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El Señor del azar

publicado
DURACIÓN LECTURA: 11min.

Ciencia y fe, dos ámbitos de conocimiento
Un reciente libro, titulado El Señor del azar (1), plantea, de un modo original y atractivo, la compatibilidad entre ciencia y fe. Se trata de una de esas cuestiones que se prolongan siglo tras siglo a través de casos más o menos tópicos: el proceso a Galileo, la teoría de la evolución, la de la relatividad… Quizá estamos hoy en una situación que permite aclarar lo que ha sido un prolongado equívoco.

Tomás Alfaro Drake, ingeniero, plantea el libro como respuesta a una pregunta que le formula un amigo: cómo se pueden defender las actuales teorías científicas y a la vez ser coherentemente católico.

El método que sigue Alfaro es original: en la primera parte del libro expone, de manera divulgadora y seria, los principales resultados científicos actuales sobre el origen del universo (el Big Bang), la aparición de la vida (a partir de la famosa sopa primitiva), la aparición del hombre. En la segunda parte, narra la historia del mundo y del hombre tal como se cuenta en la Revelación bíblica, según la doctrina de la Iglesia. Pues bien, no hay contradicción alguna entre las dos «versiones». Si, como postulan -que no demuestran- muchos científicos, el mundo, la vida y el hombre han surgido por azar, eso no tendría nada de extraño, porque Dios es el Señor del azar.

Los dados de Einstein

Einstein, con una frase algo sibilina, dijo aquello de que «Dios no juega a los dados», lo que era en realidad una crítica a la física cuántica. Niels Bohr, uno de los grandes de la moderna física, contestó que no éramos quienes para decir cómo actuaba Dios. Y más recientemente, y es la postura que divulga en este libro Alfaro, se tiende a decir que sí juega Dios a los dados, y con dados trucados. O, más elegantemente, que Dios juega haciendo intervenir, cuando le parece, el azar.

Esta idea del juego de Dios no es de hoy. Platón habló ya de que éramos «títeres de Dios». La Biblia presenta explícitamente a la Sabiduría de Dios «jugando con el orbe de la tierra». La profunda realidad del juego, gratuito y serio a la vez, es un ámbito en el que cabe explicar la evolución del universo mejor que con uniformes y mecanicistas leyes universales, que es lo que venía ocurriendo desde mediados del siglo XVII, desde la época de Descartes y de Galileo.

En este libro se recuerda algo que ya pertenece a la metodología corriente de la ciencia experimental (que es lo que, de ordinario, se entiende, algo abusivamente, por ciencia): que las teorías son siempre provisionales. Lo que fue presentado como un absoluto (las leyes de Newton), no lo son, después de Einstein. Ni lo es la relatividad. La física reciente ha destrozado el mecanicismo, pero no para imponer otra teoría inmutable, sino para contentarse, con formular hipótesis que explican una serie de fenómenos hasta que la inteligencia humana no dé con otras.

Cuestión de niveles

Alfaro distingue entre verdades científicas (experimentales, a las que se llega por la inteligencia y el experimento), tesis anticientíficas (en contra de las leyes de la razón) y verdades acientíficas, que no pueden ser probadas experimentalmente, pero sí conocidas por otro medio. En concreto, la fe. Desde antiguo se ha defendido que las conclusiones de la razón no pueden estar en contra de las verdades de fe puesto que razón y fe tienen un mismo autor, Dios. Esa es la doctrina de Tomás de Aquino, en el siglo XIII, quien recogía por lo demás una antigua tradición cristiana.

Todo este asunto queda muy aclarado con una sencilla reflexión: la incompatibilidad entre el nivel de la razón y el de la fe sólo podría ser advertida plenamente por quien dominara tanto un nivel como el otro. Pero el hombre no está en ese supuesto. El hombre tiene que contentarse, lo que tampoco es poco, con usar varios modos y varios registros. El de la ciencia, con una humildad que nace de la provisionalidad de cualquier resultado algo complejo. Y el de la fe, asintiendo, por confianza, de corazón. Porque, como ya dijo Pascal, el corazón tiene sus razones que la razón desconoce.

Las posturas «absolutistas» o «fundamentalistas» son las que llevan a enfrentar los niveles. Posturas del tipo de la de Ernst Friedrich Haeckel, uno de los decimonónicos más famosos en su tiempo y hoy casi olvidado, para quien «La evolución será en el futuro la palabra mágica con la que resolveremos todos los misterios que nos rodean». O posturas como la de quienes se empeñan en que la Iglesia «diga algo» sobre el Big Bang, los quarks o el hombre de Atapuerca. Hay que recordar una y otra vez que, en el camino de la inteligencia humana, como escribe el filósofo Hans George Gadamer, «una interpretación definitiva parece ser una contradicción en sí misma».

Conocer el estado actual de la ciencia

Precisamente cuando la ciencia experimental o, mejor, los científicos experimentales abandonan el proyecto de hacer de la ciencia una especie de pseudoreligión, los progresos científicos son más claros y más atractivos. En lugar de una genérica explicación materialista y mecanicista se tiene un mosaico de explicaciones fragmentarias, aunque válidas.

Nunca, como ahora, las hipótesis científicas han sido más apasionantes. La divulgación que hace Alfaro en El Señor del azar no se detiene ante dificultad alguna, señalando cada vez que es necesario, y lo es con frecuencia, la acción del azar. El Big Bang se dio, quizá. ¿Pero qué se dio antes? Las ciencias no tienen respuesta para eso. También por azar aparece el ADN y por azar los ladrillos de la vida acaban formando una célula, que es ya algo complejísimo. Una vez encauzada la vida, es muy probable que uno de los caminos de la evolución sea la selección a través del medio, como decía Darwin. Pero la evolución gradual no se da ni siempre ni por igual en todos los casos. Hay a veces saltos. En concreto, la «discontinuidad» entre el orden de los primates, su evolución y el Homo sapiens, no es posible que encuentre una explicación científica que no sea la apelación al azar.

¿Qué es el azar?

Aristóteles, en la Metafísica, sostenía que «no estaría bien confiar a la casualidad y al azar tan gran empresa» (la de que «en unos entes haya y en otros se produzca lo bueno y lo bello»). Muchos siglos después, Jacques Monod, en El azar y la necesidad, dice algo terminante: «El hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del universo, del que ha emergido por azar. Ni su destino ni su deber están escritos».

Sin embargo, un investigador como Pasteur aseguraba que «en los campos de la observación, el azar no favorece sino a los espíritus perspicaces». Para unos, el azar no es sino «otro nombre de la ignorancia». Alfaro recoge en este libro, en cambio, la también divulgada opinión de que «el azar es lo que resulta cuando Dios no firma».

Los conocimientos actuales, sobre todo en física, astrofísica, biología y genética, ascendiendo hasta las inmensas escalas del universo y descendiendo hasta lo inmensamente pequeño de las partículas elementales o de los «ladrillos» de la vida, sitúan a nuestro tiempo en una perspectiva en la que es difícil objetivamente la credulidad (si no fuera porque en un mundo tan racionalmente conocido continúa la «necesidad» del mito y resulta casi inevitable esperar en fantasías). Pero un buen conocimiento científico es el gemelo ideal de una segura creencia de fe.

La facilidad con que han circulado los tópicos -el reflejo inmediato de tachar a la fe de oscurantismo, la acrítica esperanza en el progreso lineal, unidimensional e indefinido- debería hacer dudar de su veracidad. Desde hace mucho tiempo, no sólo los científicos, sino también los poetas lo habían dicho con sencillez, como Shakespeare en Hamlet: «Hay más cosas entre el cielo y la tierra, Horacio, que las que sospecha tu filosofía». Ese «entre el cielo y la tierra» es una metáfora conjunta, por así decirlo, de lo que falta a las ciencias, a la razón, por conocer -porque la tarea es interminable- y de lo que el corazón, por seguir con el binomio de Pascal, puede conseguir vislumbrar de lo divino.

Superación de la incompatibilidad

A la cultura, en general, y a muchos individuos en concreto, casi siempre por falta de esfuerzo por obtener información, les cuesta abandonar los estereotipos, prejuicios o simplemente enfoques heredados de épocas anteriores. Pero, aunque se siga hablando de ellos, les ocurre como a aquel personaje del Orlando, de Ludovico Ariosto: «Andava combattendo ed era morto», que seguía combatiendo pero ya estaba muerto.

Uno de esos estereotipos es el de la compatibilidad o incompatibilidad entre ciencia y fe. Proviene de una visión racionalista, la que quiere que todo cuadre a ultranza. Más de acuerdo con la compleja condición humana es una tensión entre el esfuerzo de la comprensión por la inteligencia y el de la compresión por la fe. Tensión que no equivale a oposición, al menos no a oposición contradictoria. Si una es verdadera, la otra no tiene por qué ser falsa: puede ser verdadera en otro ámbito.

Un ejemplo, ya tópico, de esos enfrentamientos inútiles es el de la división, en cuanto al origen de la vida, entre «evolucionistas» y «creacionistas». La respuesta «creación» no está en el ámbito de la ciencia experimental, sino en el de una respuesta de la inteligencia a la pregunta que se formulaba Martin Heidegger: «¿Por qué el ser en lugar de nada?». La respuesta «evolución» es la de una hipótesis para explicar una serie de fenómenos que se dan cuando, desde hace tiempo, ya existe algo. Mantener las dos vías al mismo tiempo no es incoherencia ni contradicción sino responder, de una manera sencilla y profunda, a la complejidad de lo real.

Dos ángulos de visión

Si algún detalle menos claro existe en El Señor del azar es la voluntad de buscar la armonía o compatibilidad entre los resultados de las ciencias, por lo demás continuamente provisionales, y las verdades de fe que, por sí mismas, son definitivas. Hay puntos de la fe que no coinciden con los resultados actuales de algunas ciencias, lo cual no significa que esos resultados sean falsos ni que la Revelación esté equivocada. En principio no se puede pensar en ningún momento en el que todo cuadre, por las dos partes, entre otras razones porque no son partes de un puzzle, sino distintos ángulos de visión.

La necesidad de conocer es algo que ha de vivir con el conocimiento de que la frontera de lo desconocido se agranda cada vez más. No sólo para el conocimiento de fe valen las palabras de San Pablo: «Vemos ahora en enigma y como en un espejo», de esos espejos antiguos en los que el reflejo era, además, poco nítido.

Pero esa penumbra no es un motivo de desgracia, sino el equivalente, en la inteligencia, a lo que son, en la voluntad, los titubeos de la libertad.

Rafael Gómez PérezPara saber másServicios de Aceprensa

— «La mente del universo» (134/96): Mariano Artigas describe los rasgos fundamentales de la cosmovisión científica actual, que se muestra muy coherente con el teísmo. Hay unos párrafos dedicados a la intervención del azar en la evolución del universo.

— «Hechos, teorías e ideología en la evolución» (72/96): Christian de Duve, premio Nobel, aclara que, en la evolución de los seres vivos, «aleatorio» no equivale a surgido por azar ciego.

— «Un universo de diseño» (90/95): Paul Davies es un famoso físico, no creyente, que subraya la racionalidad de la naturaleza, lo que invita a pensar en la existencia de un designio.

— Se pueden encontrar otros servicios sobre ciencia y fe en los índices de Aceprensa, voces «Ciencia» y «Evolución».

Libros

— Hubert Reeves, Joël de Rosnay, Yves Coppens y Dominique Simonnet, La historia más bella del mundo (Anagrama). Explica las hipótesis actuales sobre el origen del universo y de la vida (ver reseña en la segunda parte de este servicio).

— Jordi Agustí, La evolución y sus metáforas (Tusquets). Buen resumen de la historia de las ideas sobre la evolución, que muestra cómo los esquemas materialistas han ido quedando superados (ver reseña en servicio 53/95).

— Mariano Artigas, Ciencia y fe: nuevas perspectivas (EUNSA). Obra de divulgación sobre los temas que han solido dar pie a equívocos en torno a los datos científicos y los de fe (ver reseña en servicio 61/93).

— Varios Autores, Física y religión en perspectiva (Rialp). Reúne los trabajos de cinco especialistas sobre cuestiones fronterizas entre física, filosofía y teología (ver reseña en servicio 158/91).

— Stanley L. Jaki, Ciencia, fe, cultura (Palabra). Una visión armónica que destruye el abismo aparente entre las ciencias y el humanismo (ver servicio 178/90).

_________________________(1) Tomás Alfaro Drake. El Señor del azar. San Pablo. Madrid (1997). 356 págs. 1.950 ptas.

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