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Estremecimiento ante la primera destrucción masiva de embriones humanos congelados

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A comienzos de agosto fueron destruidos 3.300 embriones humanos que se encontraban congelados en más de treinta clínicas británicas especializadas en fecundación in vitro. Se ha seguido al pie de la letra la ley británica de Fertilización Humana y Embriología, de 1991, que limita a cinco años el tiempo que puede mantenerse con vida a los embriones, mientras las parejas que aportaron los gametos deciden qué hacer con ellos (ver servicio 19/96). Las críticas a la ley, los intentos de ampliar ese plazo, las propuestas de «adopción» realizadas por cientos de mujeres -muchas italianas- han tratado sin éxito de esquivar la peor solución. Y el problema no ha hecho sino comenzar. Desde ahora, ese plazo seguirá cumpliéndose para muchos de los embriones «sobrantes» de las fecundaciones in vitro que siguen prácticándose en Gran Bretaña. Algo que puede ocurrir también en otros países que permiten congelar embriones humanos.

El pasado mes de mayo, el gobierno británico, en previsión de lo que iba a pasar, permitió alargar el plazo de conservación hasta diez años, si ambos padres (casados o no) daban su consentimiento por escrito. Pero esta medida no fue suficiente. Demasiados padres-donantes no se pusieron en contacto con las clínicas antes de la fecha fatídica, cosa que el gobierno no esperaba.

Poco antes del desenlace, el cardenal Basil Hume, primado católico de Inglaterra, declaraba a The Daily Telegraph: «Nos encontramos en un callejón sin salida. Todas las aparentes soluciones al dilema tienen importantes inconvenientes, y se trata de encontrar el mal menor». Un comentario publicado en L’Osservatore Romano afirmaba también que se estaba en «un túnel sin salida, sea cual sea la solución que se adopte». Ante el dilema ético que se planteaba, Time (12-VIII-96) concluía que la doctrina católica «no es de gran ayuda», pues en vez de indicar una solución, condena del todo la fecundación artificial.

Pero si hay dilema ético, la única solución posible es recomendar no hacer lo que conduce a esa tesitura. Aunque la Iglesia católica no reprueba la fecundación artificial sólo por las consecuencias, los problemas insolubles que estas técnicas reproductivas llevan consigo muestran que en su origen hay algún error.

Las clínicas británicas implicadas en el caso se han esforzado por establecer comunicación con los padres de los embriones (se enviaron a 260 parejas hasta tres cartas). De la falta de respuesta se deduce que éstos no se sienten padres al 100%. Tal vez crean que buena parte de la paternidad de los embriones producidos en probetas es de los propios médicos que realizaron las fecundaciones.

Para evitar algunos problemas, en Alemania se prohibió la congelación de embriones, salvo cuando una madre no puede aceptar la implantación de modo inmedidato. En cambio, Francia determinó en 1994 un plazo de cinco años para mantener congelados a los embriones sobrantes. No obstante, previó hacer una revisión de la ley antes de que se cumpla esa fecha. Time señala que seguramente se hará esa revisión, pues a mucha gente le repugna «la destrucción programada de la vida humana, aun siendo embrionaria». Pero esto es una consecuencia de la previa creación, programada y semi-industrial, de la misma vida.

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