El Código Penal es un reactivo para detectar cambios de fondo en la conciencia social. Conductas que antes estaban castigadas dejan de estarlo, y aparecen delitos nuevos que revelan un cambio de sensibilidad y los propios miedos de la sociedad. La última gran reforma del Código Penal en España -hace la número veintisiete en quince años- confirma la creciente tendencia a recurrir a la ley penal para resolver problemas sociales.
El próximo mes de mayo el Código Penal “de la Democracia”, como se lo llamó ampulosamente, cumplirá quince años. Está ya en plena adolescencia, una edad difícil a la que suelen ir anudadas unas crisis tan tópicas como reales. ¿Ha llegado también el momento de la crisis para el Código Penal?
No, sencillamente porque su crisis empezó muy pronto, cuando apenas tenía dos añitos y sus padres (primero los biológicos y luego los posteriores adoptivos) empezaron a someterle de forma convulsiva a una serie inacabable de intervenciones quirúrgicas y retoques estéticos que todavía no ha cesado.
El resultado: un Código Penal que ha sufrido en quince años ¡veintiocho reformas! Acaba de aparecer en el Boletín Oficial del Estado la última (afecta a puntos menores), apenas un mes después de que entrase en vigor la que ahora se comenta.
El Código Penal constituye una pieza clave en la ordenación social. No puede estar sujeto a un permanente cambio; necesita cierta estabilidad como presupuesto para consolidar interpretaciones uniformes, limar asperezas a través del rodaje y el aceite que va proporcionando la jurisprudencia, y generar seguridad jurídica. Una norma defectuosa pero ya implantada en la práctica, interpretada, amoldada a través de exégesis que la aproximan a un criterio justo y que se acogen por la generalidad de los aplicadores del derecho, es muchas veces preferible a preceptos de nueva factura, académicamente impecables, pero expuestos al riesgo de interpretaciones o lecturas muy dispares que solo el tiempo irá aunando.
Gobernar no es legislar
En 1953 Ortega y Gasset denunciaba lo que denominó “legislación incontinente”. Esa denuncia resulta hoy más actual que nunca, referida específicamente, aunque no solo, a la legislación penal.
El derecho penal de comienzos del siglo XXI, en España significadamente —aunque el fenómeno no es exclusivo de este país—, tiende a invadir sin medida cualquier ámbito de la vida social en que surge un problema. Sin meditar antes si existen otras formas de resolver ese conflicto, ni cuáles son las causas que lo originan y que convendría atajar antes que crear un nuevo delito o endurecer las penas. La reciente reforma del Código Penal se inscribe en esa tendencia. Aunque es justo reconocer que introduce también cosas —no pocas— positivas.
Esa expansión del derecho penal es el resultado de una particular convicción de los gobernantes —al margen, en general, de las diferentes ideologías— que algún autor ha descrito a través de tres aseveraciones. La primera, la creencia de que un incremento de las penas comporta ineludiblemente una disminución de los delitos. Una segunda línea viene representada por la querencia de esos gobernantes a usar el derecho penal como herramienta para reforzar y apuntalar el consenso moral de la sociedad (delitos contra el medio ambiente, negacionismo del Holocausto, maltrato de animales…). Por fin, por razones pragmáticas, se actúa en la convicción de que el derecho penal así usado proporcionará réditos electorales al conectar con una supuesta opinión pública que considera demasiado “blanda” la legislación penal.
Para ese tipo de líderes políticos, abundantes en el panorama actual, gobernar es casi sinónimo de legislar. Y en el campo de la legislación, la penal es prioritaria. El derecho penal ha perdido su condición de ultima ratio. Tradicionalmente solo se acudía al derecho penal cuando fracasaban las demás instancias. Ahora casi lo primero que acude al pensamiento del gobernante ante cualquier tema que aparece en la agenda pública es la posibilidad de una norma penal. Una reforma penal es muy barata. No araña los presupuestos. A veces es suficiente con anunciarla; el tiempo y el olvido se encargarán de adormecer el entusiasmo legiferante. Otras veces —y esto es casi siempre peor— la promesa es cumplida y acaba modificándose el Código Penal. Se produce así lo que de forma plástica se ha denominado una huida al derecho penal. Hasta los problemas de historia se han querido resolver con derecho penal.
Populismo punitivo
Se ha conseguido transmitir a la opinión pública la falsa sensación de que la legislación penal es “blandengue” y que el nivel de delincuencia es alto y necesita respuestas más severas. Nada más lejos de la realidad, como ponen de manifiesto de forma elocuente las estadísticas: la tasa de criminalidad de España es de las más bajas de Europa, lo que contrasta con el porcentaje de personas en prisión, de los más elevados.
A esa corriente, bautizada como “populismo punitivo”, no solo no ha escapado la legislación española, sino que ha venido a erigirse en un ejemplo casi paradigmático de ella. Los tipos penales proliferan.
Esa mentalidad es la que explica, por ejemplo, que la respuesta primera a una cuestión tan netamente política y tan ajena en principio al campo penal, por disparatada que pueda tildarse, como es el anuncio de convocatoria por el presidente de una comunidad autónoma de un referéndum no autorizado por la ley, consistiese en su día en la formulación de un nuevo delito: la celebración de consultas populares sin habilitación legal. O que ante el ascenso de los delitos de violencia contra la mujer en el ámbito familiar o doméstico, las principales medidas discurran siempre por el poco imaginativo expediente de “penas más altas”. Y si hay crisis de autoridad del docente, se retuercen los delitos de atentado para forzar el castigo de conductas agresivas del alumno joven o adolescente (ignorando que el hecho de que el profesor sea funcionario —enseñanza pública— o no —concertada o privada— no es un factor diferencial a estos efectos).
Cuando un crimen conmociona
Uno de los responsables políticos de más alto nivel de los últimos años no tenía empacho alguno en reconocer públicamente que la reforma del Código Penal que entonces se anunciaba y que acaba de entrar en vigor lo convertiría en “el más duro de la democracia”, y que la modificación guardaba relación directa con “acontecimientos que conmocionaron la opinión pública”. Un crimen escandaliza a la sociedad y el político acude presuroso a anunciar un incremento punitivo. Como si eso supusiese la garantía de que esos hechos no se repetirán.
Algunas de las medidas acometidas por la reforma recién estrenada se enmarcan en ese populismo punitivo: el endurecimiento de penas en los delitos sexuales y la libertad vigilada posterior a la cárcel para terroristas, agresores sexuales y pederastas (una vez han extinguido largas penas de prisión) tienen mucho que ver con sucesos puntuales. Algunas de esas medidas encierran mucho de símbolo y muy poco de efectividad real.
Es razonable que delitos tan execrables lleven a plantearse mejoras y a meditar sobre la eficacia del sistema penal. Pero es más que dudoso que la causa de esas patologías sociales haya que buscarla en supuestos déficits del derecho penal y no en otros factores que no se abordan en sus raíces (carencias en la educación; trivialización de la sexualidad; mensajes de los medios de comunicación inculcando como valores el placer sexual desde épocas tempranas o el éxito a toda costa; menoscabo de la autoridad paterna e institucional; fracaso del sistema educativo…). No todo se arregla con más cárcel: pero eso es lo que pide una opinión pública desinformada y lo que se dispone a concederle el político muy permeable a esa tendencia inflacionista del derecho penal. Es repetida la demostrada frase del sociólogo Jeffery: “más leyes, más penas, más policías, más jueces, más cárceles significan más presos, pero no necesariamente menos delitos”.
¿Penas más largas o penas inevitables?
Un error de política criminal muy habitual en nuestros legisladores consiste en creer que las penas más largas son las más efectivas, las más disuasorias. Sin embargo, las penas más eficaces no son las más altas, sino las más inevitables. Las penas muy elevadas solo sirven para castigar de manera desproporcionada a los escalones más bajos y menos responsables de la organización criminal: un ejemplo claro viene representado por los delitos contra la Salud Pública. Las penas establecidas pensando en los grandes narcotraficantes pocas veces les alcanzan. Estos son conscientes de que con adecuadas cautelas es baja la probabilidad de que les afecten. Esas elevadas penas acaban recayendo en el “mulero” o en el mero auxiliar al que su delito solo va a reportar una escasa compensación económica.
No han perdido actualidad las palabras que Lardizábal dirigiese a Carlos III: “No vale para nada amenazar con penas gravísimas que no se sabe si podrán ser aplicadas, y lo único que en verdad hace temible a la justicia penal no es la dureza del castigo, sino la constancia, rapidez y la seguridad de su actuación”. Es una idea clásica que ya se encuentra en Beccaría (“el mayor freno de los delitos no es la crueldad de las penas sino su infalibilidad”) y que con unas u otras palabras ha sido reproducida mil veces (así, Silvela consideraba preferibles las penas cortas impuestas con prontitud y constancia que las penas de larga duración). Hay que seguir repitiéndolas ante la aparente sordera de los responsables políticos. Las estadísticas no mienten: el incremento de las penas no hace disminuir el número de delitos.
Antonio del Moral García es Fiscal
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