MP3: la música a bajo coste

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Las casas discográficas intentan parar el nuevo formato digital
Se llama mp3.com. El usuario puede encontrar en este sitio de Internet casi toda la información disponible sobre el nuevo formato de almacenaje de música. También puede cargar muestras que le permitan comprobar la calidad y sencillez de uso con el único coste de un tiempo de conexión. Es bueno, no muy complicado y barato. A la industria discográfica le parece peligroso. ¿Por qué?

El mp3 es un desarrollo para sonido del formato MPEG. La siglas MPEG responden a Moving Pictures Experts Group. Su trabajo se centra en el desarrollo de tecnologías de compresión del almacenaje digital de imagen y sonido. Una abreviatura -USA, IBM o MPEG- es un mensaje comprimido. Las palabras ocupan menos espacio y dicen lo mismo porque se sabe lo que significan. La codificación -en este caso, la compresión- perfecta es la que permite recuperar la información sin degradación: lo que se descomprime es idéntico a lo que se comprimió.

Los usuarios de informática están muy habituados a este modo de trabajo y, por tanto, de archivo y transporte. Un texto tecleado en un procesador necesita, como es lógico, de una información menor que el scanner del texto, ya que este último es la imagen de la página, y una imagen es un número de puntos que pueden responder tanto al texto como a la foto de su autor. La información que se precisa si queremos escuchar nuestro texto es todavía mayor: todo sonido incluye una información compleja que no aumenta el contenido del mensaje, sino el sentido externo por el que se conoce. Si quisiéramos utilizar el texto en los créditos de una película habría que recurrir a un formato todavía más complejo, de mayor tamaño: no hemos aumentado el mensaje pero, al presentarlo de otro modo, el volumen que exige sigue multiplicándose.

No tan versátil

La elaboración del MPEG 1 y 2 permiten a la industria del cine, la radio y la televisión disponer de un excelente proceso de codificación que hace posible el archivo y la transmisión de sus contenidos sobre cualquier plataforma digital. De esta manera, la información -textos, fotografías, sonidos o imágenes en movimiento- no sólo se transforma en código digital -unos y ceros-, sino que, mediante el proceso de compresión, se transmite con mayor velocidad: la información codificada es un mensaje más simple y de menor tamaño -lo que facilita su envío y manipulación- que es descomprimido en el punto de acceso donde es utilizado por el usuario, con el objetivo de realizar este proceso «en tiempo real». La emisión es archivada informáticamente en una central a la que se accede o en un soporte que se adquiere. La tecnología MPEG ha permitido el DVD.

Desde la aparición del DVD (ver servicio 103/97) se ha especulado cuál sería la versatilidad de uso de este avance tecnológico. La estrategia de convergencia que orienta hoy a todo el sector de la comunicación intenta sacar el máximo partido de cada una de las nuevas soluciones y limitar su número. El DVD viene a sustituir al vídeo como forma de distribución del cine de uso doméstico. Asimismo, su enorme capacidad de almacenaje ha permitido ofrecer al sector informático un soporte que convertiría al actual CD-ROM en una especie de floppy de los próximos años. La disquetera incorporada al ordenador puede acabar en una mera opción como lo es el plato de discos de vinilo en las cadenas de música.

Con un parque de reproductores cada vez más consolidado, el DVD se presentó en su momento como una potente fórmula a disposición de la distribución de la música. Su coste de producción, unas tres veces el del CD, permite almacenar hasta veinticinco veces más música con la misma calidad que el usuario ha disfrutado desde la comercialización de la música digital en 1982. Para la industria del disco, el DVD también es un producto incómodo.

El ataque en retirada

Las multinacionales del disco han dado al DVD un sospechoso «no sabe / no contesta». La estrategia es un ejemplo casi perfecto de la diferencia entre crear una demanda o crear la necesidad de una demanda. Como en el cuento de O. Henry, si los indígenas no compran zapatos, porque van descalzos, sembremos el suelo de cristales rotos.

La siembra consiste en convencer a la humanidad de que el sonido del CD no sólo es mejorable, sino que lo es de modo imprescindible. No basta lo bueno si se puede tener lo mejor. ¿Hay algo mejor? Sí, se llama «24 bit, 98 KHz». Es la respuesta que todos deseábamos oír: lo que queríamos saber aunque no nos atreviéramos a preguntarlo. Lógicamente, su almacenamiento exige un mayor espacio de información. Un soporte mayor permite, por fin, la calidad que la humanidad se merece aunque implique la adquisición de un equipamiento completamente nuevo y el trabajo con un formato todavía más difícil de gestión y completamente desventajoso a la hora de transferirlo por los todavía lentos canales de Internet. Es este el seguro que parece buscar el sector discográfico para evitar su uso en la red y para incluir menos música en el DVD. Poco importa que todo el sector de grabación tenga que reestructurarse ante este nuevo «dogma acústico». El mundo del disco ha descubierto el Cinerama y, ante este Vega Sicilia, ¿quién osará conformarse con el vino de cartón?

Lo bueno y lo mejor

El mayor obstáculo que ha encontrado esta arriesgada huida hacia adelante se llama Internet. Luchando contra su mayor limitación tecnológica -la precaria situación de los canales de transmisión-, este incontrolable fenómeno está demostrando una asombrosa capacidad de sintonía con las necesidades reales del usuario. Siguiendo la máxima de Spielberg, hacen las películas que les gustaría ver, convirtiéndose en uno de los mejores bancos de pruebas para la búsqueda de los nuevos caminos que permiten optimizar el acceso a la información.

Una fórmula ingeniosa, pero provisional, está siendo «el disco a la carta». El CD es fabricado según el repertorio favorito del comprador y se recibe por correo previo pago. La oferta de títulos es amplia pero lógicamente limitada: no es grande el número de compañías que ven con entusiasmo la desaparición de eslabones en la cadena mediante un sistema en el que el comprador, sin moverse de casa, compra lo que quiere y como lo quiere.

Pero la búsqueda de soluciones del audio que precisaba el DVD ha dado lugar a un inesperado hallazgo: el mp3. Este extraordinario formato de compresión de audio digital reduce a la décima parte el tamaño de almacenaje del audio de un CD. No hay que cambiar más que la forma de archivo para permitir diez veces más música de la que contiene en la actualidad. La menor calidad de su reproducción es discutiblemente apreciable: mp3 comprime y descomprime de una manera asombrosamente competitiva y sus ficheros se transmiten en un tiempo diez veces menor.

El miedo de las casas discográficas

El pánico de las casas discográficas es paralelo al entusiasmo del resto de los implicados: los músicos, los aficionados y todo el sector tecnológico independiente de los prejuicios de las multinacionales del disco. El acoso legal no puede demostrar que la compra y uso de un aparato de menor tamaño y peso que un walkman deba ser prohibido basándose en la sospecha de un uso criminal.

Nadie ignora la proliferación de música «pirata» en formato mp3 y que su distribución tiene la flexibilidad inapresable de la anguila, ya que, en la gran mayoría de los casos, la disponibilidad de su acceso es tan gratuito como el software que permite su manipulación informática. Poner gratuitamente música en la red no es delito mientras no se pruebe lo contrario.

En claro contraste con otros sectores que abaratan sus productos rentabilizando las poderosas tecnologías que utilizamos en este final del siglo, la música disfruta de un margen comercial cada vez más escandalosamente inaceptable. Un sector como el informático da cada vez más por menos, por mucho menos. Un CD-ROM, o dos, acompaña muchas de las revistas especializadas. No parece razonable recurrir una y otra vez a argumentos que, si de algo convencen, es del cada vez mayor distanciamiento entre oferta y demanda del producto musical.

El precio de la música

Es obvio que el margen de beneficio es imprescindible para amortizar la inversión. Pero el aficionado se pregunta por qué cada vez se hace más cine y con producciones astronómicas que, bien comercializadas, pasan casi a la condición de dominio público en un cada vez más breve lapso de tiempo. ¿Qué inversión supone reeditar por enésima vez una «nueva» antología de Elvis Presley? La industria del disco no tiene mayores gastos de distribución ni de promoción que la del cine. Los derechos de los autores, artistas y músicos, de los que la industria se considera único defensor frente al abuso de la «piratería», son asombrosamente menores de lo que se piensa: con el disco gana, fundamentalmente, la compañía discográfica. Estas empresas llevan ya mucho tiempo instaladas en el papel de portavoces de su propia «tragedia». Al escuchar sus declaraciones, uno acaba pensando que son las únicas víctimas del «holocausto pirata», y que sus consecuencias en el negocio musical no son comparables a las que sufren el sector informático o el de la ropa de marca. Si no fuera así -parecen concluir-, resultaría difícil explicar los singulares beneficios de Microsoft o de Benetton.

Junto a la magnitud de este abuso, conviene recordar que, en un alarde de presunción de delito, todo producto -aparato o soporte- que permite la copia está gravado por un canon que acaba, en función de las cuotas de mercado, indemnizando el daño real, o supuesto, de las compañías. Si en 1998 los franceses han adquirido 30 millones de CDs grabables y «se estima» que un millón y medio se han destinado a «piratear» música, no debemos buscar más razones para explicar nuestra gestión deficitaria: gravemos al que graba sin preguntar lo que graban, al menos, veintiocho millones y medio de franceses.

Así, la filantropía de una buena parte de la industria -con una sólida leyenda más o menos negra en torno a la prácticas de fraude practicado a expensas de los que le dan de comer: autor, artista y, lo que es más universal, compradores- no es sino una singular caridad que empieza -y termina- por ella misma.

Un lenguaje universal

Es un lugar común referirse a la universalidad del mensaje musical, pero no conviene perder de vista que es un lenguaje sometido a una libertad de expresión controlada por una estructura fundamentada en un solo concepto: copyright.

La defensa y administración del derecho de copia es un argumento cada vez más vulnerable y más denunciado por quien ve amordazada su voz por la única razón de que el mensaje no interesa al que da y quita la palabra basándose en el interés, no del que habla o del que escucha, sino del que decide cuando, cómo y de qué tema se debe hablar y determina unilateralmente el precio de la conversación. La industria discográfica se puede quedar sin papel en la función si se empeña en hacer de perro del hortelano.

A cambio de su trabajo, el artista que logra la proeza de ser aceptado en la maquinaria de una compañía discográfica percibe, o debería percibir, una retribución que participa de los ingresos que la comercialización de su talento puede obtener. Estos ingresos pueden desglosarse en cuatro conceptos: venta de discos, derechos de copia, ingresos por actuación pública y comercialización de otros productos. La distribución de la música en la red -incluso la gratuita-, lejos de afectar a los dos últimos conceptos, es su mejor incentivo: el usuario satisfecho pasa a ser cliente habitual.

La fórmula es vista por un número cada vez mayor de artistas como la mejor manera de obtener un medio de vida en régimen de mayoría de edad. No se ignoran los inconvenientes, pero, ante la ausencia de una alternativa mejor, prefieren que sea el público el que juzgue sin intermediarios la calidad de su trabajo: hay quien denomina esta estrategia «free music philosophy», y utiliza el doble sentido que en inglés tiene la palabra libre: gratis es libre. Según un asequible argumento de color darwinista, el oligopolio discográfico es el dinosaurio y lleva las de perder.

Un ambiente similar rodeaba, a finales de los años setenta, la proliferación de las independientes. Veinte años después, el mismo argumento cuenta a su favor con una importante ventaja: las armas han cambiado. La música dispone ahora de un soporte inmaterial que permite su distribución sin otro límite que la velocidad de difusión y el volumen de usuarios potenciales; la improbable vuelta atrás desde la aparición de Internet garantiza la progresiva optimización del medio y de su impacto global. En palabras de Tom McParland, presidente de TCI Music, «las multinacionales han sacado sus cabezas de la arena, pero tienen aún los pies en el cemento».

Si no puedes vencerlos, únete a ellos

En junio del pasado año una noticia hizo temblar los cimientos del mundo discográfico. La poderosa multinacional holandesa Philips anunciaba el inicio de la negociación para vender su participación en el grupo de entretenimiento PolyGram. La multinacional Seagram ha cerrado un acuerdo de 10.400 millones de dólares que ha dado lugar a Universal Music Group.

El grupo Seagram tiene su cuartel general en Montreal y, con 25.000 empleados, es uno de los principales nombres del negocio de las bebidas alcohólicas: Chivas, Four Roses, Passport, Château Lafite, Sandeman o Martell son algunas de sus marcas más conocidas. Su inversión se ha extendido al mundo del entretenimiento con la compra de Universal y de sus legendarios estudios, convertidos en uno de los principales parques temáticos de la industria cinematográfica. Tras vender su participación en Time Warner, Seagram ha anunciado la ampliación de su actividad en el cine, la televisión, los centros comerciales y la música grabada. La nueva división discográfica comercializa, al menos, quince grandes sellos: desde la Deutsche Gramophon de Karajan hasta la Island de U2.

El grupo Philips se centra a partir de ahora en el desarrollo electrónico. Inventor de la casete y del CD, este último en su alianza con Sony, tras vender más de 600 millones de lectores ha comenzado la comercialización de sus grabadores de CD para uso doméstico indicando uno de los modos de despertar de la pesadilla «pirata»: dar al comprador la posibilidad de afirmar con orgullo que ha hecho un CD «tan único como yo».

José Miguel Nieto

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