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La guerra aérea contra la población civil

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«Historia de los bombardeos», de Sven Lindqvist

Un libro que se refiera a la aviación militar y a los bombardeos debería inscribirse en el apartado de las obras de historia y estrategias militares, pero no es éste el caso del libro del historiador sueco Sven Lindqvist, Historia de los bombardeos (1). La disposición de este libro tiene una originalidad: puede leerse de forma continuada y cronológica, pero también puede leerse hacia delante y hacia atrás por medio de las 22 entradas que nos guían a través de los 400 apartados que componen la obra. De esta forma se pueden combinar hechos contemporáneos y hechos más remotos, pues existe un denominador común: el rechazo de una guerra aérea que tiene a la población civil entre sus principales víctimas. Esta es la otra historia de la guerra: su efecto más visible y lo que la convierte en atroz.

Este libro no se ocupa de las guerras más recientes, pero los hechos relatados y las reflexiones que suscitan son igualmente válidos para nuestros días, cuando hemos escuchado públicamente discursos sobre la necesidad de ahorrar sufrimientos innecesarios a los no combatientes. En los casos de Kosovo e Irak, se dijo que serbios e iraquíes no debían pagar las consecuencias de estar gobernados por Milosevic y Sadam Husein. Acaso las instrucciones dadas a los pilotos hayan podido disminuir el número de bajas civiles, pero éstas nunca podrán excluirse por completo.

Además, la población civil se ve afectada por una circunstancia determinante: los bombardeos siempre tienen entre sus objetivos estratégicos las infraestructuras de un país. Al atacar esas infraestructuras se busca debilitar al régimen e incluso poner a la población en su contra, pero esto no siempre se consigue, sobre todo si mueren muchos inocentes.

Los civiles, principales víctimas

Las guerras pueden ser dirigidas contra un régimen en nombre de la libertad, pero desgraciadamente las bombas de los «liberadores» pueden llevarse por delante a muchos «liberados». Y es que todo bombardeo conlleva siempre el mismo dilema ético: ¿cuántos civiles deberían morir para que otros civiles supuestamente sobrevivan? Pero por encima de los planteamientos éticos en las decisiones para conducir una guerra, siempre estará presenten los intereses del Estado o Estados que desencadenan los bombardeos. Esto es válido tanto en una época como la actual, en la que se pretenden reducir los «daños colaterales», como en la crónica de las guerras del siglo XX, pródiga en ejemplos de escasos miramientos.

Sven Lindqvist (Estocolmo, 1932) no es un simple historiador que bucea en los archivos y en los libros, sino que construye su narración partiendo de sus propias experiencias personales. De hecho, tiene grabado el recuerdo de los consejos de las autoridades suecas a la población en 1940, cuando crecía la psicosis de que la II Guerra Mundial iba a afectar a aquel país neutral, único de la península escandinava que estaba libre entonces de conflicto o de ocupación. Así pues, todo eran recomendaciones para sobrevivir en lavaderos excavados en la roca de los sótanos de las casas o para cubrir las ventanas con sacos de arena.

Lindqvist fue testigo en su infancia de una novedad hasta entonces poco difundida por el continente europeo: la guerra podía caer del cielo en plena noche, algo que la generación de sus padres apenas podía entender. Ya no se podía participar de la grandeza de la guerra, si es que alguna vez existió tal cosa, sino que había que limitarse a esperar agazapados en una guarida. Por aquel entonces, los estados mayores ya se habían dado cuenta de que un ataque aéreo sobre tropas de combate dispersas y bien atrincheradas, no surtía demasiados efectos. Por el contrario, las zonas urbanas ofrecían la oportunidad de blancos de mayores dimensiones y la posibilidad de minar la moral del enemigo. Los daños contra civiles estaban limitados en las guerras anteriores a la capacidad de alcance de la artillería. Los bombardeos aéreos rompieron definitivamente esos límites.

Bombardear a los salvajes

Lindqvist nos invita a introducirnos en el laberinto de la historia, la del siglo XX en particular, un siglo que comienza con el mismo optimismo y fe en el progreso que había caracterizado al positivista siglo precedente. En 1903, cuando los hermanos Wright desarrollaron su primer e histórico vuelo, se creía que la conquista del aire equivalía a entrar en el reino de la libertad. El hombre de las alturas se veía a sí mismo como un ángel o como un semidiós, dominando «un aire puro y libre de bacilos». Nadie recordaba por entonces las premoniciones de algunos visionarios del siglo XVIII (Zeidler, Restif de la Bretonne, Heyne) que argumentaron que tras el desarrollo de cohetes y globos, nadie estaría a salvo de ataques aéreos.

A este respecto, uno de los clásicos de la literatura de anticipación, Jules Verne, expuso en su novela Robur el conquistador (1886) el poder de un dirigible, el Albatros, que hace sentirse a su comandante, el ingeniero Robur, una especie de amo del mundo. Hay un detalle en esta novela que Lindqvist considera premonitorio: los parisinos que circulan por los bulevares divisan al Albatros en pleno día, y estallan en un griterío de admiración. Los hijos de aquel siglo positivista y cientificista no sienten ningún temor ante la presencia de la aeronave. En cambio, los indígenas de una tribu de África occidental caen presa del pánico cuando el Albatros les arroja desde el cielo cartuchos de dinamita y disparos de fusil. Es un ejemplo, tal y como nos recuerda Lindqvist, de cómo el hombre blanco no se sentirá amenazado durante un tiempo por la guerra aérea. Sus víctimas serán, sobre todo en las guerras coloniales, africanos o asiáticos, pero no europeos.

Las ciudades, nuevos objetivos militares

La guerra civil española y la II Guerra Mundial cambiaron radicalmente esta perspectiva, aunque los miles de muertos de Hiroshima y Nagasaki no fueran europeos sino japoneses. En los años anteriores a estos sucesos, los europeos tenían motivos para creer que ellos nunca serían afectados por bombardeos aéreos: la aviación militar de sus países se empleó a fondo contra aldeas y ciudades de Somalia, Marruecos, Sudáfrica, Irak, Siria, India o Birmania. Apenas se elevaron protestas, pues se partía de la base de que las normas de Derecho internacional sobre la guerra no se aplicaban a personas de color. Por si esto fuera poco, los expertos en Derecho internacional de aquella época, como J.M. Spaight, abogaban por unas normas internacionales «más prácticas, no pedantes y obstructivas». Estos calificativos servían, como no podía ser de otro modo, para elevar una vez más la teoría del interés nacional al primer rango en las relaciones internacionales. De hecho, en conferencias como la de La Haya (1923), las grandes potencias abogaban por la «flexibilidad» en la definición de objetivo militar, de tal modo que no se pudo incorporar al Derecho internacional un texto que prohibía expresamente el bombardeo de las poblaciones civiles.

La oposición a insertar esta propuesta legal da a entender que los expertos estaban convencidos de que las guerras del futuro tendrían a las ciudades como uno de sus principales escenarios. Influiría también la mentalidad de algunos estrategas como el general italiano Giulio Dohuet, cuya obra El dominio del aire (1921) fue bien acogida en Alemania y Gran Bretaña, y que entendía la guerra como una «ciencia», sin reparar en las crueldades que pudiera conllevar. En sus ideas hay todo un sentimiento de inhumanidad utilitarista, que llevaba a conceder un valor máximo a la vida de un soldado, la de un hombre joven y robusto, por encima de cualquier otra vida. Esto implica evidentemente el rechazo de la distinción entre beligerantes y no beligerantes.

La guerra total

Cabe añadir que en el Derecho internacional anterior a 1945 existía una clasificación de pueblos: civilizados, bárbaros y salvajes. Sólo los occidentales se inscribían en la categoría de civilizados. Los demás, en mayor o menor medida, pertenecían a unas culturas de categoría inferior que debían estar bajo la tutela de los Estados civilizados. Toda rebelión en un territorio no autónomo era protagonizada por «delincuentes», por «bandidos» a los que no se podía aplicar ninguna norma de Derecho. Si además sucedía que una organización de ámbito universal como la Sociedad de Naciones había otorgado a una potencia europea el mandato de administrar un territorio, la represión de un levantamiento era vista como una mera acción policial legítima. Esto sirvió, por ejemplo, para justificar el bombardeo de Damasco por los franceses en 1926. Después de la II Guerra Mundial, las invocaciones a la Carta del Atlántico y a la Carta de las Naciones Unidas, que garantizaban el derecho de autodeterminación de los pueblos, tampoco evitaron los bombardeos por las potencias coloniales, aferradas a sus territorios extraeuropeos, en Argelia, Siria, Madagascar, Malasia, Adén o Kenia.

Es verdad, sin embargo, que las represalias aéreas de los italianos sobre Etiopía (1935) y de los japoneses sobre China (1937) provocaron una indignación de alcance mundial, pero la concepción del mundo presente en Robur el conquistador seguía vigente: los europeos estaban a salvo de los bombardeos. Había, sin embargo, suficientes indicios para no mantener este optimismo, y no sólo por el bombardeo de Guernica por la aviación alemana en 1937, sino sobre todo por la concepción de la guerra extendida entre tratadistas y estrategas desde la I Guerra Mundial. Aquella contienda había puesto las bases de la «guerra total», en la que no hay distinción entre combatientes y no combatientes. La dificultad para romper las trincheras daría paso a la idea de que las represalias aéreas sobre las ciudades serían la vía más rápida hacia la «paz», entendida como la rendición del enemigo. Admitido esto, no habría dificultad para asentar otro principio: no esperes a que el enemigo utilice armas inhumanas contra ti, utilízalas tú primero.

Lindqvist hace un interesante recorrido por la literatura de ficción de entreguerras, en particular la británica, y en ella encontramos novelas futuristas como Theodore Savage (1922) de Cicely Hamilton, El fin del Homo Sapiens (1923) de Anderson Graham o Ragnarok (1926) de Desmond Shaw. En ellas asistimos al espectáculo de una Inglaterra devastada por las bombas incendiarias y los gases tóxicos, pero el denominador común en estas obras es que los agresores son africanos o asiáticos. Estos agresores son presentados con un aspecto infrahumano, resaltando sus pieles oscuras, sus extraños uniformes y la tosquedad de sus risas. La conclusión, más o menos explícita, que aparece en este tipo de novelas es que el acceso de los pueblos colonizados a la educación superior sólo podía traer terribles consecuencias. Sin embargo, quienes devastarían con sus bombardeos países como Gran Bretaña y Alemania durante la II Guerra Mundial, no eran africanos o asiáticos sino europeos y norteamericanos. A este respecto, Lindqvist aporta sus recuerdos de adolescente en la Inglaterra de 1948: la familia que le acogió aquel verano en su casa se empeñaba en negar las informaciones acerca de los bombardeos aliados en Alemania sobre zonas residenciales, calificándolas de propaganda, y exponía, por el contrario, sus testimonios acerca de los bombardeos alemanes sobre su país.

De Dresde a Hiroshima

El autor dedica una parte destacada de su obra a los bombardeos británicos sobre Alemania y a la bomba atómica lanzada por los norteamericanos sobre Hiroshima. Según Lindqvist, los primeros estaban en la determinación de Churchill, desde el momento en que asumió el puesto de primer ministro en mayo de 1940. J.M. Spaight, el ministro del Aire británico, que también era especialista en el Derecho Internacional de la época, apoyaría esa decisión. En ella pareció prevalecer el pragmatismo más radical: se pretendía provocar las represalias alemanas para mantener así la voluntad de resistencia de la población. Sólo en el bombardeo de Dresde (1945) murieron unos 100.000 civiles. Un detalle a destacar: el general Arthur Harris, más conocido como Bomber, tenía experiencia de bombardeos sobre aldeas de territorios coloniales como Irak y Adén. Esas operaciones tenían como objetivo cortar drásticamente las sublevaciones de la población. Eran presentadas como «necesarias». Esa «necesidad» podía aplicarse también a Alemania. De hecho, Lord Balfour aseguraba en una interpelación parlamentaria que no se bombardeaba «gratuitamente». Harris Bomber aseguraría años más tarde en sus Memorias que los bombardeos sobre la población civil habían permitido a su país ganar la guerra.

El mismo pragmatismo encontramos en los bombardeos americanos con napalm sobre ciudades japonesas en los primeros meses de 1945. Finalmente la bomba atómica, la superarma, lanzada sobre Hiroshima, procurará la «paz definitiva,» pero la censura evitará, hasta pasados veinte años, mostrar imágenes de las víctimas. Y es que el discurso oficial americano seguirá aferrado durante mucho tiempo a que la bomba salvó vidas americanas. Se dieron entonces cifras exageradas de que podían haber muerto un millón de estadounidenses en el asalto al archipiélago japonés, pero los jefes de estado mayor reducían en realidad la posibilidad de bajas a entre 25.000 y 50.000. ¿Prevaleció en la decisión de lanzar la bomba el tratar de impresionar a la Unión Soviética, país que se perfilaba como el gran rival de Estados Unidos en la posguerra?

Hiroshima inauguró la era atómica, en la que la humanidad estuvo más cerca que nunca de la destrucción. En esta época, y sobre todo en Estados Unidos, se trató de crear una sensación falsa de seguridad: la generada por los refugios antinucleares familiares. ¿De qué protegerían si en el exterior persistían los efectos de las radiaciones? Pero aunque no hubo guerra nuclear, no faltaron los bombardeos sistemáticos para debilitar la resistencia enemiga. Los 5 millones de muertos, civiles en su mayoría, de la guerra de Corea no trajeron la victoria para ninguno de los dos bandos, y también se revelaron inútiles para Washington los bombardeos sobre Vietnam del Norte. Son ejemplos de que la superioridad militar, e incluso las victorias, no reportan siempre beneficios políticos.

En definitiva, el libro de Sven Lindqvist, con exactitud en la exposición y profusión de bibliografía, es uno de los mayores alegatos que se han escrito en los últimos años contra las guerras. El propio autor califica al libro de «rompecabezas espeluznante» que debe contemplarse para construir el siglo XXI con otras piezas.

Antonio R. Rubio____________________(1) Sven Lindqvist. Historia de los bombardeos. Turner. Madrid (2002). 339 págs. 23,50 €. T.o.: Nu dog du. Bombernas århundrade. Traducción: Sofía Pape.

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