«La Humanae vitae es hoy más relevante que nunca»

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Janet E. Smith, profesora de filosofía en Dallas
«La ‘Humanae vitae’ es hoy más relevante que nunca»Dublín. Algunos sectores consideraron la encíclica Humanae vitae como un gran error con el que la Iglesia católica perdía definitivamente el tren de la historia. Pero lo que preocupaba a Pablo VI no era la popularidad, sino las consecuencias negativas de la contracepción. Y el tiempo le ha dado la razón, pues ya son evidentes los primeros síntomas de la «cultura de muerte» que comienza a implantarse. Así dice la profesora norteamericana Janet E. Smith, estudiosa y divulgadora de la doctrina católica sobre familia y ética sexual.

Janet Smith, profesora asociada de filosofía en la Universidad de Dallas, es autora de Humanae Vitae: A Generation Later (Catholic University of America Press, Washington, 1991) y editora de Why Humanae Vitae Was Right: A Reader (Ignatius Press, San Francisco, 1993). También tiene publicaciones sobre la ley natural, la virtud, el acto moral según Tomás de Aquino, el aborto, la contracepción y diversos temas de bioética.

En mayo pasado, la profesora Smith viajó a Irlanda para dar una serie de conferencias en Dublín, Cork, Limerick y Belfast. Las declaraciones aquí reunidas están tomadas de una entrevista y de algunos textos de sus conferencias.

– Usted ha escrito y ha hablado mucho sobre la Humanae vitae (1968), del Papa Pablo VI. ¿Esta encíclica sigue siendo relevante hoy, 28 años después de su aparición?

– La Humanae vitae es sin duda el documento de la Iglesia más controvertido. Sin embargo, las enseñanzas de la encíclica son más relevantes que nunca, ahora que se empieza a reconocer las consecuencias negativas de la «cultura contraceptiva». Esta cultura es especialmente notoria en Estados Unidos, donde la mayoría de las parejas -tanto las casadas como las que no lo están- practican la contracepción.

Algunos sostenían que con la contracepción se lograría controlar la población, reducir el número de embarazos y de abortos no deseados y favorecer a los matrimonios. Por el contrario, Pablo VI afirmaba que la contracepción provocaría una decadencia moral general, menor respeto a las mujeres, un control coercitivo de la sexualidad por parte de los gobiernos, y que acabaríamos tratando nuestro cuerpo como una máquina. A diferencia de las predicciones de los heraldos de la contracepción, las de Pablo VI se han cumplido.

Pablo VI tenía razón

En ciertos lugares de Estados Unidos el 100% de las parejas que acuden a cursillos prematrimoniales han tenido ya relaciones sexuales: la gente se está casando con su pareja de hecho. Un total de 45 millones de norteamericanos padecen alguna enfermedad incurable de transmisión sexual. Se han disparado los embarazos de adolescentes. En la actualidad, el 30% de los niños que nacen en Estados Unidos son extramatrimoniales, frente al 6% en los años 60. Aunque todos los varones de California permanecieran vírgenes hasta el final de los estudios secundarios, seguiría habiendo el 70% del número actual de embarazos entre adolescentes: hay hombres mayores, «depredadores sexuales», que explotan a las adolescentes.

Se calcula que el 80% de los abortos corresponden a mujeres que no conviven con el marido. La mayoría de las mujeres que abortan lo hacen porque fallan los métodos anticonceptivos: al menos ese es el motivo más invocado. Esto supone que se descarga a los hombres de su responsabilidad. Resultado: han muerto 32 millones de no nacidos desde 1973 [año en que se liberalizó el aborto en Estados Unidos].

En la Conferencia de El Cairo se propuso destinar 18.000 millones de dólares anuales a distribuir anticonceptivos. Ni un céntimo para vitaminas o antibióticos, o para el suministro de agua potable.

¿Cómo es que Pablo VI estaba en lo cierto? La Iglesia repite que es experta en humanidad. Pero, sobre todo, está guiada por el Espíritu Santo. Por eso la Iglesia condena los contraceptivos: no porque tengan malas consecuencias, sino porque la contracepción es contraria a los bienes del matrimonio.

Sexo sin compromiso

– ¿Por qué?

– Primero, la fertilidad es un gran bien. En segundo lugar, la contracepción, como enseña Juan Pablo II, es un obstáculo para la entrega plena de uno mismo. Hay algo mucho más profundamente unitivo en un acto de unión sexual sin contracepción. Es la diferencia entre decir: «quiero ser el padre o la madre de tu hijo», y decir: «quiero satisfacer mis deseos sexuales». Un acto sexual abierto a la vida es un modo muy profundo de que dos se hagan uno. Los niños están unidos de manera natural a sus padres, y el vínculo entre los hijos y los esposos mantiene unida a la familia cuando surgen problemas.

La Iglesia enseña que un acto sexual en que se emplean métodos anticonceptivos no es un verdadero acto conyugal. No es en realidad un acto marital de amor porque no expresa de manera plena el significado de la unión sexual: los miembros de la pareja no se entregan mutuamente del todo. Rechazan algo que pertenece al acto sexual, que es la fertilidad. Es muy cómodo tener trato carnal con casi cualquiera cuando se suprime el poder procreador; pero en realidad sólo los esposos que se unen sin contracepción respetan ese poder. La unión sexual, cuando se cierra a la vida, pierde gran parte de su significado: se convierte en un acto momentáneo sin compromisos para el futuro. En cambio, el acto sexual abierto a la vida apunta en sí mismo al futuro del hijo.

Además, considero muy importante advertir que la mayoría de los anticonceptivos son perjudiciales para la salud de la mujer. Creo también que favorecen la explotación de la mujer, lejos de reducirla, y que cualquier mujer que se estime no querría usarlos. Los anticonceptivos abren la puerta a una cantidad enorme de abusos contra la mujer. Cuando un hombre ama de verdad a una mujer, está dispuesto a casarse con ella y tener hijos con ella. La contracepción hace a la mujer sexualmente disponible sin exigir compromiso.

La planificación familiar natural (PFN), en cambio, es compatible con los planes de Dios, además de tener casi un 100% de éxitos. El ciclo sexual es algo dispuesto por Dios. La contracepción es como vomitar para seguir comiendo; la PFN es comparable a una dieta. La PFN exige sacrificios mutuos, fortalece la relación de los esposos con Dios y favorece la mis-ma relación conyugal.

Desobediencia ciega

– ¿Puede haber alguna circunstancia en que sea admisible emplear medios anticonceptivos?

– No como anticonceptivos: no existe ninguna razón que autorice a los esposos a violar el significado del acto sexual. Las mujeres pueden someterse a tratamientos hormonales con posibles efectos anticonceptivos, pero que se emplearían con independencia de que las pacientes tuvieran o no relaciones sexuales. En ese caso, la mujer no los usa con vistas al acto sexual, sino para remediar algún trastorno. Así pues, la respuesta es que no existen razones que justifiquen el uso de los anticonceptivos como anticonceptivos.

– ¿Conocen los católicos las enseñanzas de la Iglesia?

– Algunos que cuestionan las enseñanzas de la Iglesia critican lo que ellos llaman la «obediencia ciega» que supuestamente el magisterio exige. En cambio, yo acostumbro hablar de «desobediencia ciega»: muchos rechazan las enseñanzas de la Iglesia sin conocerlas. Un ciclo de conferencias que imparto allá donde voy se titula «La Humanae vitae y la cultura contemporánea». En ellas trato de explicar cuáles son los valores modernos que aceptamos simplemente por vivir en la edad actual. En cierto sentido, intento hacer ver a los católicos que están más influidos por las opiniones de moda que por su Iglesia.

– ¿Cómo han impregnado nuestra sociedad esas ideas de moda?

– Hemos creado una cultura de la muerte y no nos damos cuenta de las consecuencias. En realidad, no nos damos cuenta de que cuando se legaliza el aborto o la eutanasia, es de esperar que la gente utilice la muerte de otras personas como solución a ciertos problemas. Si buscamos la raíz de la eutanasia, llegamos fácilmente al aborto; pero tenemos que dar un paso más y remontarnos a la contracepción: en realidad, la contracepción es un acto contra la vida.

La lógica de la muerte

A este respecto, la primera sentencia importante del Tribunal Supremo norteamericano no fue Roe v. Wade [por la que se liberalizó el aborto en 1973]: fue Griswald v. el Estado de Connecticut, a principios de los 60: un recurso contra la ley de ese Estado que prohibía la venta de anticonceptivos. La mayoría de los Estados tenían leyes similares, pues los anticonceptivos se consideraban corrosivos para la sociedad. El Tribunal Supremo, basándose en lo que llamó «derecho a la privacidad», dictó que las parejas, en sus dormitorios, podían hacer lo que quisieran, y el Estado no tenía facultades para inmiscuirse. Ese «derecho a la privacidad» fue precisamente el que se blandió para legalizar el aborto en 1973 y el que se está empleando para legalizar la eutanasia en 1996.

Dos recientes sentencias de sendos tribunales de apelación, de San Francisco y de Nueva York, concluyen que las leyes contra la cooperación al suicidio son inconstitucionales. Los fallos hacen referencias expresas al caso Roe v. Wade y a otras sentencias posteriores que corroboraron la legalización del aborto. Si el aborto es legal, no hay base en el Derecho para oponerse a la eutanasia. Si uno puede matar a otro, también puede matarse a sí mismo.

No se puede frenar el aborto mientras no se frene la contracepción. El aborto se hace necesario una vez que se admite la contracepción, y la eutanasia resulta inevitable una vez que se admite el aborto. Hay una conexión ineludible entre contracepción, aborto y eutanasia. Y todo eso está en la encíclica Evangelium vitae: desde la muerte como solución para Caín a la muerte como solución a un embarazo no deseado y a la muerte como solución al excesivo envejecimiento de la población. En nuestra época hemos empezado a institucionalizar la muerte para resolver nuestros problemas.

Creo que la Evangelium vitae, por así decir, da a los católicos -a los cristianos- el programa de acción para el siglo que viene.

Signos de esperanza

– Ante este panorama, ¿ve usted motivos para la esperanza?

– Veo motivos para la esperanza en la gente joven. Hoy se observan dos grupos principales entre los jóvenes. Hay unos muy fervorosos (en la Universidad de Dallas el 10% de los 1.200 estudiantes asisten a misa diariamente; creo que es porque quieren al Papa); algunos de ellos saben qué es la santidad y reciben los sacramentos. También hay otro grupo nu-meroso, indefinido, amorfo, de jóvenes indiferentes: no son hostiles a la religión, pero la consideran sólo como una opción más que quizá querrán probar algún día, pero no ahora.

Como Vd. sabe, existe un vibrante apostolado seglar que está formando a jóvenes para que sean apóstoles y evangelizadores. Este fenómeno tiene una asombrosa influencia entre los jóvenes, que se ven atraídos por sus compañeros. En la Universidad de Dallas, los jóvenes comprometidos en este apostolados son los más atrayentes e inteligentes, de modo que los otros van detrás de ellos. Se observa, en fin, un incipiente renacer católico, pequeño pero real, y se debe en gran parte a Juan Pablo II. Verdaderamente, este Papa ha despertado a los católicos.

James HurleyLos padres se lavan las manosThe Human Life Review (vol. XXII [1996], n. 2) publica un artículo de Brad Stetson -director del David Institute, organización dedicada al estudio de temas sociales-, quien ve en la crisis de la paternidad en Estados Unidos una consecuencia del movimiento pro-choice.

Hoy existe acuerdo general en que en este país hay una crisis de la paternidad. Ya se trate de padres irresponsables, padres ausentes u hombres que nunca han aceptado la paternidad de sus hijos, muchos norteamericanos han decidido unilateralmente que su conducta sexual no les crea ningún deber moral hacia la descendencia que de ella resulte.

Últimamente ha habido un alud de detallados estudios sociológicos sobre las consecuencias personal y socialmente destructivas de esta tendencia. Sin embargo, sólo unos pocos han planteado la evidente pero políticamente incorrecta posibilidad de que la decadencia de la paternidad en nuestro país esté significativamente relacionada con el ethos social implantado en las tres últimas décadas para apoyar el movimiento pro-choice. Si atendemos a los efectos psicológicos que tiene en los hombres nuestra saturación cultural con el principio de la choice, no es difícil comprender por qué los hombres se están haciendo pro-choice con respecto a la paternidad.

El principio «mi cuerpo es mío y hago con él lo que quiero» (…), según el cual los actos personales y corporales -como el acto sexual- sólo comprometen moralmente si uno quiere, no se ha limitado sólo al tema del aborto. Insistentemente repetido durante años, ha llegado a instalarse en la conciencia de la gente como una piedra de toque universal para determinar cuáles son los personales deberes morales. Así, las mujeres deciden si se convierten en madres o, más exactamente, si dan a luz el hijo que han concebido: deciden si se convierten en madres en el sentido social de la palabra. Pero los hombres no deciden ser padres. De hecho, las mujeres, optando por abortar o no, deciden por los hombres si éstos se convierten en padres y si estarán legalmente obligados a pagar, durante casi dos décadas, una sustancial cantidad de dinero para la manutención del hijo.

(…) ¿Por qué -puede pensar un hombre- tengo que ser yo responsable, cuando ella habría podido abortar? Si ella decide ser madre, me parece muy bien; pero ella no tiene por qué condicionar mi futuro económico y social decidiendo por mí si voy a ser padre.

(…) Pero, además de fomentar la crisis de la paternidad, la cultura pro-choice ha contribuido también a que los padres se desentiendan de sus hijos, puesto que sus hijos no son socialmente sus hijos a menos que la mujer lo quiera. De ahí que algunos hombres estén mal preparados psicológicamente para participar en la crianza de sus hijos una vez que han nacido, pues no permiten que se desarrolle en sí mismos el sentido paterno, evidentemente para no sufrir la pena de perder un hijo por aborto después de haberse encariñado con él.

(…) Es comprensible que un hombre se muestre indeciso para emprender el camino de la paternidad, existencialmente tan profundo, si no está seguro de que su hijo va a nacer, ni poder para asegurarlo.

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