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Dostoievski y la esperanza cristiana

publicado
DURACIÓN LECTURA: 13min.
Dostoievski
Dostoievski en 1880, seis meses antes de su muerte

Dostoievski en 1880, seis meses antes de su muerte.

 

Se cumplen doscientos años del nacimiento de Fiódor Mijáilovich Dostoievski (Moscú, 11-11-1821 – San Petersburgo, 9-02-1881). La efemérides supone una nueva ocasión de adentrarse en la vida y obra de este escritor esencial, de este gran pensador metafísico para quien “no se puede vivir sin resolver la cuestión sobre Dios y el diablo, sobre la inmortalidad, sobre la libertad, sobre el mal, sobre el destino del hombre y la humanidad” (Nikolái Berdiáiev).

Dostoievski es un autor profundamente cristiano, no solo por los valores que describe y defiende, sino también por la perspectiva que adopta. Si la buena teología nos enseña que cuanto más grande es Dios, más grande es el hombre, él añade que cuanto más grande es el hombre (también sus miserias), más grande es Dios (también su misericordia). Ese desvelamiento de la naturaleza paradójica del ser humano, que constituye el gran descubrimiento del pensamiento cristiano frente a la elevada sabiduría griega (Charles Moeller), es el que Dosto-ievski muestra a través de infinitas e imbricadas páginas llenas de una oscuridad muy luminosa.

Más aún que un maestro insigne, Dostoievski puede ser considerado un verdadero genio, de esos que surgen en la historia de la literatura para comprendernos a nosotros mismos. Si los maestros pueden tratar de los misterios más grandes del ser humano con clarividencia y belleza, solo los genios han hecho del misterio su fuente y su morada: “Todo es misterio, amigo; en todo hay un misterio de Dios. En cada árbol, en cada brizna de hierba está ese mismo misterio cifrado” (Makar, en El adolescente).

Vivir en el misterio

Dostoievski siempre se mueve en una atmósfera sobrenatural. Con él “se siente por doquier, profunda y poderosa, la presencia de Dios sin que sin embargo se hable mucho de Él; mas Dios está allí presente, se eleva dentro de la atmósfera de la obra y lo domina todo” (Romano Guardini). Nos enseña a vivir en un mundo sacramental, a aventurarnos en unos parajes que por nosotros mismos no seríamos capaces de conocer a fondo. Se podría decir por consiguiente que es la vacuna perfecta para curar la peor pandemia que existe: “la globalización de la indiferencia” (Papa Francisco).

¿Existe Dios? Iván Karamázov lanza esa pregunta al mismísimo diablo. Y crea la tensión y el patetismo suficiente para que la pregunta resuene con enorme fuerza, pues lo único que no admite Dostoievski es la frivolidad: “Toda la vida me ha atormentado Dios”, dirá en boca de Kiríllov (Los demonios). Y su única pretensión será hacernos participar de ese tormento, sin querer acabar nunca de resolver la duda, ya que Dios no es un problema que se pueda ni se deba resolver. Dios es el misterio que resuelve todos los misterios y disuelve todos los problemas. Y encontrar a Dios (con Cristo), todo un acontecimiento que cambia la vida y ante el que solo cabe optar con todas sus consecuencias.

En las novelas de Dostoievski, “todo gira alrededor del enigma del hombre” (Berdiáiev)

Desenvolviéndose en un mundo casi místico, Dostoievski camina siempre por nieve virgen, lo que exige una enorme confianza y audacia en sus lectores. Como buen ortodoxo, valora muchísimo el misterio de la vida. Por eso escribe con un estilo y recursos que poseen enorme parecido con lo litúrgico, pues su fin es mostrar significativamente el misterio de Dios y del hombre. Ello supone fundamentalmente tres cosas: poseer una estructura narrativa; sentirse parte de un pueblo y, por supuesto, contar historias hermosas, pues se trata de vestir con palabras a Quien es por esencia la Suma Belleza.

La historia de nuestra vida

El estilo de Dostoievski podría calificarse de litúrgico en primer lugar por su estilo narrativo. Sus relatos son retales de la Historia de la Salvación en la historia de cada uno, acontecimientos dinámicos y trascendentes. Siempre ha habido escritores que con sus relatos nos han ayudado a comprender la particular historia de nuestra vida: Homero, Dante, Shakespeare, Tolkien… Él lo logra sin esos aires de monumentalidad, transitando lúgubres calles y estancias en las que apenas se puede respirar.

Forma litúrgica significa también que el sujeto que actúa, el verdadero protagonista, ya no será más un ser individual –individualista–, sino el pueblo en el que cada sujeto se inserta y con el que participamos constantemente. “Quien no tiene pueblo no tiene Dios. Todos los que dejan de entender a su pueblo y pierden su vínculo con él, pierden asimismo, y en igual medida, la fe paterna, y acaban siendo ateos o indiferentes” (Shatov, en Los demonios). Dostoievski es así vacuna tanto contra el totalitarismo (por supuesto, también el comunista, que él despreciaba como “una doctrina de ganado”), como contra el individualismo liberal (también ese que se califica como cristiano).

Por último, litúrgico significa también bello, con esa belleza que salva el mundo y que hace que el mundo sea el rostro adecuado de Dios y de lo que Dios ha creado, una belleza que por su origen sobrenatural genera temor y temblor, pues “pavoroso es eso de que la belleza no solo sea terrible, sino también algo misterioso. Ahí el diablo lucha con Dios y el campo de batalla es… el corazón del hombre” (Dmitri Karamázov). Solo las almas bellas pueden descubrir y describir esa belleza de modo adecuado, por connaturalidad. Personas como el obispo Tijon, como Aliosha, o como Makar en El adolescente: “Alcé la frente, esparcí alrededor de mí la mirada y suspiré… Belleza por doquiera, inefable. Callado todo, el aire leve; la hierba crece… crece; hierba de Dios”.

Bien se ve que Dostoievski no es tanto un escritor de horizontes amplios como de mirada profunda. “Mi rumbo procede de la profundidad del espíritu cristiano del pueblo” (Diario), de ese pueblo ruso que –así lo consideraba desde su juventud– tiene una misión en el mundo que será al mismo tiempo la de su propia obra: “Con un completo realismo, encontrar un hombre en el hombre”.

El enigma del hombre

En las novelas de Dostoievski “todo gira alrededor del enigma del hombre” (Berdiáiev). Pero le interesa no ya el hombre en general sino solo el hombre concreto redimido por Cristo. Concreto, pues rechaza el término “Humanidad”, con esa carga de humanitarismo que ha adquirido esa palabra; y redimido, porque no tiene ningún rubor en afirmar y enseñar que solo Cristo muestra al verdadero hombre en sí: “El ateo que negaba el origen divino de Cristo, no negaba que Él es el ideal de la humanidad. Eso último es de Renan. Es maravilloso” (Diario).

Nos ayuda a no perder la centralidad de Cristo en el mensaje cristiano y en la imagen de cada persona: “Me llaman psicólogo: es mentira, solo soy realista en un sentido elevado, es decir, represento toda la profundidad del alma humana” (Diario). Sus personajes nos hablan siempre y solo del mismo hombre: Cristo. Por eso todos ellos nos dejan un mensaje muy claro y muy actual: “Toda persona, sea quien fuere y por muy humillada que esté, exige, aunque sea de una manera instintiva e inconsciente, que se respete su dignidad humana. … Un trato humano puede humanizar incluso a aquel en el que hace tiempo que palideció la imagen de Dios…” (Memorias de la casa muerta).

Al profundizar en la semejanza divina de cada persona, y a pesar de tanta miseria y sufrimiento como rezuman sus novelas, vemos triunfar siempre en ellas la esperanza. Mártir tanto en su vida como en sus escritos de ese contraste, Dostoievski se sabe misionero de lo verdaderamente humano, y no duda en poner al lector al borde del paroxismo para lograr su misión: “Explícame, si hay modo de explicarlo –exigió Raskólnikov casi frenético–, cómo pueden convivir dentro de ti tanto oprobio y tanta ruindad con otros sentimientos opuestos y santos. Más justo, mil veces más justo y sensato, sería tirarse de cabeza al agua y terminar de una vez” (Crimen y castigo).

Ese homo absconditus (Dios escondido en nosotros) es el que Dostoievski conoce a la perfección y saca a la luz para devolverle su grandeza y su lugar en el mundo; la obligación de ser santos: “Quien sepa lo que significa la palabra santidad, esto es, una existencia vivida en la fe incondicional, comprenderá que el pueblo concebido por Dostoievski va camino de la santidad” (Guardini).

El drama del ateísmo

“Si Dios no existe”… Veamos sin miedo –nos dice– las consecuencias trágicas que traerá consigo pensar así. “Según mi opinión, no es necesario destruir absolutamente nada. Basta solo con cancelar en la humanidad la idea de Dios. Por aquí se debe comenzar –dice el diablo a Iván Karamázov–. Caerá la moral, ya no habrá nada inmoral, todo será lícito, incluso la antropofagia, el delito dejará de ser locura y se llenará de buen sentido… será casi un deber; el egoísmo hasta el delito será considerado lo más razonable y noble”.

Un mundo sin relieve, sin trascendencia… un presunto humanismo ateo (Henri de Lubac), acaba siempre en la destrucción de la propia humanidad por más que se vista de humanitarismo: “La falta de Dios no se puede sustituir por el amor a la humanidad, porque el hombre preguntaría inmediatamente: ¿Por qué debo amar a la humanidad?” (Diario).

Muchos de sus personajes se enfrentan a ese drama que consiste en pretender mostrar la coherencia de una vida injustificable, que solo puede salir adelante postulando –sin jamás lograr razonar ni mostrar– que Dios no existe, que la conciencia es un invento religioso, que hay seres humanos de primera y segunda categoría… Y los que al fin perseveran hasta el final agarrados a esas creencias terminan bien en la locura, bien en el suicidio… y siempre en el vacío. Pero todos llevan en la mano la carta de la esperanza que ni siquiera en esos últimos momentos quisieron sacar para ganar la partida, la Gran Esperanza: “Has de creer que Dios te quiere como no puedes imaginarte, te quiere con tu pecado y en tu pecado” (stárets Zósima, en Los hermanos Karamázov).

La pasión de vivir

“¿Quién sabe si, tal vez, el fin al que la humanidad tiende sobre la tierra no consiste en ese impulso ininterrumpido hacia un fin, dicho de otra manera, en la vida misma, más que en el fin verdadero, que evidentemente debe ser una fórmula inmutable del género de dos y dos son cuatro?”. Estas impresionantes palabras de sus Memorias del subsuelo confirman la pasión por vivir que dominó siempre su alma. Esa será luego la clave del arco de Los hermanos Karamázov: debemos amar la vida antes que el sentido de la vida, pues amar la vida nos revelará el sentido que tiene. Y así concluye la novela: “Amigos queridos, ¡no tengan miedo de la vida! ¡Qué bella es la vida cuando se hace algo bello y justo!”. Ese vivir imparable hacia Dios que él postula tiene sintéticamente tres pasos: dolor, conciencia, libertad.

“La falta de Dios no se puede sustituir por el amor a la humanidad, porque el hombre preguntaría inmediatamente: ¿Por qué debo amar a la humanidad?” (Dostoievski, “Diario”)

Dolor no entendido como un problema sino, gracias a Cristo, de nuevo como misterio que resuelve los problemas: “Por un gran misterio de la vida humana un gran dolor se transforma poco a poco en una calma y tierna alegría”, dice el stárets Zósima, entregando a continuación como herencia a Aliosha la paradójica advertencia de saber buscar la felicidad en el dolor. El mismo consejo que Sonia la prostituta da a Rodia el asesino: “Acepta el dolor; eso tienes que hacer y así te salvarás… Luego ven a mí que yo cargaré también con tu cruz y entonces rezaremos y marcharemos juntos” (Crimen y castigo).

Para poder enfrentarse así al sufrimiento es indispensable una conciencia que conecte directamente con Dios, pues “si Dios no existe. todo está permitido”… ¿Hasta dónde puede llegar una conciencia sin Dios? “Una conciencia sin Dios es algo espantoso, puede perderse hasta la mayor inmoralidad” (Diario). Bien anclado en su fe, Dostoievski nos acompaña a recorrer esos límites del ser humano, esos parajes tan siniestros que no duda en narrar con clarividencia y –por qué no decirlo– con cierta arrogancia. “En toda mi vida no he hecho otra cosa que traspasar los límites, siempre y por doquier” (Diario).

Pero transitar el sufrimiento con un corazón sabio no es otra cosa que vivir en libertad. Este es sin duda el gran tema central de su obra y que aparece con todas sus consecuencias, con su riesgo y su grandeza. Leer a Dostoievski ayuda a comprender que el amor, Dios, no da nunca a nadie por perdido. Paradójicamente, “el ateo absoluto está en el penúltimo escalón para llegar a la fe absoluta”, dirá el obispo Tijon. Es muy significativo el gesto del stárets Zósima cayendo de rodillas ante Dmitri Karamázov… El hombre viejo anuncia el hombre nuevo. Donde otros solo ven noches cerradas, él intuye la luz del alba.

Libertad de Dios y libertad del hombre

Dostoievski no pone límites a la descripción de todas las posibles enfermedades de una libertad no bien orientada hacia Dios: la libertad indefinida y vacía es la libertad de Stavroguin y de Versilov; la libertad de Svidrigáilov y de Fiódor Pavlóvich Karamázov corrompe a la persona; la libertad de Raskólnikov y Piotr Verjovenski conduce al crimen; la libertad demoníaca de Kiríllov lleva al hombre a la perdición… Toda libertad entendida como arbitrariedad se destruye a sí misma.

Dostoievski no pone límites a la descripción de todas las posibles enfermedades de una libertad entendida como arbitrariedad

Será en su Leyenda del Gran Inquisidor donde tratará el tema de la libertad con toda su radicalidad, sirviéndose de un simbólico juicio a Cristo por parte del más alto representante de la Iglesia, competente para juzgar las blasfemias. El Inquisidor presenta los cargos contra el mismo Cristo con enorme y despiadada crudeza: “Tú quisiste el libre amor del hombre, quisiste que te siguiese libremente, enamorado y conquistado por ti… En vez de principios seguros para tranquilizar la conciencia humana de una vez para siempre, tú has elegido lo más problemático que pueda imaginarse. Has multiplicado la libertad humana y así has oprimido para siempre con el peso de sus tormentos el reino espiritual del hombre”.

Sobre esta sentencia de culpabilidad emergen las preguntas de fondo: ¿Es el mensaje de Cristo una utopía? ¿No debería ser mil veces sacrificado ese irreal amor, ejercido con pretendida libertad, en el altar de la paz alcanzable y armónica?… ¿No es eso acaso lo que habría hecho la Iglesia en la Historia pervirtiendo así el mensaje primigenio de Cristo? Como vemos, estas cuestiones son de enorme actualidad para los cristianos de hoy o para quienes, cristianos o no, ven la Iglesia sin sentido sobrenatural, sin su carácter de misterio. Y en general, para quienes sospechan de Dios y de sus obras.

La conclusión que saca Dosto-ievski será la que nos transmita siempre a lo largo de su vida y de todas sus obras. Él está dispuesto a quedarse antes con un Cristo que ame y dé esa libertad de espíritu, que con otro que nos garantizara la paz y la verdad, pero sin aquella libertad. Dostoievski sabe bien por experiencias propias y ajenas que la gracia (Dios) solo se mueve en el terreno de la libertad. Antes que una carga, la verdadera libertad siempre es camino, y el único camino es Cristo.

Antonio Schlatter Navarro es autor del ensayo Por qué leer a Dostoievski (EUNSA), de próxima aparición.

3 Comentarios

  1. Antonio: me ha gustado mucho tu articulo. De los mejores que he leído a propósito del aniversario. Me gustaría conseguir el libro que anuncias en Eunsa: ojalá se publique, también, en ebook, por la plataforma de Kindle Amazon.

  2. En septiembre publiqué en Ediciones Rialp, «Dostoievski. Pensamientos y reflexiones», una antología de 90 páginas con los mejores pasajes de las nueve mejores novelas del escritor ruso. Es un buen apoyo para este buen artículo. Leer a Dostoievski compensa siempre. Es la vacuna de interioridad en una cultura que mueve con frecuencia en la nada virtual.

    1. Rafael: soy del Perú. Nos conocimos hace unos años en Madrid. Sigo tus publicaciones. He conseguido en kindle el libro de textos al que haces referencia. Lo leeré tan pronto termine con El Idiota. Saludos.

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