo considerado normal y deseable por la cultura dominante, la neutralidad enseña su verdadero rostro: se revela como “tolerancia represiva”, que ahoga e impide la capacidad del pueblo para deliberar y elegir.
Los modernos medios de comunicación de masas no han traído más diversidad. Al estar concentrados en unas pocas manos, “la divergencia efectiva queda sofocada allí donde podía alzarse sin trabas: en la creación de opinión”. De modo que solo importa la realidad expresada por “el lenguaje que se publica y se prescribe”.
Aquí Marcuse recurre a la nuevalengua de George Orwell para denunciar cómo el lenguaje “de la mayoría conservadora” frustra la libertad de pensamiento y de expresión. Pero es una referencia que se le vuelve en contra, a medida que avanza el ensayo. ¿Cómo no recordar las consignas del partido único en la novela 1984 (“La guerra es la paz”, “La libertad es la esclavitud”, “La ignorancia es la fuerza”) cuando Marcuse sugiere que, bajo determinadas condiciones, la tolerancia puede hacer necesaria la censura e incluso la violencia? ¿No sería más fácil admitir que la tolerancia que propugna es intolerancia?
Responder fuera de la ley
En el estado de cosas descrito por Marcuse, que él identifica con el propio de “una democracia de organización totalitaria”, es cuando a su juicio resulta legítimo desempolvar el ideal de la tolerancia “parcial e intolerante”. Lo que significa “que no deben ser obstruidos los caminos por los que podría desarrollarse una mayoría revolucionaria, y si son obstruidos por una organizada represión e indoctrinación, entonces su reapertura exigirá evidentemente medios no democráticos”.
Es cierto que algunas de las medidas que propone Marcuse, como la retirada de la libertad de expresión y asociación a grupos partidarios de la “discriminación por motivos raciales o religiosos” también están previstos por las democracias liberales contemporáneas, que no deben tolerar las conductas que van contra sus propios valores o que amenazan la convivencia pacífica. De ahí que esas democracias se hayan ido dotando de normas que ponen límites claros a lo que es admisible en la sociedad.
Pero el principio liberal de la intolerancia con los intolerantes no puede ser un cheque en blanco para quienes pretenden tomarse la justicia por su mano y decidir quiénes son los ultras y cuáles son las ideas extremas que no se pueden tolerar.
La tolerancia selectiva que propone Marcuse rompe las reglas de juego del orden liberal
En el ensayo de Marcuse no siempre está clara la justificación de ese principio, como cuando sugiere la posibilidad de establecer “nuevas y rigurosas limitaciones de las doctrinas y prácticas de las instituciones pedagógicas que, según todos sus métodos y concepciones, sirven para encerrar el espíritu en el universo establecido de expresión y comportamiento, y con ello prevenir a priori una racional estimación de las alternativas”. A falta de ejemplos, ¿no entrarían aquí todas las “prácticas, credos y opiniones políticas dominantes” –como escribía al principio de su ensayo– que se oponen a su proyecto de sociedad permisiva?
Tampoco resultan tranquilizadoras las distinciones que hace entre “la violencia reaccionaria” de los poderes establecidos y “la revolucionaria” de quienes “luchan contra la falsa conciencia”, ni sus diatribas contra “la ley y el orden”, que “son siempre y en todas partes la ley y el orden de quienes protegen a la jerarquía establecida”, ni el recurso a “medios extralegales una vez que los legales se hayan revelado insuficientes”.
Resulta peligrosa su idea de la intolerancia preventiva, reservada “a los movimientos retrógrados antes de que puedan volverse activos”. Y aunque esta afirmación viene precedida de la alusión a “los discursos de los jefes fascistas” que prepararon la Segunda Guerra Mundial, no excluye la posibilidad de “que también se ejerza intolerancia frente (…) a los conservadores y a la derecha política”, si eso sirve para liberar a la tolerancia genuina. “Esto es, desde luego, censura, incluso censura previa, pero una que se dirige contra una censura más o menos solapada que impregna los medios de comunicación masiva”.
Herencia envenenada
Tras la revuelta del 68, el consenso de fondo que tanto irritaba a Marcuse ha dejado de ser dominante. Lo que sugiere que ni era tan opresivo ni tan antidemocrático como para impedir que lo desbancara la contracultura. Al menos en Occidente, hoy vemos que en la agenda política ganan peso muchas de las causas que impulsaron los movimientos sociales de corte libertario durante los años 60 y 70.
La tolerancia selectiva que propone Marcuse rompe las reglas de juego del orden liberal. Y no es deseable que quienes ahora forman parte de la minoría cultural recurran a sus tácticas extralegales. Pero cabe preguntarse hasta qué punto la idea de que es “perfectamente admisible romper algunos pocos huevos para hacer una tortilla progresista”, en palabras de Kim Holmes, no habrá alentado las nuevas formas de censura que hoy tratan de controlar la forma de pensar y de expresarse de los demás.
Para Holmes, esta sería la herencia envenenada que ha dejado la Nueva Izquierda al progresismo contemporáneo: “La intolerancia se ve como una cosa buena si sirve para impulsar una cierta idea de liberación social”. Y así, es aceptada por la nueva cultura dominante “como un bien al servicio de una causa en la que crees”.
De fondo, hay una desconfianza tremenda en la capacidad de las democracia liberales para tolerar las disputas de valores. Y concluía: “Cualquiera que sea el nombre que demos a esta nueva cultura americana, no podemos llamarla progresista, porque la tolerancia es la prueba de fuego del verdadero progresismo”.