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Morir por la pasión de informar

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Los periodistas en la guerra
Quizá en estos tiempos de guerras tecnológicas a distancia es más arriesgado contar la guerra que hacerla. Siete corresponsales de guerra han muerto ya en Afganistán, más que las bajas reconocidas de las tropas de EE.UU. y Gran Bretaña. El año pasado murieron 32 periodistas en el ejercicio de su trabajo, entre ellos el español Miguel Gil, al que sus compañeros acaban de rendir un homenaje. La muerte de un corresponsal de guerra suscita enseguida la pregunta: ¿por qué se exponen? ¿qué les lleva a arriesgar su vida armados solo de su ordenador, su teléfono y su cámara? ¿Vale la pena?

El reportero bélico es un tipo especial de periodista, más inclinado a frecuentar los lugares peligrosos que las ruedas de prensa. Escribiendo sobre Julio Fuentes, el corresponsal de El Mundo muerto en Afganistán, su director Pedro J. Ramírez dice que «en los escasos intervalos durante los que permanecía en la redacción era como un felino enjaulado, ansioso siempre de encontrar un motivo -o incluso un pretexto- para lanzarse otra vez al encuentro de nuevas tragedias y por lo tanto de nuevos riesgos».

Pero no es solo afán de aventura, deseo de vivir momentos fuertes. Si van donde hay enfrentamientos armados es también, como afirma un editorial de Le Monde, «porque piensan que van al encuentro de la historia, la de ayer y la de hoy. Y, simplemente, porque tienen la pasión de informar, que es el fundamento de la profesión a la que han decidido consagrar sus fuerzas».

La pasión de informar, de decir lo que de verdad pasa en esos momentos atroces de la guerra: Arturo Pérez-Reverte, otro periodista curtido en conflictos bélicos y alérgico a las grandes palabras, dice de Julio Fuentes que «sobre todo creía que un reportero va, mira y cuenta, y que Dios o el diablo no son asunto suyo sino de los editorialistas».

Para detestar la guerra

Pero para ver, mirar y contar también se puede ir al torneo de Wimbledon. El reportero de guerra mira como un testigo, pero no es ajeno al desenlace. Junto al afán de informar, «existe otra razón llena de nobleza», escribe Javier Reverte: «mostrarnos la miseria de la guerra, poniendo ese pequeño grano de arena que pueda servir para que la detestemos un poco más cada día». También Julio Fuentes, según Pedro J. Ramírez, creía que «cada vez que contaba algo horrible contribuía a reducir las posibilidades de que aquel hecho se repitiera».

Sea cual sea lo que mueva a cada corresponsal, su mera presencia ya influye: «Con frecuencia, escribe El País, la presencia de los corresponsales actúa como elemento disuasorio de abusos y crueldades aún mayores. (…) Se suele decir que la primera víctima de la guerra es la verdad. Para intentar evitarlo, informando honestamente, se juegan su vida los corresponsales de guerra, y algunos la pierden en el empeño».

Los riesgos parecen ser mayores en los conflictos actuales, donde, a diferencia de las guerra organizadas de antes, las líneas del frente no están claramente establecidas, y los periodistas están más expuestos a las violencias de bandas armadas incontroladas.

La misma multiplicación de corresponsales de guerra hace que, estadísticamente, haya más probabilidad de muertes. Pero la nube de reporteros y cámaras en busca de la noticia introduce a su vez un elemento nuevo: una creciente competencia por lograr la noticia y la imagen que los demás no tienen, el scoop que justifique el fuerte gasto que supone para el medio mantener allí a su corresponsal.

Pero, sin necesidad de hacer el héroe, lo que puede llevar a correr riesgos al reportero es el deseo de verificar la información en unos conflictos donde ambos campos utilizan el arma de la propaganda. Es lo que llevó a los periodistas franceses Pierre Billaud y Johanne Sutton y al alemán Volker Handloik a subir a un blindado de la Alianza del Norte para ver si la ciudad de Taloqan había sido tomada, vehículo que sufriría el fuego enemigo. Es lo que movió también a Julio Fuentes, a la italiana Maria Grazia Cutuli, al afgano Azizullah Haidari y al australiano Harry Burton, a morir en el camino de Jalalabad a Kabul. No eran gente alocada. En los dos casos les habían dicho que no corrían grave peligro.

Como en otras ocasiones similares, Juan Pablo II manifestó su dolor ante «la noticia del brutal asesinato de los cuatro periodistas en Afganistán». El Papa cantó el Padre Nuestro por ellos y por las demás víctimas de la violencia, en el curso de la última audiencia general. A ella asistieron los directores para Europa, Oriente Medio y África de la agencia Reuters, de la que formaban parte dos de los cuatro asesinados. Y ellos pudieron agradecer personalmente al Papa esas palabras, que no esperaban y que les han emocionado, según manifestaron a la salida.

¿Vale la pena?

Pero ¿vale la pena correr esos riesgos para informar? ¿Dejarse la vida por unas imágenes para el telediario? «En ningún caso vale la pena morir por una crónica de un minuto y treinta segundos», dice Robert Namias en Le Monde. «Ninguna cobertura de un conflicto vale la vida de un periodista», agrega Claude Cordier de Radio France. Pero, como señala Robert Ménard, secretario general de Reporters sans Frontières, «o uno se contenta con la información oficial o va a verificarla sobre el terreno». En cada situación, habrá que sopesar los pros y los contras.

Los peligros que a veces corre un corresponsal de guerra son también una apuesta sobre el valor de la información: nunca se sabe si servirá de palanca para mover el mundo o si está destinada a la mirada distraída del telespectador, desbordado por el torrente mediático. En un artículo que forma parte del libro Los ojos de la guerra, en memoria de Miguel Gil, el propio Julio Fuentes escribía a propósito de él y otros dos colegas asesinados: «Eran periodistas de elite mal pagados que sacrificaron involuntariamente sus vidas para ofrecer a las televisiones de todo el planeta un pedazo de historia viva, cruel y despiadada del mundo… Gracias a profesionales como estos, millones de televidentes han podido acceder, desde la comodidad de sus hogares, a los infiernos interiores de Bosnia, de Kosovo o Sierra Leona, infiernos en que se dejaron la vida por una cinta de vídeo».

ACEPRENSAMiguel Gil, un reportero admirado y querido

El V Premio Brajnovic de la Comunicación se ha entregado este año, a título póstumo, a Miguel Gil, abogado y corresponsal de guerra catalán, fallecido el 24 de mayo de 2000 en Sierra Leona (África), a manos de la guerrilla, con tan sólo 32 años. Con él murió otro corresponsal, Kurt Schork, en un año que se llevó a 24 reporteros de guerra.

El Premio Brajnovic es un reconocimiento a la excelencia profesional y a la honradez humana, señaló Alfonso Sánchez-Tabernero, decano de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra, que concede el premio. Estas características son como el resumen de la vida y enseñanza de Brajnovic, periodista, autor de la primera monografía de deontología periodística en España, y profesor durante 30 años en la facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra. El afán de Brajnovic era «poner todos los talentos al servicio de la verdad, respetando siempre la dignidad de la persona, y esto es, ni más ni menos, lo que hizo Miguel», concluyó Sánchez-Tabernero.

Recogió el premio la madre de Miguel, Patrocinio Macián. «Es un reconocimiento a su trabajo y a la verdad de la guerra, a todos los corresponsales de guerra, que dan voz a los que no tienen voz, y ponen ante el mundo el horror de la guerra», afirmó la madre, que recordó de modo especial a los corresponsales fallecidos recientemente en Afganistán.

Del bufete a la guerra de Bosnia

Miguel era un periodista vocacional. Su fina conciencia y gran corazón le llevaron, en 1993, a abandonar el bufete en el que trabajaba en Barcelona, e irse con su moto, su cámara y poco más, a Bosnia. Su afán: «ser una ventana al mundo en el infierno de la guerra», señaló Lorenzo Milá, director de los servicios informativos de La 2 de TVE. En Miguel, profesión y voluntad de servicio se identificaron. Después de Bosnia, esperaban a Miguel otros ojos de huracán: Chechenia, Kosovo, Zaire, Ruanda, y Sierra Leona, su último destino. En ocasiones, subrayó Milá, Miguel era «la única ventana», como en Kosovo o Chechenia, donde, a fuerza de coraje y astucia, era el único periodista testigo de los bombardeos. La labor de periodistas como él «es fundamental para que la comunidad internacional no permanezca pasiva», afirmó Milá.

Miguel Gil no es un «héroe postmortem». Como profesional, a pesar de su breve carrera, se ganó el respeto y la admiración del mundo de la comunicación. Y eso, como señaló su amigo y compañero Fernando Quintela, del diario El Mundo, a pesar de que al principio muchas redacciones le dieron portazo, por no tener «estilo periodístico».

En muy poco tiempo Miguel asimiló la técnica y, sobre todo, el espíritu del periodismo, y sus crónicas e imágenes nutrieron a medios como La Vanguardia, El Mundo, la cadena Ser o The Associated Press Television News. Basta echar un vistazo a algunos de los premios que recibió en vida: Premio Rory Peck por su trabajo en Kosovo (1998), Premio al mejor cámara de TV (1999), o el Premio Royal TV de Londres por su labor como cámara y productor, en abril de 2000.

Santiago Lyon, fotógrafo de Associated Press, resaltó que «Miguel era un cámara al estilo de los fotógrafos, por la fuerza y precisión de sus imágenes». Del perfil humano de Miguel, su compañero Fernando Quintela resaltó «la sinceridad, palpable en su mirada y sus palabras», y su fe profunda, que le llevaba a oír Misa y a confesarse antes de entrar en acción siempre que le era posible. «Era un refugio para sus compañeros y para las gentes azotadas por la guerra», señaló Quintela.

La entrega del premio concluyó con un vídeo que recogía imágenes rodadas por Miguel, y testimonios sobre su persona.

David Armendáriz Moreno70 corresponsales escriben sobre su profesión

En Los ojos de la guerra (1) se dan cita setenta reputados corresponsales, la flor y nata del periodismo de guerra nacional e internacional, para escribir sobre su profesión y rendir un sentido homenaje a Miguel Gil, el galardonado cámara español de Associated Press Television News (APTN), asesinado el 24 de mayo de 2000 durante una emboscada en Sierra Leona.

Igualmente se recuerda a Kurt Schork, célebre periodista estadounidense de la agencia Reuters, que pereció en la misma emboscada. Así como la de otros corresponsales españoles que anteriormente habían perdido la vida cubriendo la información en algún conflicto bélico: el fotógrafo Juantxu Rodríguez, muerto a tiros por soldados norteamericanos en Panamá (diciembre de 1989); Jordi Pujol, a quien alcanzó la metralla de un mortero, convirtiéndole en el primer periodista extranjero que fallecía en Sarajevo (mayo de 1992); Luis Valtueña, asesinado por un grupo de guerrilleros interhamwe en Ruanda (enero de 1997).

Es, en suma, un libro sobre los corresponsales de guerra, pero sin dejar de abordar otras delicadas cuestiones ligadas a esta profesión: los estragos que la competencia puede ocasionar en situaciones extremas, la censura y la autocensura, el sensacionalismo y la frivolidad de algunos medios al manejar la información, la distorsión de la realidad, los intereses creados tanto económicos como políticos…

No obstante, el protagonista principal del libro es Miguel Gil. Así lo explican en el prólogo Manuel Leguineche y Gervasio Sánchez, dos veteranos en este oficio que se han encargado de la edición del libro: «Los ojos de la guerra es el resultado de esa emoción compartida sin excepciones por los que trataron a Miguel… porque era indiscutible, incuestionable como corresponsal y como persona».

Un duro aprendizaje

¿Por qué un joven de 25 años abandona el ejercicio de la abogacía en un prestigioso bufete de Barcelona y se marcha hasta Bosnia? «Me cansé de coger todos los días el autobús número 6 para ir a trabajar», solía responder a la pregunta que tantas veces tuvo que oír. Pero los que le conocían sabían que en un cambio tan radical imperaban razones mucho más profundas. Se fue movido por la ilusión de hacer respetar los derechos humanos.

El camino que recorrió hasta convertirse en cámara estrella y delegado de APTN en África Occidental no fue tarea fácil, y menos en sus inicios. Alfonso Rojo, adjunto a la dirección de El Mundo, narra cómo ya le advirtió, antes de partir hacia los Balcanes, las dificultades que se iba a encontrar: «Le expliqué que era complicado, que la prensa española es cruel con el colaborador, que las transmisiones son costosísimas y que la competencia de las agencias es despiadada». Pero no se arredró.

Cuando, en 1993, con una moto de trial de 650 cc llegó por primera vez a Bosnia, algunos corresponsales pensaron que se trataba de un «pirado», pero muy pocos creyeron al principio en sus posibilidades. En aquella época tan solo chapurreaba el inglés y sus ahorros eran muy escasos. Tuvo que sufrir para abrirse paso. Empezó como chófer de periodistas y chico de los recados. Alguna vez aceptaba encargos como el de sacar y meter coches de Sarajevo, atravesando el temido monte Igman por la noche y sin luces. Cuando conseguía colocar un artículo en la prensa era feliz. Tuvo que aprender el oficio sobre el terreno y recibir alguna crítica de los equipos de redacción: «Se nota que eres abogado; tus crónicas parecen actas notariales y hay que reescribirlas enteras». Pero Miguel fue mejorando la técnica hasta llegar a dominarla, lo que le permitió convertirse en el enviado especial del periódico El Mundo en Sarajevo.

Poco a poco se fue introduciendo en el particular universo de la televisión. Enric Martí, fotógrafo de Associated Press (AP), cuenta lo que dijo a Miguel: «Mis fotos, a través de AP, salen en todos los periódicos del planeta. Tu historia, si la aceptan, sale en Madrid». Así que Gil Moreno decidió aprender el arte de la cámara, algo que logró después de dedicar muchos ratos libres y de aprovechar las enseñanzas de otros cámaras locales e internacionales. Este aprendizaje sería decisivo, pues en los posteriores escenarios bélicos en que estuvo presente (Kosovo, Chechenia, Zaire, Congo y Sierra Leona) la cámara fue la herramienta que empleó para concienciar a la comunidad internacional o, como él mismo decía, «para que nadie pueda decir que no lo sabía».

Un ejemplo ético

Los testimonios de los corresponsales que escriben en Los ojos de la guerra contienen numerosas anécdotas que reflejan una conducta íntegra y «un corazón enorme». Por ejemplo, cuando estando en Sierra Leona «se pasó más de una semana ayudando a buscar a unas monjas y misioneros que se habían quedado atrapados en medio de la batalla. Arriesgó su vida andando por el bosque hasta encontrar a esa gente escondida literalmente en los árboles», en palabras de David Guttenfelder, jefe de fotografía de AP en Japón.

Reporteros y demás colegas de profesión coinciden en señalar que sabía preocuparse de la gente, «ponerse en la piel de los demás» y que jamás dejaba tirado a un compañero. Enric Martí lo describe como una persona que «ayudaba a todo el mundo y todo el mundo le ayudaba. Jamás he conocido a nadie que suscitara semejante unanimidad. Unanimidad en la opinión de que Miguel era un tipo fantástico. Despertaba el sentido maternal de todas las mujeres, y el de una amistad singular y especial con todo el mundo».

Por su parte, Tim Sullivan, redactor jefe de AP en África Occidental, rememora que «de una u otra forma, Miguel había cuidado a casi todo el mundo que le rodeaba. Nos enseñó a ponernos a cubierto cuando comenzaban los disparos, y nos daba la lata para que llamáramos a nuestras madres desde el teléfono por satélite de AP». Para Fernando Quintela, director de El Mundo TV, Miguel Gil fue un apoyo para muchos: «Era un gran conversador y le gustaba, y sabía, escuchar. Y siempre sin abandonar, ni un instante, su serenidad, su solidez y su exquisita educación. Era una especie de relajante para mucha gente, sobre todo para los bosnios que le conocían».

Más que un «brother»

El periodista francés Paul Marchand clasifica a los que informan desde los puntos más calientes de la Tierra en tres grupos. Los fisgones o turistas son los que se fotografían en lugares controlados, fuera de todo peligro, y ya con el sello en sus pasaportes regresan a su casa. Los mickeys configuran una segunda categoría: Marchand los caracteriza como «fetichistas de los artilugios, con el equipaje adecuado y sin embargo siempre desocupados», propensos a presumir de su condición de corresponsal de guerra. Y luego están los brothers (hermanos) quienes, sensibles a cuanto ocurre, se juegan la vida para poder arrojar un rayo de luz e impedir que la barbarie y los crímenes sean silenciados.

Miguel Gil no solo pertenecía con todo merecimiento a esta última clase, sino que muy pronto se convirtió en un referente moral entre sus compañeros. Informaba desde la compasión por las víctimas, compartiendo su dolor y tratando de rescatar a los perdedores y a las causas perdidas.

Buenos contactos con Dios

«Yo soy un reportero y solo los editorialistas creen en Dios», escribió Graham Greene. Miguel Gil fue un reportero creyente, de hondas convicciones religiosas. Siempre que encontraba un cura a mano se confesaba antes de entrar en acción. Tenía la costumbre de llevar consigo una cruz y en las conversaciones con sus compañeros no excluía hablar de Dios. No tardaron mucho en ponerle cariñosamente el mote de «el católico».

David Guttenfelder, fotógrafo de AP, explica que «Miguel terminaba la mayoría de los días en África en una iglesia católica, rezando. A veces le acompañaba y le esperaba en los peldaños de la puerta. Solía pedirle que hablara bien de mí. La broma que compartíamos sobre la religión, en argot periodístico, era que Miguel tenía buenos contactos con Dios. Tenía acceso directo».

Javier Acín________________________(1) Manuel Leguineche y Gervasio Sánchez (eds.). Los ojos de la guerra. Plaza & Janés. Barcelona (2001). 460 págs. 2.995 ptas.

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