Puede parecer una afirmación dura, pero es lo que arrojan las cifras de distintos estudios: consumir pornografía aumenta las probabilidades de infidelidad en la pareja, de frustración sexual y de ruptura, y aumenta las de sentirse infelices con la relación y con la vida en general. Con todo, más allá de estas consecuencias negativas, algunos autores subrayan que, para no caer en –falsas– soluciones parciales, es necesario evidenciar la intrínseca inmoralidad del porno.
En un estudio llevado a cabo por investigadores de la Universidad de Denver (Maddox et al., 2012), se hizo un seguimiento de tres años (2007-2010) a más de 930 personas que tenían relaciones afectivas, pero que no estaban casadas, y se pudo detectar que consumir pornogafía en pareja, lejos de ser un medio para consolidar el vínculo –aquello de que “¡nos da nuevas ideas para nuestra relación!”, que algunos le presuponen al porno–, aumentaba en un 70% las probabilidades de que uno de ellos incurriera en infidelidad; un incremento mucho mayor del que provocaban los episodios de agresión física (30%). Así pues, parece que el mencionado tipo de materiales terminó provocando que el personal fuera a experimentar esas “innovaciones” fuera de la pareja.
Pudiera argumentarse en estos casos que, al no haber vínculo matrimonial, es entendible que la pornografía tenga más posibilidades de hacer estragos. Pero no: para los matrimonios también puede ser devastadora, independientemente de cómo se consuma.
Al final de camino, el despeñadero
Al terminar la primera década del siglo, la socióloga y filósofa Mary Eberstadt y la psiquiatra Mary A. Layden examinaban en “Los costos sociales de la pornografía” los datos del General Social Survey, de EE.UU., para evaluar el impacto del uso de porno en varios indicadores de satisfacción con la vida matrimonial.
Los resultados, apuntaban las autoras, “informan que entre las personas que alguna vez han estado casadas, aquellas que reportan haber visto una película con clasificación X en el último año tienen un 25,6% más de probabilidades de estar divorciadas, un 65,1% más de probabilidades de reportar haber tenido una aventura extramatrimonial, un 8,0% menos de probabilidades de tener un matrimonio ‘muy feliz’ (si todavía están casados) y un 13,1% menos de sentirse ‘muy felices’ con la vida en general”.
Según un sondeo en EE.UU., un veinteañero que no consume pornografía tiene una probabilidad de divorciarse del 9%, frente al 51% de quien sí la consume
Hallazgos parecidos han publicado recientemente los profesores Brian J. Willoughby y Jason S. Carroll, expertos en estudios de familia en la Brigham Young University. En un ilustrativo artículo –“Cinco razones por las que el porno es malo para tu matrimonio”–, citan algunas estadísticas que refuerzan la tesis del enunciado: una investigación de ocho años atrás (Perry, 2017), con una modesta muestra de 445 norteamericanos casados, halló que aquellos que en 2006 habían visto contenidos porno (lo mismo un consumo mínimo que voraz) tuvieron dos veces más posibilidades de estar ya separados en 2012.
Otra pesquisa del mismo autor y un colega (Perry & Schleifer, 2017), esta vez con más de 2.000 compatriotas casados y con un período de observación de 2006 a 2014, obtuvo como resultado que un veinteañero que jamás había consumido pornografía tenía una probabilidad de divorciarse del 9%. Aquel que, por el contrario, sí la había consumido, tenía un 51% más de papeletas para que su relación terminara fracasando.
Todos estos datos conducen a una evidencia: al final de las “nuevas ideas para revitalizar la relación” suele haber un despeñadero.
Expectativas de difícil cumplimiento
Sucede que no hay modo de que el porno quede bien en la foto del matrimonio, por varios factores. Uno puede ser el intento de llevar a la realidad la propia ficción del material pornográfico, en el que se presentan situaciones muchas veces de imposible concreción en las relaciones sexuales humanas, y en las que la mujer se lleva la peor parte.
Según explica el sitio web Fight The New Drug (“Combate la nueva droga”), especializado en recursos contra la pornoadicción, las mujeres que participan en estos filmes “siempre están en su mejor momento” y son “eternamente jóvenes”, toda vez que unas pasan por el quirófano para retocarse, mientras que otras, lo que no logran con el bisturí lo alcanzan con retoques digitales en la pantalla. ¿El resultado? Mujeres milimétricamente “perfectas”. Así, la comparación con la propia pareja puede ser un serio motivo de insatisfacción y, más temprano o más tarde, de ruptura.
“En lugar de fomentar la intimidad conyugal –apuntan sobre esto Willoughby y Carroll–, las investigaciones sugieren que la pornografía podría ser simplemente una forma fácil de generar insatisfacción y frustración con la pareja en la vida real en la intimidad. Un estudio reciente con 3700 adultos estadounidenses relacionó el consumo frecuente de pornografía con una menor satisfacción sexual”.
Inducir unas expectativas de difícil cumplimiento no es, sin embargo, la única trampa, nos recuerda la psiquiatra Mary Anne Layden, citada por FTND: “También se presenta a las mujeres como deseosas de tener sexo en cualquier lugar, en cualquier momento y con cualquier persona, y están encantadas de ir tan lejos y con tanta agresividad como uno o varios compañeros quieran.
¡Y esto, antes de los smartphones!
Tal situación de sometimiento y de asentimiento automático e incondicional a lo que se le ocurra al varón se desvía 180 grados de lo que sucede realmente en el matrimonio, en el que los cónyuges no están disponibles “24/7” para las relaciones íntimas y en el que, además, existen límites en el modo en que dichas relaciones se desarrollan. Uno de ellos, fundamental, es no causar daño físico o moral al cónyuge.
En 2003, los abogados de familia de EE.UU. informaron que en el 56% de los casos de divorcio había influido el “interés obsesivo” de uno de los miembros por las webs pornográficas
El problema, sin embargo, es que cuando el porno se vuelve “manual de sexualidad” en el que aprender lo que después ha de llevarse a la práctica en las relaciones sexuales informales o en el ámbito matrimonial, la realidad se desfigura. El singular título del informe Rothman et al., 2015: “Sin el porno… no sabría la mitad de las cosas que ahora sé”, elaborado a partir de los testimonios de jóvenes estadounidenses de 16 a 18 años, refleja la tendencia: muchos de los entrevistados dijeron que veían pornografía con el objetivo de “aprender”, y confesaron que habían intentado reproducir personalmente lo aprendido. De hecho, entre las chicas encuestadas, muchas dijeron haberse sentido presionadas por sus parejas masculinas para replicar lo que habían visto en pantalla.
Si más tarde llegan al intercambio de anillos, muy probablemente arrastrarán consigo esas percepciones equivocadas y peligrosas de las relaciones sexuales. Para muchos será así, presumiblemente, porque se calcula que más del 70% de los adolescentes ha accedido a esos contenidos, “accidentalmente” o a propósito, señala CommonSense.
Como consecuencia, puede que acaben confirmando o aun reforzando el hallazgo de la American Academy of Matrimonial Lawyers en el ya muy lejano 2003, cuando los abogados de familia informaron que, en el 56% de los casos de divorcio gestionados por ellos, había influido el hecho de que una de las partes mostraba un “interés obsesivo” por las webs pornográficas.
Y era 2003, mucho antes de la masificación de los teléfonos inteligentes…
El golpe de la inseguridad
No hay manera, por otra parte, de que el porno contribuya a la estabilidad y el cultivo de la confianza mutua en la pareja, sea que estos contenidos se consuman abiertamente –el no consumidor sabe que el otro ve estas imágenes, o las ven los dos–, sea que uno de ellos lo oculte y el otro llegue a enterarse de modo fortuito.
Sobre esta última posibilidad, Willoughby refiere, en un estudio de 2017, que el 40% de los consultados que ve porno lo hace a espaldas de su pareja. Si esta lo descubre, no hay quien salga ileso: a la sensación de vergüenza o culpa del que ha sido pillado se le añade la que experimenta quien ha hecho el descubrimiento, que se siente traicionado, lo que puede incidir en un distanciamiento afectivo.
Spencer y M. Butler abordaron en 2009 la cuestión en un informe sobre la experiencia de desengaño y desapego emocional que habían experimentado 14 esposas que habían descubierto la afición de sus maridos al porno. Según contaron las mujeres, la noticia les había originado un “distanciamiento o desconexión” respecto a ellos y “una sensación general de haber sido traicionadas y perjudicadas”. Como consecuencia, confesaron haberse sentido desde ese momento más emocional y psicológicamente inseguras.
Una inseguridad que toma causa, en parte, del hecho de compararse con los “incansables” y “físicamente perfectos” personajes de la ficción porno. Y también, por supuesto, de la amarga sensación de no ser ya suficiente uno mismo o de no estar haciendo lo adecuado para mantener la atracción de su cónyuge.
Lo tristemente llamativo es que, aun en los casos en que el no consumidor desconoce en qué anda su pareja, recibe de refilón el golpe derivado de la conducta de esta. Como explica Willoughby, con los datos del estudio “The Porn Gap: How is Pornography Impacting Relationships Between Men and Women Today?”, de 2021, el consumo escondido se asocia con una menor satisfacción sexual para el otro miembro de la pareja. “Esto sugiere que el acto de ocultar pornografía probablemente cambia la forma en que las parejas interactúan entre sí; hasta el punto de que incluso si uno de los cónyuges no es consciente del consumo de porno, de todos modos percibe que algo anda mal en su relación”.
Ahora bien, si el engañado se entera, ¿es posible que ambos vuelvan a mirarse a los ojos sin resquemor? “Siempre lo es –asegura Willoughby a Aceprensa–. Ha habido una violación de la confianza entre los miembros de la pareja que necesita ser reparada, y esta reparación requiere tiempo y esfuerzo de ambos. Obviamente, el grado de dificultad dependerá del contexto del descubrimiento. Factores como la religiosidad de la pareja, la naturaleza de la pornografía que se ve y la frecuencia de consumo influirán en la dificultad del proceso de reparación”.
Según Eberstadt y Layden, oponerse al porno solo por sus efectos en la pareja, y no por su intrínseca inmoralidad, supomne una respuesta incompleta al problema
En paralelo, estará el arduo proceso de intentar desarraigar la imagen distorsionada de la sexualidad introducida por el consumo. “Puede ayudar mucho –nos dice– caer en la cuenta de que la pornografía a menudo representa una versión de intimidad centrada en uno mismo. La intimidad sana se basa en la conexión física y emocional de la pareja. Una buena manera de reducir el impacto del consumo es mantener una comunicación abierta para encontrar comportamientos que conecten, en lugar de obsesionarse con lo que solo uno quiere”.
No son solo las consecuencias…
En un tiempo de tanta desinhibición, en que cualquiera (ojo: de cualquier edad) aparece ante una cámara para contar sus fantasías sexuales y sus fetichismos –para comprobarlo, basta con ver cinco minutos de “First Dates”–, la interrogante sería por qué tantas personas todavía les ocultan a sus cónyuges que ven porno. ¿Por qué esconder una cosa “buena” o, como mínimo, “inocua”?
La respuesta no es nada compleja: porque el consumidor es consciente de que, en efecto, el porno causa daño. No solo a las personas que “actúan”, que, por supuesto, muchas de ellas son auténticas víctimas: hay historias de dolor, de mucho dolor –de violencia, de secuestros, de abuso, de abandono– detrás de las risas y la “alegría” que aparecen en pantalla. También es daño a uno mismo y al entorno inmediato, y ello, sin poder lograr –pese al consumo de contenidos sexuales cada vez más extravagantes o violentos– el “no va más” de la satisfacción.
Eberstadt y Layden, sin embargo, proponen una razón para oponerse a la pornografía que va más allá del daño: “La prostitución ha sido estigmatizada y considerada incorrecta en muchas sociedades durante siglos. Sin embargo, dicha estigmatización no suele justificarse apelando a las consecuencias inmediatas de la prostitución, sino más bien en el entendimiento de que es intrínsecamente incorrecta”.
De igual modo, aun cuando no quedara delimitado el daño que inflige el porno –y no siempre es posible trazar un algoritmo exacto de pasos que conduzcan del visionado al perjuicio concreto para la persona o para su matrimonio–, las autoras recuerdan que este tipo de consecuencias “no siempre son el fundamento más decisivo de la ley”, y que de hecho, habría leyes que no podrían justificarse si tuvieran que depender de la prueba de daños materiales.
Lo ejemplifican con un conocido caso judicial sobre la segregación en centros educativos norteamericanos en la década de 1950 (Brown vs. Board of Education, de 1954). Según Eberstadt y Layden, “no fue la evidencia que mostraba los daños causados a los niños negros segregados en las escuelas públicas (…) lo que hizo de ese caso un hito, sino el reconocimiento de que habían sido tratados según las máximas de un principio injusto”.
Así también, en el caso del consumo de pornografía es difícil que a ninguna conciencia se le escape la inmoralidad del acto, por más que en casa todos estén “enterados y contentos”. “Algunas cosas son simplemente incorrectas en principio –recuerdan las autoras–, independientemente de si se demuestra un daño particular”.