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Un filósofo de la excelencia humana

publicado
DURACIÓN LECTURA: 5min.

El pasado 6 de noviembre falleció en Münster (Alemania) el filósofo Josef Pieper, a los 93 años. Observador agudo, gran conocedor de la filosofía tomista y del método fenomenológico, investigó y escribió especialmente sobre antropología y ética, siendo especialmente famosos sus escritos sobre las virtudes fundamentales. Su diáfano estilo le valió contar con un extenso círculo de lectores. Fernando Inciarte, también profesor en la Universidad de Münster, hace aquí una semblanza del filósofo fallecido.

Nacido en el cercano pueblo de Elte, Josef Pieper pasó en Münster casi toda su vida: era un hombre arraigado en la tierra tanto por su carácter como por su pensamiento. Ha sido un filósofo de mente católica, y seguramente querría ser visto así. De hecho, a veces escribía, sin reparo alguno, como si se dirigiese exclusivamente a lectores católicos. Quizá también por eso se amplió el círculo de sus lectores y oyentes.

Todavía a los noventa años, Josef Pieper daba clases -muy concurridas- en la Universidad de Münster. Allí había obtenido la habilitación como profesor al terminar la guerra. Antes se le cerraron las puertas. Y se mantuvo fiel a esta institución hasta el final, durante cincuenta años justos, aunque no le faltaron ofertas de otras universidades, también norteamericanas. Cuando cumplió 91 años, se disculpó en broma y sin ironía por tener que retirarse «tan pronto» y sin lección magistral.

Su carácter apegado al terruño no ha impedido que sus obras hayan sido traducidas a muchos idiomas y sigan siendo leídas (más incluso en español e inglés que en alemán). Desde su «clausura» westfaliana y hasta una edad avanzada, ha viajado para dar conferencias por todo el mundo, y en todas partes se sentía como en casa. Por eso le llamaron una vez el «ermitaño cosmopolita».

El «ermitaño cosmopolita»

Pieper era más complejo de lo que parecía a primera vista, como sucede con su obra. Quien pretendiera rastrearla en busca de una cosmovisión provinciana se esforzaría en vano. No temía llamar a Tomás de Aquino su «maestro». Pero se equivocaría quien viese en él ante todo a un tomista o quien consultase su obra para encontrar informaciones sobre el creador de esa escuela. Tampoco dudó en instrumentalizar a Tomás. Pues para Pieper, el dominico nunca fue un fin, sino medio para un fin: entender y ver por sí mismo lo más posible. En esto le ayudó mucho más Santo Tomás que, por ejemplo, Sartre, de quien, como de otros muchos autores -filósofos o no-, se alimentó sin prejuicios, siempre que le parecía bien.

Basta una mirada al índice onomástico de cualquiera de sus escritos (publicados por la editorial Meiner en Alemania) para descubrir el extenso radio de sus pesquisas.

Filósofo más que investigador

Era más filósofo que investigador, y en este sentido parece pasado de moda. El pensamiento de Pieper, como el de Heidegger, era ajeno al modelo alemán de la «investigación exacta», ese método sobre el que Marcel Proust llegó a decir en su juventud que estuvo a punto de conquistar hasta La Sorbona. No llegaba a despreciarlo, pero contaba con gusto que Alfred N. Whitehead, cuando dio su lección de despedida, a los 81 años, dijo alzando la voz: «Exactness is a fake» (la exactitud es un engaño), como también dijo: «El Señor es mi pastor».

Lo que para Whitehead resultó más valioso que la «investigación» es algo que T.S. Eliot prometió, como beneficio seguro, a los lectores ingleses de las obras de Pieper: conocimiento y sabiduría. El fondo de los escritos de Pieper son más profundos de lo que aparenta su nada pretenciosa naturalidad. Como traductor, Eliot experimentó que el estilo de Pieper, a pesar de su claridad, no era fácil de verter al inglés. Lo que sucedió a Eliot es quizás lo mismo que expresaba uno de los autores preferidos de Pieper: «Cuando uno se sorprende por la armonía de un estilo natural, es porque, pensando estar ante un autor, descubre a un hombre» (Pascal).

Gran conversador

Pieper se mostró tan ajeno a la «investigación» como a la presunción personal y literaria. Pero, a mi juicio, era un maestro de la lengua alemana. Por circunstancias de la vida, he escuchado a Pieper más que lo he leído. Quizá por eso aprecio su arte para conversar por encima de su muy elogiada destreza como conferenciante y escritor. Recuerdo cómo contaba sus impresiones de un viaje a la India de hace ya algunos años. Sirviéndose de unas anotaciones sueltas, empezó a rememorar una larga serie de impresiones sensoriales que allí tuvo. Todavía hoy me pregunto cómo puede uno hablar tan extensa y emotivamente acerca de olores y aromas. Esa amplia y despierta humanidad penetra también su prosa y contribuye a explicar su fuerte y áspero atractivo, nunca artificioso.

Su estilo no era ni la polémica ni el conformismo. Enseñaba a su manera, por lo que decía, por cómo lo decía y por lo que silenciaba. Vio que su tarea primordial era distinguir claramente las virtudes (la fortaleza, la prudencia, la justicia y el amor, la esperanza y la fe), como guías del actuar humano, frente a sus corrupciones similares y engañosas.

Dejaba que el lector sacase sus consecuencias. Lo que demuestra una vez más su liberalidad, en el mejor sentido. Como diría Pascal, Pieper mostró su valía humana y creativa en sus escritos, que viven tanto por lo que dijo como por lo que calló.

Fernando Inciarte
Profesor emérito de Filosofía en la Universidad de Münster

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Ver también: Jorge Peña Vial, Panorama de los escritos de Pieper.

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