Bolivia se “nos” muere, otra vez

publicado
DURACIÓN LECTURA: 6min.
Bolivia
La Paz, 29-05-2025: Seguidores de Evo Morales se enfrentaron con la policía en una manifestación para reclamar que se permitiera al expresidente presentarse a las elecciones (foto: Europa Press/Contacto/Diego Rosales)

El 19 de agosto de 1985, el cuatro veces presidente de Bolivia, Víctor Paz Estenssoro, pronunciaba en televisión nacional un crudo diagnóstico: “Bolivia se nos muere”. Con él advertía a los ciudadanos sobre el grave estado de salud del país: este experimentaba una profunda enfermedad que, de no ser tratada, acabaría con la vida del paciente. La dolencia era una aguda crisis económica, marcada por una hiperinflación de niveles astronómicos.

Hoy, casi cuarenta años después, y en el año del bicentenario de la vida independiente de Bolivia, la frase vuelve a resonar con fuerza en la mente de los bolivianos. La enfermedad ya no es solo económica. Bolivia agoniza: institucional y políticamente.

Una agravada desconfianza en las instituciones

La crisis de Bolivia es en primer lugar institucional, en la medida en que la gran mayoría de las instituciones del Estado han perdido la confianza de los bolivianos. No se confía en el poder ejecutivo, pues se piensa que hace tiempo gobierna para sí. No se confía en el poder judicial, en la independencia de los jueces o en la justicia de los resultados. Tampoco se confía en la Asamblea Legislativa: ha mostrado no estar a la altura para representar a los bolivianos.

La conducta incívica de los políticos en los espacios de debate institucionales fomenta el desdén de la población hacia ellos

Con la primera vuelta de las elecciones presidenciales en el horizonte (el próximo 17 de agosto), ni siquiera se confía en el órgano electoral: hay, entre algunos bolivianos, preocupaciones de que los comicios no sean limpios, y últimamente, también por parte de los propios políticos. Por ejemplo, el candidato del partido APB Súmate y alcalde de Cochabamba, Manfred Reyes Villa, afirmó en febrero que “nadie confía en el padrón” electoral. Una crisis de confianza que no deriva de una extrema susceptibilidad del pueblo boliviano, sino de observar a un Estado que, con la corrupción y la ineficiencia, ha hecho méritos para ello.

La crisis es también política, porque se ha perdido la confianza en toda la clase dirigente. No se confía ni en la derecha ni en la izquierda, ni en oficialistas ni en opositores, ni en nuevos ni en antiguos. Y, de la misma manera que con las instituciones, esta desconfianza es merecida. Se la han ganado: con su irresponsabilidad, con sus escándalos –que van desde casos de corrupción hasta peleas a puños en las cámaras legislativas–, con la constante ridiculización de las instituciones que representan. 

Se la han ganado con su desconexión de la realidad del país, con su ignorancia –cuando no su descarado cinismo– frente a la situación de millones de bolivianos. Y también con su incapacidad para dialogar, para apostar por consensos mínimos, para pensar en Bolivia más allá de sus propios intereses. Un ejemplo reciente lo confirma: el 19 de mayo, fecha final para inscribir candidaturas, se presentaron al menos diez pares distintos de candidatos. Seis de oposición y al menos tres que afirman representar lo que fue el partido de gobierno (el izquierdista MAS, Movimiento al Socialismo, del expresidente Evo Morales).

Inflación, trabajo informal, largas colas…

El problema de fondo es la falta de racionalidad política. No quiere ello decir que en la política boliviana no haya cálculo y estrategia –esto abunda–, sino que se ha abandonado todo intento más o menos serio de pensar al país. La política ha dejado de ser ese arte de deliberar sobre lo que el país es y lo que podría ser, de construir un proyecto común. 

Más del 80 % de la fuerza laboral del país trabaja de manera informal

La necesaria racionalidad ha sido reemplazada por una instrumentalidad estratégica: no se piensa en el país porque quienes deberían pensar en él no son capaces de salir de sí. En lugar de ordenar lo común, lo desordenan. Y hace tiempo que han dejado de procurar servir al pueblo que los elige. La política boliviana se ha convertido en una masa de egos y de ambiciones que acaba, en la mayoría de los casos, por aplastar al pueblo boliviano.

Hoy los bolivianos sufren las consecuencias de esta crisis política e institucional en forma de una crisis económica que día a día se agudiza. Este abril, a una economía ya frágil –con más del 80 % de su población trabajando de manera informal y un tipo de cambio paralelo que triplica el valor oficial– se le suma el alarmante 15 % de inflación interanual reportado por el Banco Central. 

Con ella, los bolivianos empiezan a perder. Pierden su capacidad de consumo, en la medida en que sube el precio de productos por el colapso cambiario que experimenta el peso boliviano. Pierden los ahorros de una vida, que la inflación lentamente empieza a consumir. Pierden el tiempo, al hacer largas colas para conseguir bienes básicos como gasolina, aceite, arroz y más. Y con todo eso, se deshacen también las ilusiones y la esperanza.

Bolivia enfrenta hoy las consecuencias de una larga ausencia –si acaso alguna vez ha existido– de la buena política: aquella que piensa y sueña el país. No la que simplemente deja vivir, sino la que aspira a vivir bien. La que sirve y no se sirve.. Esa política sobrevive –o tal vez solo existe– en el corazón de quienes, silenciosamente, aún se atreven a pensar Bolivia y a soñarla. Es ahí donde todavía habita la esperanza.

Un país en las garras de la irracionalidad

Bolivia se nos muere, por supuesto, a los bolivianos. Desde dentro y desde fuera, vemos a nuestra patria agonizar., sin importar nuestros colores políticos.

También se nos muere a los países de Sudamérica. Como ha señalado con razón Fernando Schmidt –embajador de Chile en Brasil y exsubsecretario de Relaciones Exteriores– en una columna, lo que ocurre en Bolivia debería alarmar a sus vecinos: el fuego que consume la casa del otro nunca está tan lejos como creemos. Su advertencia merece ser escuchada.

Pero el país también se les muere a quienes no son bolivianos ni sudamericanos. Su agonía lanza una pregunta al mundo –y sobre todo a Occidente–: ¿estamos listos para presenciar otro fracaso de la democracia? ¿Estamos preparados para asumir las consecuencias: una nueva crisis migratoria, el debilitamiento del Estado de derecho, el avance de fuerzas autoritarias?

En los meses que quedan para el bicentenario de la fundación del país, el mundo debe mirar a Bolivia con atención. Lo que allí ocurra no será solo consecuencia de sus conflictos y heridas internas, sino también síntoma de lo que sucede cuando una nación deja de pensarse, cuando ya no tiene un proyecto común, cuando cae en las garras de la irracionalidad.

La muerte de Bolivia –o la profundización de su enfermedad– será, por supuesto, una tragedia nacional y un motivo de tristeza y preocupación para los bolivianos. Pero esos vientos fúnebres señalarán también una derrota más del ideal democrático.

Un país nunca simplemente muere. Se nos muere.

Contenido exclusivo para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.

Funcionalidad exclusiva para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta para poder comentar. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.

Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.