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El declive de los expertos

publicado
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En un momento de fascinación por el análisis de datos y las minidosis informativas, es más fácil hacerse la ilusión de que conocemos bien muchas cosas. Y así, afirmamos con contundencia nuestro derecho a pronunciarnos sobre una variedad de temas, mientras desconfiamos de los expertos. Algunos autores indagan las causas de esta situación engañosa y proponen remedios para no dejarse arrastrar por la corriente de la posverdad.

Nuestra época venera el big data y las estadísticas. Pero el imperio de los datos, basado en el prestigio del saber exacto, no se corresponde bien con nuestro modo real de conocer, más limitado de lo que creemos.

Solo las máquinas, programadas por la mente humana, se enfrentan con éxito a cúmulos de información cada vez mayores. Pero nosotros no somos máquinas sin conciencia, ni Funes el memorioso, forzado por la hipermnesia a retener todos los detalles. ¿Cómo afrontar la complejidad de la sociedad actual? De este problema se ocupan Steven Sloman y Philip Fernbach, expertos en ciencia cognitiva, en su libro The Knowledge Illusion: Why We Never Think Alone (2017).

Nadie aprende solo

Su investigación parte de la siguiente constatación: en nuestra vida cotidiana, casi siempre somos eficaces en el momento de tomar decisiones prácticas y de usar objetos sencillos, como una bicicleta, un mechero o un interruptor, pero rara vez conocemos a fondo los elementos que empleamos o la información que está en juego. Y la razón de nuestro acierto práctico es que nos movemos confiando en la sabiduría implícita o explícita de otros.

No se debe confundir la libertad del consumidor, que elige lo que quiere, con la del ciudadano, que para decidir necesita intercambiar ideas con otros

Apoyándose en estudios especializados, los dos psicólogos elaboran su tesis sobre la ilusión del conocimiento que, por supuesto, atañe también a los conocimientos científicos. Nuestro engaño es doble: por un lado, pensamos que sabemos más de lo que en realidad sabemos, somos ignorantes sin saberlo; por otro, en nuestra sociedad domina la falsa idea de que nuestro conocimiento tiene un carácter individual, solipsista, cuando, en realidad, gran parte del conocimiento se sostiene por la división de tareas cognitivas y se basa en una confianza y mediación comunitaria.

Al explicar nuestro modo de pensar, estos autores desmienten que la inteligencia humana funcione como un ordenador, acumulando datos, para cotejarlos y luego concluir decisivamente. En las ciencias cognitivas ya apenas se usa la metáfora de la mente humana como máquina procesadora. Más bien, exploramos la realidad con razonamientos causales imperfectos. Con frecuencia nuestras argumentaciones están embadurnadas de emociones o de valores más o menos importantes y, lo que es más sintomático, tendemos a saltarnos pasos del discurso lógico sin verificarlos, porque confiamos tácitamente en un saber y sentir comunitarios.

Formamos ideas y opiniones –hasta sobre la pasta de dientes que compramos en el supermercado– fundándonos en una mínima información, esquivando aclaraciones omnicomprensivas. Si nos las pidiesen, se revelarían los límites de nuestro conocimiento y, de paso, unas buenas gotas de emotividad.

No es que las cosas no tengan explicación: es que no son simples ni resolubles por la actividad solitaria de una persona, por muy capaz que sea.

Todos iguales, todos expertos

Si la tesis de la doble ilusión del conocimiento es cierta, una consecuencia razonable sería reconocer a las claras nuestra ignorancia. Sin embargo, esa humildad, por mucho que nos convenga cognitiva o moralmente, se nos atraganta: nos resistimos a admitir nuestra cuota de superficialidad. Y nos repele en parte porque la sociedad (aún) tampoco lo aprueba.

A propósito de los condicionamientos sociales ha reflexionado, entre otros autores, Tom Nichols, profesor del US Naval War College, en The Death of Expertise: The Campaign Against Established Knowledge and Why it Matters (2017).

A su juicio, nuestra cultura está difundiendo un narcisismo delirante originado paradójicamente desde dos ideologías extremas, el igualitarismo y el libertarismo. Y, como consecuencia, ha generado una tendencia al menosprecio de los intelectuales y de la autoridad epistemológica. Lo malo es que a menudo ese desprecio no se mueve por un sano escepticismo, sino por un resentimiento hacia quienes están constituidos socialmente como expertos o especialistas, sean médicos, juristas o profesores.

Las redes sociales crean burbujas no solo de ideas y opiniones, sino también de sentimientos

Se podría decir que nos hemos ido deslizando desde las formas razonables de igualdad y autonomía formuladas en las mejores versiones del igualitarismo y el libertarismo (todos somos iguales como personas y ante la ley), hacia un igualitarismo social de individuos prepotentes (todos podemos opinar libremente por igual y, por supuesto, pontificando, si queremos). Así, el ciudadano más corriente podría suplantar al verdadero experto. Lo único que necesita es saber venderse.

En esta deriva cultural cumplen su cometido las tecnologías de la información. Internet nos anima, sin ser especialistas en medicina, a diagnosticar, recetar y automedicarnos; sin saber ciencia política o economía, a querer influir en el rumbo del país o de la ciudad con tuits retuiteables hasta el infinito; y sin haber estudiado a fondo una materia, a exigir al profesor que nos apruebe un texto confuso que selecciona citas brillantes de algunas webs. Como a veces la red es eficaz, se refuerzan estas dinámicas sociales poco recomendables, aunque no el verdadero conocimiento.

Atrapados por los algoritmos

Si el proceso de suplantación de los expertos se debe en parte al desarrollo de la navegación internáutica, es razonable que estemos atentos a otros procesos que, en medio de los beneficios evidentes de la red, puedan a la larga ser socialmente nocivos.

En su libro #Republic: Divided Democracy in the Age of Social Media (2017), el abogado y profesor de Derecho en Harvard, Cass Sunstein, antiguo asesor del presidente Barack Obama, insiste en que el funcionamiento algorítmico en Internet puede condicionar sutilmente nuestra libertad como ciudadanos de la “república”, sobre todo porque los sesgos informativos tienden a aislarnos de la novedad y a disgregarnos en grupos estancos.

No es un tema nuevo. Como reconoce el propio Sunstein, lo previó Andrew L. Shapiro a finales del siglo XX. En 2010, Eric Schmidt, entonces director ejecutivo de Google, declaró que “será difícil que una persona vea o consuma algo que de algún modo no se le haya hecho a su medida” ( The Wall Street Journal, 14-08-2010). Y en 2011, Eli Pariser, activista de Internet, bautizó este fenómeno como “el filtro burbuja”: un microclima intelectual creado porque Internet selecciona la información que nos presenta computando nuestras preferencias, amistades, compras, búsquedas…

Sunstein, mentor del paternalismo libertario, sostiene que, ya que estamos ciertos de esta dinámica perniciosa, nuestra responsabilidad es velar por unas condiciones sociales que favorezcan a una democracia sana: deliberativa, con ciudadanos libres y, en lo posible, sin fracturas sociales y extremismos.

En una cultura acrítica, se sustituye la calidad de los argumentos por la cantidad de voces que se adhieren al postor más carismático

En su opinión, para movernos en esa dirección ya no bastan los dos recursos liberales por excelencia, a saber, la tradicional preocupación para evitar la censura estatal y el esmero de los tres o cuatro poderes para respetar y estimular las decisiones individuales legítimas. Se precisa, además, una intervención positiva del gobierno que contrarreste o reconfigure la “arquitectura de la elección” (choice architecture), que pierde el norte por el sesgo de las burbujas.

Pinchar las burbujas de Internet

Contra la polarización social y a favor de la democracia deliberativa, Sunstein propone promover una “arquitectura de serendipias” ( serendipity architecture) o descubrimientos casuales y afortunados. Se trata, en parte, de promover que los propios motores de búsqueda de Internet, las webs y las redes sociales lleven a la gente a exponerse a informaciones, encuentros o hallazgos inesperados, no elegidos o condicionados antes.

No es cuestión de obligar a nadie a ver precisamente todo lo que quiere evitar, sino de establecer mecanismos que pinchen aleatoriamente las burbujas impuestas por los algoritmos. Los encuentros serendípicos, que deberían respetar la ley y el civismo (se supone), serían un contrapeso al filtro impuesto por los usuarios y los proveedores.

Desde luego, esta querencia por el gusto o la filiación “estética” es bien conocida en el marketing político, que usa y abusa de la brevedad de los mensajes (en las redes sociales y en la televisión) y de los iconos mediáticos, para simplificar las posiciones y atraer o alejar emocionalmente a grupos de votantes. Salta a la vista el auge de los populismos a través de las redes, y el potencial de estas para difundir lemas y mensajes icónicos propagandísticos, por no hablar de las noticias falsas.

En una cultura acrítica, abandonada al esteticismo, se sustituye la calidad de los argumentos por la cantidad de voces que se adhieren al postor más carismático. La democracia sale perdiendo en la medida que los grupos políticos pierden interés por la discusión libre de ideas y se concentran en la movilización social basada en la profusión digital de consignas ideológicas.

Cajas de resonancia emocional

El problema de tomar decisiones emocionales o “estéticas” no es la ignorancia en abstracto, sino la ignorancia de los motivos concretos que más nos impelen en el momento. Y este desconocimiento, aunque solucionable, se agrava en la medida en que nos encontramos socialmente más aislados. Según David Dunning, psicólogo con muchos años de experiencia en la Universidad Cornell, citado por Sloman y Fernbach en su libro, la autocrítica no es posible si únicamente podemos evaluarnos desde nuestro propio conocimiento, si carecemos de comparación con otros.

El factor del aislamiento y la fragmentación propiciados por los algoritmos tiene su faceta emotiva. Las redes sociales no solo crean burbujas de ideas y opiniones retroalimentadas, sino que sirven también para difundir y fragmentar emociones.

Sunstein cita un estudio de Kramer, Guillory y Hancock, publicado en 2015 en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences, sobre el contagio masivo de sentimientos a través de las redes sociales. Ahí se recuerda un experimento controvertido de Facebook y la Universidad Cornell, cuando la red social difundió entre ciertos usuarios algunos mensajes tristes para medir los efectos que producían. Se comprobó que los usuarios habían quedado afectados, pues modificaron su comportamiento y ellos mismos empezaron a colgar mensajes con tintes negativos.

Quizás por este conjunto de circunstancias –aquí solo esbozadas–, las serendipias sean necesarias, piensa Sunstein, aunque no nos gusten. Con ellas facilitaríamos las condiciones de una cultura abierta a la innovación, a la autocrítica y a la deliberación para el autogobierno. Y con ellas también mejoraríamos los comportamientos de grupo, altamente emotivos. Al menos así contrarrestaríamos la polarización de opiniones y sentimientos que se retroalimentan en las “cajas de resonancia” ( echo chambers) creadas por los social media.

Eventos y noticias de interés común

Además de la arquitectura de serendipias, el exasesor de Obama cree que, para favorecer una democracia deliberativa, conviene fomentar de modo eficiente que los ciudadanos (muchos o la mayoría) compartan experiencias aglutinadoras, momentos en que la gran mayoría trascienda las diferencias individuales o de grupo: una fiesta nacional, acontecimientos deportivos como las Olimpiadas o los Mundiales, una película taquillera que se vuelve un clásico (Sunstein dice que Star Wars sería una candidata en EE.UU.), un premio nacional o un hallazgo científico muy celebrado.

Internet ha propiciado un igualitarismo prepotente: cualquiera puede opinar con la máxima libertad y una información limitada

“Son especialmente importantes en un país heterogéneo, que afronta un posible peligro de fractura. Son incluso más importantes, porque muchos países se hallan cada vez más interconectados (con Brexit o sin Brexit) y cada ciudadano, en mayor o menor medida, se ha convertido en ciudadano del mundo”.

En este mismo sentido, Sunstein reivindica a los medios de información generalistas, cada vez más relegados. A su juicio, la reactivación de estos intermediarios es fundamental por su función social, porque presentan asuntos comunes que nos pasarían muy desapercibidos si las noticias solo nos llegasen por las redes sociales o en dosieres prediseñados según nuestros perfiles y preferencias.

En conjunto, los análisis aquí mencionados tienen el valor de enfatizar, con ejemplos claros y estudios actuales, que no todo conocimiento vale lo mismo ni basta el acceso teórico ilimitado a Internet para poder colgarnos el marchamo de especialistas independientes. Y estos asuntos tienen además su efecto político. Ante la deriva emotivista de la sociedad, en gran medida nos jugamos la libertad social y la buena salud democrática –donde la haya– en el terreno de la crítica del conocimiento: en reconocer los límites de nuestro saber, apreciar los contrastes rigurosos de los expertos y repensar el uso de Internet.

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