Este libro de Theodore Dalrymple, publicado cinco años antes de Sentimentalismo tóxico, contiene una recopilación de artículos: 12 dentro de un bloque titulado “Artes y letras”, y 14 dentro de “Sociedad y política”. En ellos, tomando como punto de partida sus ricas experiencias humanas y profesionales –su madre llegó a Inglaterra como joven refugiada del régimen nazi; él viajó y trabajó en muchos países, y fue catorce años psiquiatra en un hospital carcelario en Gran Bretaña–, reflexiona sobre la condición humana y sobre la evolución de la sociedad en la que vive, con la intención de diagnosticar sus males.
La primera parte está centrada en escritores, pensadores y artistas, y tiene un tono fuertemente sarcástico. Subraya, por ejemplo, la baja calidad de la obra de D.H. Lawrence, a quien califica de “pornógrafo aburrido”. De Virginia Wolff afirma que usaba “su enjoyada prosa” para disfrazar “su resentimiento narcisista”. Una excepción a los acentos irónicos es el texto titulado “Por qué Shakespeare es actual en cualquier época”, donde señala que el dramaturgo inglés se centra en la naturaleza humana, “no en los accidentes de la historia de los hombres”.
En la segunda parte se abordan cuestiones sociales con acentos distintos. Tiene un tono expositivo “Contra la legalización de las drogas”, un artículo en el que advierte que decir que “la guerra contra las drogas está perdida” es como afirmar que también lo está la guerra contra cualquier delito. En otro artículo, “Los usos de la corrupción”, describe a Gran Bretaña como un país que todo lo espera del Estado y que tiene un cuerpo funcionarial insobornable, pero inepto. Lo compara con Italia, una nación, a su juicio, de hombres cuya dignidad no ha sido destruida por la cultura de la dependencia.
Aunque la edición necesite una revisión para corregir erratas, mejorar la puntuación y poner en castellano algunos de los títulos mencionados, estamos ante un libro extraordinario. Dalrymple es un narrador sobresaliente, que sabe dar los datos oportunos y contar anécdotas significativas, presentando los casos sórdidos con la soltura y la distancia de quien está demasiado familiarizado con ellos. Maneja, además, una ironía contundente. Y aunque carga la mano en lo negativo debido a sus experiencias, también gracias a ellas da buenos argumentos, al ofrecer una perspectiva sin duda necesaria.
El pesimismo del autor no es extraño, pues tal como él mismo explica, no se considera cristiano, y se ve que la esperanza no entra en su visión del mundo. Pero sí hay un dogma que da mucha solidez a sus explicaciones, que cita repetidamente y en el que cree a pies juntillas: el de la caída original. También se ha de señalar que, aunque no hace propuestas de acción, busca incitar a ella cuando repite varias veces la famosa frase de Edmund Burke de que “lo único necesario para el triunfo del mal es que los hombres buenos no hagan nada”.