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El cristianismo no es indiferente a la suerte de los animales

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Cuando, a principios de este año, se conoció que el Papa Francisco invitaría a unas 2.100 personas sin techo a disfrutar del espectáculo del Circo Medrano en Roma, la Liga Italiana de Protección Animal le reprochó al Pontífice cierta complicidad con lo que llamó “condiciones antinaturales de detención y explotación, cuando no de maltrato” de los animales que se exhibirían.

Buscando hacerle ver al obispo de Roma una pretendida incongruencia con sus propias enseñanzas, le citaron un fragmento de su encíclica Laudato si’, en la que Francisco expresa con contundencia: “El corazón es uno solo, y la misma miseria que lleva a maltratar a un animal no tarda en manifestarse en la relación con las demás personas’”. Para la Liga, al parecer, todo animal que participa en espectáculos es un animal maltratado, y deja mucho que desear que el Papa anime a ver animales maltratados.

La enseñanza bíblica viene a ser, pues, una didáctica del respeto a todo lo creado

Ir por esta línea confirmaría lo que apunta Frédéric Lenoir en Carta abierta a los animales (y a los que no se creen superiores a ellos): que las religiones se han preocupado muy poco por el bienestar de la fauna, desde aquellos primeros días en que los sacerdotes ofrecían sacrificios de animales para mantener el orden cósmico.

Según Lenoir, ese desdén afectaría también al cristianismo, que “les ha hecho poco caso a los animales”. No cae en la cuenta de que justamente la pedagogía divina dejó atrás, con el nuevo pacto, los sacrificios inútiles. El filósofo Rafael Alvira rebate al francés: “La perfección máxima es cuando Jesús viene y hace ver que no es necesario matar al cordero, pues ‘yo soy el Cordero’”.

Tal vez de los seguidores de otras religiones en cuyas ceremonias perviven prácticas de sacrificio, sí pudiera decirse que tienen a los animales en bastante menos. En los credos animistas caribeños, por ejemplo, no es infrecuente que las deidades “pidan” por medio de sus sacerdotes que se vierta la sangre de un macho cabrío, de una gallina negra o de una tortuga, como vía para conjurar maleficios o atraer la buena suerte.

Pero también en sistemas religiosos más sólidos que estas supersticiones se pueden observar costumbres que una parte de la opinión pública percibe como crueles. En Holanda, cada año se sacrifican para consumo humano unos 500 millones de animales, de los que hasta dos millones lo son según el rito musulmán y 3.000 según el judío. El requisito que escandaliza a las asociaciones animalistas es que para considerar que la carne del animal puede ser degustada por los fieles de ambos credos, el matarife debe degollar al animal y dejarlo desangrarse mientras todavía vive.

Bajo la nueva regulación, surgida de las presiones de los animalistas sobre el gobierno para que atenuara la existente, quizás no sea posible garantizar la pulcritud ritual del procedimiento: si el animal no es insensible al dolor en los 40 segundos siguientes al degüello –lo que se determinará comprobando si sus ojos reaccionan a la luz–, entonces se le pegará un tiro para acabar con su agonía. Motti Rosenzweig, a cargo del único matadero kosher que queda en toda Holanda, le traslada sus dudas al New York Times sobre el método de incrustarle una pieza de metal en el cerebro al animal: “Ya me dirás qué es más humano”.

Unas vidas movilizan; otras, no tanto

“La perfección máxima es cuando Jesús viene y hace ver que no es necesario matar al cordero, pues ‘yo soy el Cordero’

Volviendo al caso del circo y el Papa, más que hablar de maltratos a los animales cabría diferenciar entre el acto de infligirles dolor por placer –un acto inmoral, que predispone a quien lo comete a causárselo a las personas– y el castigo propio del entrenamiento, distinción en la que no suelen reparar los animalistas.

Quien sí la ve es Roger Scruton en su Animal Rights and Wrongs. Según señala, “no es posible entrenar a los animales sin infligirles algún castigo ocasional, uno que debe ser doloroso si se quiere que tenga el efecto deseado. Aquí el castigo es infligido no por el dolor en sí mismo, sino por el bien del resultado”. Si este puede conseguirse sin dolor, mejor aún.

Por estas reflexiones, algunos acusarían de insensible al pensador inglés. Solo que la sensibilidad ecológica no es patrimonio exclusivo de unos grupos o movimientos, ni cosa de última hora. Ya en el Antiguo Testamento el escritor sagrado instaba a tener piedad de los animales domésticos y de los salvajes: “Si ves caído en el camino el asno o el buey de tu hermano, no te desentenderás de ellos” (Dt 22,4).

La enseñanza bíblica viene a ser, pues, una didáctica del respeto a todo lo creado. Lo que no ampara es esa suerte de panteísmo que advierte en las criaturas irracionales seres “sagrados” per se y no por su asociación con el hombre, y que induce a desplazar a este de su puesto preeminente para concedérselo a los seres irracionales.

Muy en relación con ello aparece necesariamente el tema del respeto a la vida humana. En su encíclica, Francisco lo deja claro: no es compatible, dice, “la defensa de la naturaleza con la justificación del aborto”. Pero el Partido Animalista español dice no tener una posición definida en este asunto, mientras que la organización Personas por un Trato Ético a los Animales (PETA) es más punzante: “Como el movimiento pro-vida no tiene una posición oficial sobre los derechos animales, tampoco el movimiento por los derechos de los animales tiene una postura oficial sobre el aborto”.

En esto, parece que la capacidad de sufrimiento de unos seres vivientes moviliza menos que la de otros.

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