Se cumplen 40 años de la publicación de Divertirse hasta morir: El discurso público en la era del “show business”. En este ensayo, el sociólogo norteamericano Neil Postman, fallecido en 2003, advertía de cómo las nuevas tecnologías de la comunicación –en aquel momento, fundamentalmente la televisión– estaban erosionando la capacidad de la ciudadanía para pararse a pensar, requisito imprescindible para una participación política de calidad.
Con ocasión de este aniversario, Ryan Zickgraf se pregunta en Unherd qué diría Postman ante el actual panorama tecnológico. Su respuesta es tajante: el tiempo ha demostrado que las tesis del autor norteamericano eran ciertas; incluso se han quedado cortas.
Postman advertía entonces que el riesgo para la democracia en Estados Unidos –se podría decir también de muchos otros países occidentales– no vendría de un dictador dogmático como el de la novela 1984, de George Orwell, sino de un sistema parecido al representado en Un mundo feliz, la distopía de Adolf Huxley: un sistema que controla a la sociedad distrayéndola con productos de entretenimiento ubicuos, y satisfaciendo sus instintos básicos mediante dosis calculadas de placer. Para Postman, la televisión estaba cumpliendo ese papel.
Cuarenta años después, Zickgraf apunta que las redes sociales, y en particular TikTok, son un medio aún más eficaz para lograr esa especie de anestesia social. Si el paso de la “cultura de la imprenta” a la de la televisión trajo un cambio de paradigma en el discurso público, de la lógica de la reflexión a la del espectáculo, “las redes sociales lo han reducido a performances y descargas cíclicas de dopamina”.
Algunos resultados electorales pueden verse, según Zickgraf, como una consecuencia de este clima cultural. Pero su influencia también se nota en las nuevas formas de “activismo” social: las protestas son, muchas veces, meras performances estériles, pensadas como espectáculos filmables o posteables, más que como verdaderos actos de resistencia. En parte, comenta Zickgraf, esto se debe a que falta un sustrato común de ideas (“Ya nadie cree en nada. Somos víctimas de nuestros egoístas ideales libertarios”). Tampoco ayuda la ausencia de unas experiencias culturales compartidas. En la época de la televisión, comenta el periodista, la retransmisión de un debate, de un documental o de un noticiero todavía podía generar debate público, pero hoy “el entorno mediático está hiperpersonalizado y diseñado para halagar a cada usuario con la ilusión de ser el centro del mundo”.
Con todo, Zickgraf advierte algunos signos de resistencia, y precisamente en la generación Z. Aunque algunos jóvenes se hayan dejado llevar por la “distracción masiva”, otros están optando por enfrentarse a ella: “Están viviendo la realidad ‘sin filtros’, como se suele decir: eliminando las redes sociales, abandonando la optimización y buscando, en cambio, la solidez de las cosas antiguas. Tejen. Juegan al golf. Van a la iglesia. Levantan pesas y leen libros densos”. Ciertamente, reconoce Zickgraf, detrás de esta reacción a veces hay algo de “postura estética” o de afectada nostalgia, pero el objetivo es igualmente noble. “Si existe alguna esperanza de recuperar una realidad compartida en medio del laberinto de espejos que es el Internet moderno, tal vez resida en ellos”.