Valores con fronteras

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En este mundo cada vez más cosmopolita y conectado, la cuestión de los valores nacionales no ha perdido vigencia. El gobierno chino quiere poner coto en los campus a los “valores occidentales”; el nuevo gobierno indio pretende reforzar el orgullo nacional con los valores hinduistas; frente a los radicales islámicos, el gobierno británico pide a las escuelas enseñar los “valores británicos” y el francés, los “valores republicanos”…


Una versión de este artículo se publicó en el servicio impreso 29/15

China, contra los valores occidentales

La apelación a los valores nacionales es a veces el modo de mantener a raya la influencia de valores extranjeros que se consideran perjudiciales… sobre todo para el gobierno. Es el caso del régimen chino, que en los últimos meses ha emprendido una campaña para erradicar los “valores occidentales” de las universidades y reforzar el control ideológico sobre los estudiantes. El ministro de Educación, Yuan Guiren, ha recurrido a un lenguaje de batalla ideológica, para denunciar “la infiltración de fuerzas enemigas”, que difunden conceptos occidentales al insistir en la democracia, la separación de poderes, la importancia de la sociedad civil, la libertad de expresión o una visión individualista de los derechos humanos.

Para atajar esta influencia malsana, ha pedido que las universidades den prioridad a la enseñanza del marxismo, la lealtad ideológica al partido y las directrices del presidente Xi Jinping. La preocupación eminentemente política de estas medidas queda más clara cuando pide que se evite “la difamación de los líderes del partido o comentarios que desacrediten el socialismo en las aulas universitarias”.

Esta pretensión, que a algunos les ha recordado las campañas de rectificación ideológica de la Revolución Cultural, ha provocado también respuestas en la comunidad universitaria.

Lee Kuan Yew defendió el carácter específico de los valores asiáticos frente a la cultura occidental

Así, el jurista Shen Kui, respetado profesor y anterior vicedecano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Pekín, publicó una carta en Internet en la que pedía al ministro que aclarara tres cuestiones. La primera, ¿cómo distinguir los “valores occidentales” y los “valores chinos”? A fin de cuentas, el mismo comunismo es una doctrina que vino del Oeste. La segunda, ¿cómo distinguir entre la difamación de los líderes y la denuncia de los hechos negativos y de los errores cometidos en la historia del partido? En tercer lugar, Kui planteaba cómo se podían conciliar las advertencias del ministro y el precepto constitucional que reconoce a los ciudadanos “la libertad de emprender investigaciones científicas, la creación artística y literaria, y otras actividades culturales”.

Pero la ley nunca ha sido un obstáculo para las exigencias políticas del partido. De ahí que el endurecimiento ideológico se note también en el refuerzo de la censura de Internet, que lleva a bloquear redes sociales extranjeras como Twitter o Facebook, o páginas de medios informativos foráneos.

Algunos críticos han destacado también la incongruencia de advertir contra la infiltración de los valores occidentales en las universidades chinas, mientras se envían cada vez más jóvenes a estudiar en las del extranjero (solo en EE.UU. hay cerca de 274.000). ¿No estarán más expuestos allí a esta influencia “subversiva”?

India: ¿Orgullo nacional o hinduista?

En la “mayor democracia del mundo”, la India, también se habla más de valores desde que el pasado verano ganó las elecciones Narendra Modi, líder del nacionalista Bharatiya Janata Party. A partir de entonces los grupos hinduistas han extendido su influencia en el gobierno, especialmente en las políticas de educación.

Dinanath Batra, líder de Shksha Bachao Andolan, un grupo prohindú, invitado por el gobierno a hacer recomendaciones para la nueva política educativa, defiende que “lo que necesitamos en la India es una educación basada en valores, una educación que construya el carácter”. Batra quiere introducir un texto sagrado hindú –el Bhagavad Gita– en el plan de estudios de todos los alumnos, también de los musulmanes y cristianos, pues “los estudios religiosos deben formar parte del curriculum”. Al mismo tiempo, plantea que “los libros de texto deben ser reescritos para que reflejen el orgullo nacional” (Washington Post, 19-03-2015).

Pero, ¿orgullo de qué? Porque si la economía está creciendo a un ritmo del 7% anual desde 1997, todavía el 30% de la población vive bajo el umbral de pobreza.

El Reino Unido y Francia piden a las escuelas que inculquen los valores nacionales para frenar el islamismo radical

Los otros grupos religiosos temen que estas recomendaciones difuminen las líneas entre el gobierno y el hinduismo, como si hubiera una religión de Estado, y que envalentonen a los movimientos radicales hindúes que consideran que sus valores son los únicos característicos de la India.

Con ánimo de disipar dudas, Modi clarificó su postura en un discurso al parlamento a principios de marzo: “Hindúes y musulmanes deben unirse para luchar contra la pobreza. En lo que respecta a mi gobierno, seguimos una única religión: la India, primero, y tenemos un único libro sagrado: la Constitución”.

Guía de valores británicos

En el Reino Unido, la apelación a los “British values” ha surgido ante el temor de que se contagie el fundamentalismo islámico.

La campaña partió a raíz de un supuesto intento de infiltración del islamismo radical en escuelas de Birmingham. Aunque nunca se demostró que hubiera tenido éxito, el entonces secretario de Educación anunció que se llevarían a cabo inspecciones sorpresa en todo tipo de colegios para examinar si se enseñaban “valores británicos”.

En noviembre del año pasado, el Ministerio publicó una guía para las escuelas privadas subvencionadas, en las que se detallaba qué debía entenderse por “valores británicos fundamentales”.

Allí se dice que “las escuelas deben promover los valores británicos fundamentales de la democracia, el imperio de la ley, la libertad individual, y el mutuo respeto y tolerancia de aquellos que tienen creencias diferentes”. Y se sugerían una serie de prácticas para inculcar estas ideas, tanto en la enseñanza como en el funcionamiento de la escuela.

También se advierte que “los alumnos deberían comprender que aunque la gente puede tener diferentes ideas sobre lo que está bien y mal, todos los que viven en Inglaterra están sujetos a la ley… Los alumnos deberían ser conscientes de la diferencia entre la ley del país y la ley religiosa”.

En cuanto al modo de conciliar el ideario de la escuela y el pluralismo, las directrices sostienen: “No es necesario que las escuelas o los individuos ‘promuevan’ enseñanzas, creencias u opiniones que estén en conflicto con las suyas, pero no es aceptable que las escuelas promuevan la discriminación contra personas o grupos por razón de sus creencias, opiniones u origen”.

Pronto se vio que la desconfianza se dirigía sobre todo contra las escuelas confesionales –anglicanas, católicas o judías–, sospechosas de no ser suficientemente tolerantes. La inspección educativa (Ofsted) ha llamado ya al orden a algunas escuelas porque sus alumnos no tienen ocasión de experimentar “la diversidad cultural de la moderna sociedad británica”. “Diversidad” es el nuevo estandarte.

Pero los críticos responden que el hecho de que preocupe el extremismo islámico no debe ser razón para que el Estado se inmiscuya imponiendo la enseñanza de ciertas doctrinas. Como escribe Ed West en Catholic Herald, “la paradoja de los ‘valores británicos’ es que tradicionalmente una de las grandes virtudes de la vida británica ha sido que la gente es libre para tener los valores que prefiera sin temor a perder su trabajo, ser interrogada por la policía por ‘crímenes de odio’ o sin que sus hijos sean adoctrinados en la escuela”.

Lo más curioso es que si hay algunos temas que los profesores evitan tratar en clase son los que pueden crear problemas con el radicalismo islámico. En la reciente conferencia de la National Union of Teachers se aprobó una moción en la que se decía que los profesores deberían poder evitar discusiones en clase sobre el extremismo islámico. La razón alegada era que, conforme a la recién aprobada ley antiterrorista, un profesor debe informar a la policía de los alumnos sospechosos de radicalización. Y como los equipos directivos temen las consecuencias, prefieren que no se discutan estos temas en el aula.

La razón aludida no deja de ser una mera excusa para evitarse problemas, pues los profesores podrían debatir estos temas sin revelar a ningún agente externo el contenido de la discusión.

Ante esta postura de los profesores, no parece que la promoción de los valores británicos vaya a ser muy útil. Como escribe el sociólogo Frank Furedi en Spiked, “los valores culturales que realmente significan algo en la vida de la gente son intrínsecos a su vida diaria. No son tanto enseñados como practicados y vividos. Los valores que son promovidos artificial y administrativamente mediante campañas de educación pública son a menudo incapacaces de ganarse los corazones y las mentes”.

Los valores republicanos en Francia

En Francia, tras los atentados contra Charlie Hebdo y el supermercado judío, el gobierno ha advertido que la integración de la juventud musulmana deja mucho que desear, y es el caldo de cultivo del radicalismo islámico. El tema es especialmente preocupante en Francia, el país europeo con más población musulmana, y desde el que más yihadistas han viajado a Siria e Irak.

Y, como suele suceder en estos casos, el presidente Hollande y el primer ministro Valls han pedido a la escuela reforzar la enseñanza de los “valores republicanos”, que deben caracterizar a un buen ciudadano francés. La idea convencional es que estos valores están por encima de cualquier diferencia de etnia, clase o religión.

Pero para muchos jóvenes musulmanes los valores de Libertad, Igualdad y Fraternidad –lema de la República– son palabras vacías en su vida diaria. La igualdad suena como un mero eslogan a los jóvenes de los barrios más castigados por el paro. La fraternidad no la experimentan ni la viven. Se quejan de que la libertad de comportarse como un musulmán tropieza también con imposiciones laicas: el velo islámico ya fue proscrito en la escuela y ahora se habla de prohibirlo en la universidad; algunos ayuntamientos han decidido –en nombre de la laicidad– suprimir el menú de sustitución los días que se sirve cerdo; la construcción de mezquitas sigue tropezando con obstáculos burocráticos. La laicidad no es vista como una garantía de la libertad de conciencia y de respeto a todas las religiones, sino como un secularismo impuesto. Para estos jóvenes, a menudo desarraigados, el repliegue hacia la identidad musulmana ofrece un anclaje más firme que la “decadencia occidental”.

Frente a este rechazo, algunos sectores –como el Frente Nacional– piensan que hay que parar la inmigración y desconocer cualquier particularismo. Su programa propone: “Reafirmación de nuestro modelo republicano y de sus valores contra el multiculturalismo anglosajón. La asimilación, a través sobre todo de la escuela, debe ser la regla, y el comunitarismo, prohibido”

En cambio, otros subrayan que Francia se ha transformado en un país multiétnico, que debe aceptar a la gente con sus diferencias. La diversidad sería así un nuevo valor republicano.

El modelo de Singapur

El gobierno chino ha emprendido una campaña para erradicar los “valores occidentales” de las universidades

Si los dirigentes chinos ven con malos ojos la influencia de los “valores occidentales” en su país, siempre han estado encandilados con el éxito del modelo de Singapur, que creó el recientemente fallecido Lee Kuan Yew (1923-2015). Como “padre de la patria” y jefe de gobierno desde 1959 a 1990, fue el hombre que trasformó la ciudad-estado de una colonia empobrecida en uno de los principales centros comerciales y financieros, que ocupa el séptimo lugar mundial en PIB per capita. Ahora que se cumplen los 50 años de la independencia, Singapur aparece como un país rico, estable, eficaz y sin corrupción, lo que hace que no pocos asiáticos lo vean como un modelo. Para los dirigentes chinos, la experiencia de Singapur coincide con la que ellos buscan para China: prosperidad económica, bajo la guía de un partido único.

Lee fue un gobernante pragmático y autoritario. Tenía claro lo que quería hacer de Singapur, y lo llevó adelante con mano firme. Respetó el envoltorio democrático, pero defendió el carácter específico de los “valores asiáticos” frente a la cultura occidental.

“Lo que los asiáticos valoran –decía– no tiene que ser necesariamente lo que los norteamericanos o los europeos valoran. Los occidentales aprecian las libertades individuales, pero mis valores, como asiático de influencia cultural china, abogan por un gobierno que sea honesto, eficaz y eficiente”.

En el fondo, hay un viejo debate sobre la universalidad de los derechos humanos y de su interpretación según las culturas. La escuela de los “valores asiáticos” defiende que los intereses particulares –incluidos los derechos y libertades individuales que Occidente considera inalienables– están subordinados a los intereses de la sociedad. Las ideas tradicionales asiáticas de “moralidad”, “deber” y “comunidad” están por encima de la obsesión por la realización individual. A causa de una sobredosis de libertad y de individualismo, pensaba Lee, en las sociedades occidentales se debilita la familia, proliferan formas de conducta antisocial, se fragilizan las instituciones y se pierde la cultura del esfuerzo.

Para evitar tanto la decadencia occidental como el estatalismo comunista, Lee impuso a Singapur el modelo de liberalización económica y de paternalismo de Estado, bajo un firme control político.

En Singapur la libertad es más económica que política. Con una burocracia pequeña, una economía abierta y una regulación favorable a los negocios, Singapur ha sabido aprovechar su estratégica posición en el estrecho de Malaca, por donde transita el 40% del comercio marítimo mundial. Con su estabilidad política y social, ha atraído mucha inversión extranjera y se ha transformado en un importante polo financiero.

Muchos han celebrado su modelo de desarrollo económico, pero otros lamentan el precio a pagar en libertades políticas. En Singapur hay elecciones limpias cada seis años, pero con un sistema electoral que favorece al partido en el poder y hace prácticamente imposible que la oposición se convierta en alternativa. En las de 2011, el People’s Action Party (PAP) de Lee consiguió el 60% de los votos, pero el 90% de los escaños. No cabe esperar, pues, que el Parlamento muestre gran afán de controlar al gobierno. La libertad de prensa está también domesticada, para que el poder no tenga que escuchar críticas inconvenientes. Y, si es preciso, los líderes del PAP recurren a querellas por difamación para defenderse. A pesar de esta falta de oposición, la meritocracia ha favorecido el ascenso de una clase dirigente eficaz, que no se ha visto acusada de corrupción.

Dentro del paternalismo de Estado, Lee no dudó tampoco en interferir en la vida privada de los ciudadanos. Así, desde poco después de la independencia, el gobierno decidió que era suficiente dos hijos por familia. Quien tenía más era penalizado en la sanidad, la educación y la vivienda. Pero esta política se ha vuelto contra el gobierno. Ahora Singapur tiene una de las tasas de fecundidad más bajas del mundo (1,19), y aunque desde hace años el gobierno ha cambiado de política para animar a las familias a tener al menos tres hijos, aumentar la natalidad se está demostrando más difícil que reducirla.

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