¿Cuándo una escuela es pública?

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En 2012 los ciudadanos del estado de Washington respaldaron en referéndum una iniciativa legal (I-1240) para poder crear hasta 40 charter schools –de carácter público, pero gestionadas por entidades independientes– en los próximos cinco años. Desde entonces solo nueve han comenzado su actividad, aunque ya hay algunas más aprobadas. Unos 1.200 estudiantes acuden a alguna de estas escuelas.

La oposición al movimiento charter se organizó rápidamente después del referéndum, y su presión dio resultado. En 2013 se inició la demanda de inconstitucionalidad, iniciada por el principal sindicato de profesores del estado, que ahora ha resuelto el Tribunal supremo.

La tesis principal del fallo señala que la financiación de estos centros colisiona con la restricción constitucional de dedicar fondos públicos solo a las common schools. Según el veredicto, las charter, que son gobernadas por equipos “nombrados” y no “elegidos”, no pueden entrar en esa categoría ya que no están sujetas al control por parte de los votantes.

Las “charter” dicen que cumplen su función pública porque admiten a todo tipo de estudiantes y están sujetas a las pruebas nacionales

Aún no está claro cuáles serán los siguientes pasos, ni por parte de las autoridades judiciales, ni por parte del gobierno. El fiscal general del estado, previa consulta con el gobernador, ha anunciado que pedirá al alto tribunal que reconsidere su posición.

Renunciar a la identidad propia o morir

El fallo abre un futuro incierto. Algo parecido ya sucedió en Georgia en 2011. Entonces, la máxima autoridad judicial del estado invalidó una ley de 2008 que creaba una comisión con permiso para autorizar nuevas charter. Sin embargo, la sentencia no tuvo efectos prácticos sobre la mayoría de estas escuelas. Un año después se aprobó por referéndum una enmienda constitucional que restauraba la ley anulada por el Tribunal Supremo.

Una posibilidad para salvaguardar las charter de Washington es reformar la legislación actual. Algunas voces han señalado que, si lo que critica la sentencia del Tribunal Supremo es el mecanismo de elección del equipo directivo y la supuesta falta de “control público” que este supone, cabrían varias formas de cambiarlo sin desnaturalizar el concepto de charter school: una es que los miembros de la dirección obtengan sus puestos por un proceso electivo, pero que deban comprometerse a respetar los “estatutos identitarios” –eso es lo que significa la palabra charter– de la escuela en cuestión. Sin embargo, los defensores de las charter consideran que esto equivaldría a anular de hecho el núcleo de la iniciativa aprobada en 2012: la autonomía organizativa.

Otra opción sería crear un organismo independiente, formado también por personas elegidas públicamente, que no intervenga en el gobierno de las charter pero ante el que estas tengan que dar cuenta. Así se restablecería la supervisión ciudadana de la que habla la sentencia sin mermar autonomía organizativa a los centros.

Con todo, no parece que haya voluntad política de cambiar la legislación. El gobernador ha anunciado que no piensa convocar una sesión extraordinaria. Su posición, señala, es que el dinero público solo debe ir a los centros controlados públicamente. Por otro lado, el fallo del Tribunal Supremo sugiere que para que las charter reciban financiación estatal debería mediar una enmienda constitucional, para la que se necesitaría una mayoría de dos tercios en la cámara legislativa. Algunos parlamentarios opinan, en cambio, que bastaría asignar unos fondos independientes para las charter, de forma que la subvención no venga de lo reservado para las common schools.

El Tribunal Supremo de Washington objeta el mecanismo de elección del equipo directivo y la supuesta falta de “control público”

¿Una o varias formas de ser público?

La sentencia del Tribunal Supremo de Washington, además de poner contra las cuerdas a las nueve charter del estado, replantea la cuestión de qué significa ser una entidad pública.

El estatuto de las charter varía mucho de un estado a otro: en algunos, los equipos directivos tienen que ser elegidos por padres y profesores, pero la mayoría prevén la posibilidad de que el centro escoja a sus gestores mediante un proceso interno de deliberación. Esto, según los críticos, puede favorecer el amiguismo, aunque la posibilidad de que la escuela sea clausurada si los resultados no acompañan previene frente a este peligro.

Por otro lado, los procesos electivos también tienen sus pegas: en primer lugar, no siempre se presentan los más capacitados, sino los que cuentan con una red de apoyos suficientes o con recursos económicos para organizar la campaña; por otro, el índice de participación suele ser muy bajo. Esto hace que frecuentemente los elegidos solo en teoría representen al público al que deben servir, aunque en cuanto a “representatividad” esto ya es más que lo que ocurre en las charter.

Los contrarios a que las charter reciban financiación pública aducen, además de la falta de “control público”, que estas escuelas no asumen todas las obligaciones que sí se exigen a las públicas en temas de transparencia.

En cambio, las charter se defienden señalando que cumplen su función pública porque admiten a todo tipo de estudiantes y están sujetas a las pruebas nacionales, su política de transparencia más evidente. Si los resultados no son buenos, pueden ser cerradas, cosa que no siempre ocurre con las públicas.

El hecho de que se pueda calificar como públicas a las charter depende del punto de vista que se adopte. Desde luego, desempeñan una función pública en cuanto que prestan un servicio que la administración entiende como un derecho; siguen el currículum aprobado por la administración, con pequeñas variantes que están previstas dentro de la ley; están abiertas a todo tipo de estudiantes (no seleccionan por criterios económicos, raciales o académicos), y además se someten a las mismas pruebas nacionales que las escuelas estatales y publican sus resultados.

En lo que es su función propia, educar, son tan públicas como las demás. Otra cosa es que se entienda que el hecho de ser público implique también una concreta forma de organizarse, algo en lo que la administración no tendría por qué meterse a no ser que crea que existe algún tipo de discriminación, o una lesión de derechos. De otra manera, no se entiende por qué el dinero público no debe beneficiar a unas familias que solo pretenden ver protegido en la práctica un derecho que en teoría les pertenece: el de que sus hijos reciban una buena educación.

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