Cuatro tramas esenciales de la ficción

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Muchos relatos de ayer y de hoy parecen variaciones de cuatro tipos de historias: una batalla, un regreso, una búsqueda y la muerte de un dios. Conocer los mimbres de estas tramas clásicas nos conecta con la sabiduría de quienes supieron leer la vida muchos siglos antes de nosotros.

Valoramos mejor las ficciones escritas o filmadas que nos han gustado cuando conocemos las primeras y las mejores novelas que tocaron los mismos temas. Pasamos entonces a estar incluidos en el tercero de los tipos de lector o espectador que decía Goethe –“el que disfruta sin juicio; el que, sin disfrutar, enjuicia, y otro, intermedio, que enjuicia disfrutando y disfruta enjuiciando”–, y a estar en condiciones de reproducir “una obra de arte convirtiéndola en algo nuevo”.

Lo anterior se puede decir al revés: a esos muchos lectores y espectadores jóvenes, y no tan jóvenes, que “disfrutan sin juicio” conviene aportarles claves que les permitan entender mejor las ficciones que ya les atraen, y ayudarles a descubrir que hay libros más ricos que les gustarían mucho más si los conocieran.

Espectadores y lectores

Empiezo por cuatro ejemplos de películas famosas para indicar brevemente algunas referencias literarias implícitas o explícitas que contienen.

Quienes se sorprendieron al ver, en las primeras películas de La guerra de las galaxias (1977 en adelante) de unos bares con mucho ambiente donde alternaban personajes de todo tipo, es que no habían leído Ciudadano de la galaxia (1957), de Robert Anson Heinlein, un autor cuyas novelas juveniles de batallas espaciales de los años 50 fueron las más leídas de su época.

El ingenio de Toy Story (1995) y sus secuelas, que tanto explotan la nostalgia de la infancia, debe mucho a la larga tradición de relatos sobre las relaciones de afecto entre niños y juguetes, y sobre la vida propia que tienen los juguetes, como los de Winnie the Pooh (A. A. Milne, 1926-1928), una gran obra literaria, tal vez la más importante de su clase.

Parque Jurásico (1990) y El mundo perdido (1995), novelas de Michael Crichton, y las películas de 1993 y 1997 basadas en ellas, están inspiradas sobre todo en una novela de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, que se tituló El mundo perdido (1912) y se desarrollaba en las selvas amazónicas, así como en famosas aventuras decimonónicas ambientadas en la jungla africana.

En el guion de una película como Matrix (1999) hay ecos evidentes de la historia del cristianismo, aparte de que contenga referencias explícitas a novelas como 1984 (George Orwell, 1948) y Alicia en el país de las maravillas (Lewis Carroll, 1865), e implícitas, como el parecido que tienen los guardianes que acosan al héroe con los hombres grises que persiguen a Momo (Michael Ende, 1973), uno de los mejores libros infantiles de la historia.

Los cuatro ejemplos citados están pensados para dar la razón a Borges cuando escribió que “quizá todas las tramas correspondan solo a unos pocos modelos”; que todas las que vemos son “solo son apariencias de un reducido número de tramas esenciales”, cuatro tipos de historias que siempre vuelven: una batalla (la Ilíada), un regreso (la Odisea), una búsqueda (la Eneida), y la muerte de un dios.

Las grandes historias

La Ilíada relata episodios de una batalla de asedio, pero sobre todo habla de la cólera de Aquiles contra su propio jefe, Agamenón, y de su enfrentamiento final con el troyano Héctor. Curiosamente, durante los siglos posteriores el modelo heroico que todos desearán imitar será Héctor y no Aquiles. En esa tradición, en el Cantar de Mio Cid (ca. 1200) tendremos un héroe derrotado y un relato que también nos enseña que perder puede ser la mejor forma de ganar. Muchas novelas bélicas posteriores también tendrán su núcleo no tanto en la gran batalla como en algún conflicto del héroe: la magistral El rojo emblema del valor (Stephen Crane, 1895) plantea qué es el valor y qué la cobardía, y muestra el carácter ambiguo de algunas acciones que llamamos o nos parecen heroicas.

Nuestras vidas son una sucesión de batallas que siguen el argumento de los viejos cuentos

En la Odisea, dice Borges, tenemos dos historias en una: un retorno a casa y un relato de aventuras, “quizá el más admirable que jamás haya sido escrito o cantado”. La idea del regreso, la idea de que vivimos en el destierro y que nuestro verdadero hogar está en otra parte, es la de Robinson Crusoe (Daniel Defoe, 1719), la narración que inicia las modernas novelas de aventuras. La idea del viaje rico en peripecias en el que uno conoce vidas y costumbres singulares que compara con las suyas, está en Los viajes de Gulliver (Jonathan Swift, 1726). El esquema básico de la trama de la Odisea, el de alguien que, para volver a casa, ha de vencer toda clase de dificultades y aliarse con amigos de lo más curiosos, es el mismo de El mago de Oz (Frank Lyman Baum, 1900).

La Eneida, que trata de una búsqueda y de una misión, está inspirada en las obras de Homero: la primera parte en la Odisea y la segunda en la Ilíada. Lo que ahora interesa destacar es, por un lado, que Virgilio convirtió la Eneida “en una leyenda de la dignidad casi divina que pertenece a los vencidos”, pues sus héroes son los troyanos derrotados y huidos encabezados por Eneas, y esa es “una de las tradiciones que verdaderamente prepararon al mundo a la venida del cristianismo y especialmente a la caballerosidad cristiana”, decía Chesterton. Los elementos de búsqueda y de misión serán centrales en obras medievales como La muerte de Arturo (Thomas Malory, 1470). Siglos adelante, entre muchos otros héroes guiados por misteriosos impulsos y profecías tenemos a los de El Señor de los anillos (J. R. R. Tolkien, 1954-1955).

Mitos verdaderos

En relación con el cuarto tipo de relato, el que cuenta la muerte de un dios, se puede recordar cómo, en una polémica que tuvo Chesterton, a principios del siglo XX, con el periodista Robert Blatchford, este decía que muchos pueblos tenían mitos paralelos al relato de la Encarnación. Chesterton le replicó con la otra cara de su argumento: si el Dios de los cristianos se había hecho hombre y había muerto y resucitado, ¿no correrían rumores al respecto entre todos los demás pueblos?, ¿no habría entre ellos incluso perversiones relacionadas con esa venida de Dios a los hombres? O, dicho de otro modo, si el centro de nuestra vida fuera un determinado acontecimiento, ¿no habría gente alejada de nosotros que tendría una versión un tanto confusa de ese acontecimiento?

C. S. Lewis y Tolkien, ambos entusiastas de la mitología nórdica –a Lewis le fascinaba, en particular, el relato de la muerte y resurrección del segundo hijo de Odín, Balder, que es el dios de la paz, la luz y el perdón–, discutieron con frecuencia sobre la importancia y el valor de los mitos. Una noche de septiembre de 1931 ambos tuvieron una conversación decisiva, pues provocaría que Lewis aceptase la divinidad de Jesucristo, en la que Tolkien le dijo a Lewis que la historia de Jesucristo funciona como todos los mitos, es decir, nos da explicaciones profundas sobre la vida y la realidad, pero sucedió realmente, y en su verdad histórica está su fuerza y la razón de su atractivo imperecedero. Pasados los años, en su afán “mitopoiético”, de componer narraciones de sabor mítico, Lewis hizo girar sobre la muerte y resurrección del león Aslan la primera de sus Crónicas de Narnia (1950-1956).

La misma vida

En realidad, tanto la historia de un viaje de búsqueda como la de un viaje de regreso son imágenes de la vida de los hombres. Lo explicaba con brillantez Chesterton cuando decía que hay dos clases de poesía: la del que mira por la ventana hacia fuera y la del que mira por la ventana hacia dentro; la canción del cazador que sale por la mañana, cuando la naturaleza está llena de promesas y es mucho más emocionante que la cabaña, y la canción del cazador que vuelve por la noche, cuando la cabaña es mucho más acogedora que la soledad y la frialdad de la naturaleza. El atractivo de un álbum ilustrado como el magnífico Owl Moon (Jane Yolen y John Schoenherr, 1987) no está solo en la calidad de sus acuarelas y de su composición, sino en lo bien que su sencillo argumento, sobre una niña que sale de noche a ver un búho con su padre y regresa de madrugada dormida en sus brazos, sintetiza esas dos clases de poesía.

En el interior de esas cuatro grandes historias hay muchas otras pequeñas que han vuelto a ser narradas en multitud de variantes

En realidad también, y aunque los hombres muchas veces no nos demos cuenta, nuestras vidas son una larga sucesión de batallas que siguen, una y otra vez, el argumento de los viejos cuentos. Scott Fitzgerald dijo que “las dos historias básicas de la literatura son Cenicienta y Jack, el matagigantes: el encanto de las mujeres y la valentía de los hombres”; y Chesterton equiparó la vida de cualquier ser humano con la del héroe a quien una autoridad buena, como un hada o un rey, envía a un mundo maravilloso, pero que contiene peligros, para que pase unas pruebas al final de las cuales será juzgado por quien le dio el encargo. Esta es la idea detrás de las mejores novelas de aventuras, como las de ambientación histórica que puso de moda Walter Scott a principios del siglo XIX, El talismán (1825), por ejemplo; una idea que implica ciertos dogmas, como el de que hay un designio, y que ese designio es benevolente, y que permite la voluntad libre para elegir o no lo bueno.

Un Dios presente

Esto último nos hace pensar cómo, en cualquier viaje y en cualquier batalla, y en especial en los momentos difíciles, se hace patente que “frente a la cuestión de Dios no hay neutralidad posible”, tal como explicaba Joseph Ratzinger, que también recordaba en el mismo texto cómo a quienes son decididamente agnósticos Pascal les recomendaba vivir como si Dios existiese, una elección mucho más segura.

De hecho, el final de muchas grandes novelas conduce, precisamente, al reconocimiento de los errores cometidos por no haber vivido conforme a la realidad de un Dios siempre presente y atento. E historias que hablan de una presencia y acción divinas, reconocidas como tales o no, en la vida humana, lo son la mayoría: todas aquellas a las que se puede aplicar, como decía Borges, que una de las metáforas fundamentales de muchos grandes relatos es la de que la vida humana es la trama de un tapiz que puede parecer “un caos de colores y de líneas irresponsables” pero que “un orden secreto lo gobierna”.

Lo anterior se sugiere bien, lo haya querido así o no su autora, en un álbum como La ola (Suzy Lee, 2008), con el que conectamos no solo por la maestría de sus dibujos y su construcción, sino porque su sencillo argumento –una niña que juega en la playa con las olas– está enmarcado por dos imágenes: en la primera, la madre llega a la playa con la chica, y en la última la madre marcha con la niña de la mano.

Quién es un héroe

Además, como explica Daniel Mendelsohn en su libro Una Odisea: un padre, un hijo, una epoyeya, la Ilíada y la Odisea se preguntan en qué consiste ser un héroe: si Aquiles defiende tener “una vida corta y gloriosa en vez de una vida larga y sin lucimiento”, Ulises elige un “heroísmo de supervivencia”; pero en la Odisea es Aquiles mismo quien, en una conversación con Ulises en el Hades, rechaza la postura que adoptó en su vida: “Es como si la Ilíada le dijese a la Odisea: ‘de acuerdo, tú ganas’”.

Compensa leer a hombres muertos que hablan de temas vivos, más que leer a hombres vivos que hablan de temas muertos, como decía Chesterton

También la Eneida vuelve a plantear quién es un héroe y, por supuesto, a través de tantos personajes bíblicos que son figuras de Jesucristo, y de Jesucristo mismo, la Biblia nos habla de cuál es el heroísmo verdadero durante la vida y cuál es la forma cristiana de afrontar la muerte: “Si Dios ha muerto, cómo no vamos a morir nosotros” es una frase que Jiménez Lozano oyó decir en su infancia muchas veces ante una desgracia enorme y súbita, como un accidente mortal o “una muerte que desconcertaba. Y era algo convincente. No he encontrado nunca, más tarde, otra razón que más me convenciera”.

Luces mínimas

Lo anterior se podría desarrollar más haciendo ver también cómo, en el interior de esas cuatro grandes historias hay muchas otras pequeñas que, con el paso del tiempo, han vuelto a ser narradas en multitud de variantes como las que podemos descubrir en los antiguos depósitos de relatos populares. Hay quienes han llamado a la Biblia el gran código de nuestra civilización por el repertorio de símbolos, figuras, imágenes e historias que ha ofrecido y sigue ofreciéndonos. Hay quienes se han referido a la recopilación de fábulas de Esopo como un alfabeto que relaciona los seres más simples con las verdades más importantes. Igual que se ha hecho notar muchas veces que los mejores cuentos populares –en el caso de Europa podemos recordar los de Charles Perrault, los de los hermanos Grimm, los de Hans Christian Andersen– contienen sentimientos humanos esenciales y encierran una gran sabiduría.

Se puede concluir que conocer los primeros y mejores relatos de nuestra cultura es, por un lado, una cuestión de justicia: con sus autores, pues es importante saber quién tuvo las primeras ideas para concederles el mérito que tienen; y con nuestros antepasados, pues así aumentaremos nuestra capacidad de oír sus voces y de comprender sus modos de hacer frente a la vida. Es, por otro lado, una cuestión de sensatez: para entender las cosas más y mejor siempre compensa leer a hombres muertos que hablan de temas vivos, más que leer a hombres vivos que hablan de temas muertos, como decía Chesterton; o, por decirlo con palabras de Samuel Johnson, “el respeto por las obras que han perdurado en el tiempo no obedece (…) a una crédula confianza en la superior sabiduría de tiempos pretéritos, ni a la sombría certidumbre de la inevitable decadencia de la humanidad, sino que es consecuencia de opiniones reconocidas e incontestables: lo que se conoce desde hace más tiempo ha sido examinado en más ocasiones, y lo que se ha examinado más se entiende mejor”.

Además, como dije al principio, desarrollaremos la capacidad de apreciar mejor y de disfrutar más las nuevas historias que se nos presentan si conocemos los primeros y mejores relatos en los que se apoyan. En no pocos casos, dependiendo del lector y de la obra de la que se trate, y este consejo vale no solo para los lectores jóvenes, puede ser interesante acercarse a determinados libros en buenas adaptaciones que den a conocer bien su argumento básico y sean fieles al espíritu con el que se compusieron. Así se les da también la oportunidad de que se abra el apetito de acudir a los originales más adelante.

Hay quienes ponen objeciones a este modo de actuar pero la experiencia nos dice que una pequeña cerilla, aunque sea una luz mínima, nos orienta y a la vez pone de manifiesto la oscuridad que la rodea: no es todo lo que nos gustaría, pero es más que nada y a veces es suficiente.

 

Ediciones adaptadas

Por si resulta útil, unas buenas ediciones adaptadas de algunos clásicos son:

  • de la Ilíada y la Odisea, las versiones de Rosemary Sutcliff: una se titula Naves negras ante Troya (1993) y la otra Las aventuras de Ulises: la historia de la “Odisea” (1995); ambas, con ilustraciones de Alan Lee (Barcelona, Vicens Vives, 1998 y 2005 respectivamente).
  • de la Eneida, en prosa, la versión de Penelope Lively titulada En busca de una patria: La historia de la Eneida (2001); con ilustraciones de Victor Ambrus (Barcelona, Vicens Vives, 2006).
  • del Cantar de Mio Cid, en forma novelada, la de Geraldine McCaughrean, con ilustraciones de Victor G. Ambrus (Barcelona, Vicens Vives, 2013).
  • también tienen calidad las adaptaciones e ilustraciones de Robinson Crusoe y Los viajes de Gulliver (Barcelona, Vicens Vives, 2005).
  • entre las muchas recreaciones del ciclo artúrico, una que ordena y narra sin ironía todos los episodios es la de Roger Lancelyn Green titulada El rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda (1953) (Madrid, Siruela, 2018).

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