El renacimiento de Rusia

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El nuevo libro de Hélène Carrère d’Encausse, Victorieuse Russie (1), es la crónica del renacimiento de una nueva Rusia y del rápido ascenso y el difícil asentamiento de Boris Yeltsin en el poder. La autora no se limita a analizar la realidad de la Rusia de los noventa, sino que va mucho más allá y ahonda en su pasado para intentar demostrar que la Historia rusa no es sólo el relato de las crueldades de Iván el Terrible o de las victoriosas campañas de los cosacos más allá de los Urales. El resultado es una obra que resulta un útil instrumento para conocer los orígenes y las primeras etapas de la transición que actualmente vive Rusia.

A lo largo de este siglo XX que toca a su fin, los términos «Rusia» o «rusos» eran presentados con frecuencia como sinónimos de Unión Soviética o de comunistas. A excepción del montaje patriótico puesto en marcha por Stalin para hacer frente a la invasión alemana o de las ceremonias del milenario de la cristianización de Rusia impulsadas por Gorbachov, la vieja Rusia pareció haber caído en el olvido durante casi tres cuartos de siglo. Pero hoy Rusia está presente de nuevo en la escena mundial. No pretende ser el gran Imperio de los zares ni la Santa Rusia heredera de Roma y Bizancio. Es una nación que mayoritariamente apuesta por el modelo occidental de democracia y economía de mercado sin que por ello estén ausentes de ella los ramalazos autoritarios, las contradicciones del pasado comunista y las tensiones de los nacionalismos desbocados.

Cuando la URSS eclipsaba a Rusia

¿Dónde debe buscar Rusia el modelo para edificar su futuro? La Rusia de la fe ortodoxa, la Santa Rusia, es un atractivo punto de referencia para todos aquellos que, como Solzhenitsin, sueñan con una unión de los tres grandes Estados eslavos: Rusia, Ucrania y Bielorrusia. El propio Boris Yeltsin gusta de aparecer en lugar destacado en las grandes ceremonias ortodoxas, aunque sus preferencias parecen estar más cerca de los modelos políticos y culturales de Occidente.

Sin embargo, el marxismo, otra importación de Occidente, llevó a Lenin a romper con el pasado ruso. Lenin compartía la tesis de Marx que hacía de los eslavos «pueblos sin historia», y desde sus inflexibles posiciones internacionalistas privilegió todo lo soviético en detrimento de lo ruso. Incluso llegó a favorecer a pueblos de cultura no rusa vendiéndoles al principio la idea de la autodeterminación.

La URSS leninista nació como una criatura occidental que hizo de Rusia su víctima, aunque fuera de ella muchos la confundieran con el verdugo. La URSS era un Estado sin nombre, el perfecto símbolo del internacionalismo, capaz de ampliar indefinidamente sus fronteras con la utilización oportuna del marchamo soviético.

Por el contrario, Rusia parecía haberse eclipsado. Se daba el caso, por ejemplo, de que había una academia de las ciencias en cualquier república de la Unión, pero no en Rusia. Carrère d’Encausse pone de relieve que ya en 1973 Solzhenitsin en su Carta a los dirigentes de la URSS denunciaba que «Rusia había sido ejecutora de los intereses de otros, pero no de los suyos». Por aquel entonces el renacimiento de Rusia parecía muy lejano. La gran mayoría de los intelectuales disidentes clamaba por la democracia y los derechos humanos, pero no solían mencionar el nacionalismo, la religión o la cultura. Lo que menos podía esperar el muy internacionalista Gorbachov al hacerse con el poder era la oleada de nacionalismo que barrió de un extremo a otro la Unión. La autora considera 1988 como una fecha clave, en la que surgen los frentes populares, movimientos cívicos que querían acabar con la corrupción y la burocracia. Pero paralelo a ellos había en muchos lugares un renacer de la cultura que iba desde el estudio de la monarquía en Georgia al de las tradiciones de los nómadas del Kirguizistán.

El nacionalismo ruso en los ochenta

Pero, ¿dónde podrían encontrar los nacionalistas las raíces de la vieja Rusia? Difícilmente en la Rusia campesina que Stalin aplastó por el hambre y la colectivización de la agricultura. Posteriormente la desesperación y el alcohol acabarían haciendo mella entre los campesinos. Rusia sólo podía resurgir gracias al repaso de su Historia.

Carrère d’Encausse señala que a comienzos de los ochenta surgió el movimiento Pamiat (Memoria) como asociación cultural que organizaba conferencias sobre las figuras políticas y militares de la antigua Rusia. No resultaba ninguna novedad ensalzar, por ejemplo, la figura del mariscal Kutuzov, héroe de la resistencia contra Napoleón. Eso ya lo había hecho la propaganda estalinista durante la II Guerra Mundial. La novedad estaba en que pudiera hablarse más o menos abiertamente de personajes como Stolypin, primer ministro de Nicolás II e impulsor de una importante reforma agraria. Pero con el paso del tiempo Pamiat adquirió una orientación radical con la que ha llegado hasta hoy. Cuando en 1985 el fotógrafo Dimitri Vassiliev se puso al frente de la asociación, le infundió la impronta antisemita que él mismo había adquirido con la lectura de los Protocolos de los sabios de Sión, aquel panfleto obra de la policía zarista de principios de siglo que todavía hay gente que se toma en serio.

Por aquellos años apareció también la Unión de escritores rusos en la que han jugado un importante papel los llamados escritores ruralistas (Rasputín, Bielov, Astafiev, Zalyguin), nostálgicos de la Rusia campesina tradicional, pero también furibundos detractores del rock o del cine occidental. Esta oleada patriótica influyó hasta en los comunistas opuestos a la perestroika como la profesora de química de la entonces Leningrado, Nina Andreieva, nostálgicos de aquel Stalin rusófilo de la II Guerra Mundial.

La hora de Yeltsin

La autora dedica buena parte de su libro a rememorar los años finales de la URSS cuando, en pleno fracaso de la perestroika, Rusia ganó la batalla definitiva contra el poder soviético de la mano de Yeltsin. Las elecciones de 1989 hicieron del naciente Congreso algo muy distinto de la dócil asamblea de reformistas que hubiera querido Gorbachov. Sin embargo, Occidente seguía apostando por Gorbachov, que todavía en marzo de 1990 creaba para sí mismo el puesto de presidente de la URSS. A su lado Yeltsin sólo obtenía los calificativos de populista o demagogo. Quizás por eso pocos prestaron atención al 12 de junio de aquel mismo año, cuando Rusia proclamó su soberanía, un mes antes de que el propio Yeltsin abandonase el PCUS.

1991 sería el año de los desesperados intentos de Gorbachov por evitar la desintegración de la Unión. Prueba de ello fueron las embrolladas preguntas del referéndum del Tratado de la Unión celebrado el 17 de marzo. Pero entre esas preguntas se coló una que favorecía claramente a Rusia: la de la autorización para elegir al presidente ruso por sufragio universal. Y otro 12 de junio Boris Yeltsin obtenía más de un 60% de los votos, una legitimidad democrática que Gorbachov nunca conseguiría.

Aquel verano los archivos y funcionarios del primer presidente democrático de Rusia fueron invadiendo las dependencias del Kremlin reservadas hasta entonces a los dirigentes soviéticos. ¿Estaba Yeltsin al corriente de los preparativos del golpe de agosto? Para la autora no es algo que importe demasiado. Lo único cierto es que Yeltsin supo aprovechar la situación y resolver el conflicto de legitimidad latente desde las elecciones de junio.

Los rusos del exterior

Otro capítulo interesante del libro pone de manifiesto que la independencia de las repúblicas ha convertido a la población rusa que vive allí desde hace largo tiempo en ciudadanos de segunda categoría, o, si se quiere, en residentes, como dice la Constitución de Lituania. Las repúblicas bálticas, con una forma de vida más cercana a la occidental, y que atrajeron desde siempre la inmigración rusa, plantean ahora a los rusos la dolorosa elección de cambiar de ciudadanía o emigrar.

Yeltsin, que favoreció las independencias, se ve ahora acusado de pasividad en la defensa de los rusos del exterior. Probablemente la lenta retirada de sus tropas estacionadas en las repúblicas bálticas sea una prueba más de las vacilaciones del presidente ruso en la hora actual. Asimismo, la sublevación en Moldavia de los rusos del Dniéster resulta otro quebradero de cabeza para Yeltsin. ¿Qué hacer si interviene Rumania en ayuda de Moldavia? Y si el vicepresidente Rutskoi apoya a los rusos del Dniéster, ¿por qué no lo hace más abiertamente Yeltsin, conocido partidario del derecho a la autodeterminación?

Lo cierto es que dentro de Rusia crece la sensación de que veinticinco millones de rusos pueden haber quedado abandonados a su suerte. Los que viven junto al Báltico no desean regresar a Rusia, y los del Cáucaso y Asia Central, que sí desearían volver, tienen la sospecha de que no serán bien recibidos. En todo caso, el mayor peligro radica en que los rusos puedan convertirse en rehenes de posibles conflictos entre Moscú y las repúblicas.

¿Sobrevivirá la Federación rusa?

Carrère d’Encausse también hace referencia al riesgo de que la Federación rusa pueda desintegrarse, siguiendo los pasos de la URSS. Tártaros, chechenos, inguchos, cosacos, osetios del Norte, alemanes del Volga, judíos y hasta siberianos hacen gala de sus aspiraciones autonomistas, cuando no abiertamente independentistas. Moscú actúa con prudencia y prefiere permanecer a la espera de acontecimientos, pues no desea cometer los mismos errores que a finales de 1991 precipitaron el final de la URSS. Surgió entonces la Comunidad de Estados Independientes (CEI), pero con ella Rusia no consiguió atraerse a los otros Estados eslavos, Bielorrusia y Ucrania. Leonid Kravtchuk, el presidente ucraniano, sólo ha proporcionado desaires a las autoridades rusas.

Precisamente ha sido la oposición de Ucrania lo que ha impedido que la CEI se convierta en sujeto de derecho internacional o se dote de instituciones propias. Kiev, paradójicamente la cuna de Rusia, vuelve la espalda a Moscú y mira hacia el Oeste. Naciones fronterizas como Polonia, Hungría o Eslovaquia están en la órbita de sus intereses, sin olvidar tampoco a Europa occidental. Además, Rusia y Ucrania están enfrentadas por el control de Crimea, cuya población es rusa en casi las tres cuartas partes. Ucrania ha concedido a Crimea el estatuto de región autónoma y, como hace notar la autora, en el futuro se podría dar la circunstancia de que la mayoría rusa de Crimea prefiera estar bajo el dominio ucraniano, que considera más seguro y estable que el de la agitada Rusia.

Punto sin retorno

La conclusión de Victorieuse Russie es que, pese a sus problemas de toda índole, Rusia va a salir adelante. Carrère d’Encausse no soslaya las dificultades económicas, el aumento de la delincuencia y las mafias o el obstruccionismo del Parlamento ruso. Pero mira con frecuencia a la historia rusa, aunque no precisamente para recrearse en cúpulas bizantinas o en glorias imperiales. En diversas ocasiones expresa su interés por Alejandro II, el zar reformador que a mitad del siglo XIX quiso crear en Rusia un Estado de Derecho acometiendo con decisión la reforma de la justicia. Las bombas anarquistas frustrarían todas esas ansias de reformas.

A pesar de todo, la autora rehúsa creer en destinos trágicos para Rusia, por mucho que se haya escrito sobre el fatalismo del alma rusa. Porque la victoria de Rusia sobre el comunismo marca un punto de no retorno para un país cuyo único futuro posible es Europa.

Antonio R. Rubio


En busca de una identidad rusa

Con motivo de la aparición en Francia de Victorieuse Russie, Hélène Carrère d’Encausse concedió una entrevista a L’Express (9-X-92) de la que entresacamos algunas preguntas referidas al nuevo nacionalismo ruso.

La autora explica que, tras pasar duras pruebas a lo largo de este siglo, «hoy, los rusos experimentan un profundo sentimiento de frustración: se sienten las principales víctimas de esta trágica historia».

Es ésta la razón por la que buscan enlazar de nuevo con el pasado presoviético.

– Efectivamente. Tanto más cuanto que descubren con sorpresa lo que fue realmente su país antes del comunismo. En el transcurso de una conferencia que di en Berlín, vi a funcionarios soviéticos de alto rango quedarse estupefactos al enterarse de que la servidumbre había sido abolida en 1861. No sabían que en aquella época había tribunales, con verdaderos jueces, casi un Estado de Derecho. Se les había enseñado siempre que, antes de la revolución de octubre de 1917, no existía más que una horrible Edad Media. Hoy, los periódicos están llenos de revelaciones de este tipo. Los nuevos manuales escolares parece que se basan en los especialistas occidentales; se desentierran los archivos para reconstituir un patrimonio, para cimentar una identidad moral y espiritual.

El riesgo ahora es el contrario, idealizar demasiado la época presoviética.

– Es cierto, pero es legítimo que los rusos quieran conocerla a toda costa. Cuando el Estado soviético se derrumbó, el ucraniano vio renacer Ucrania, el georgiano Georgia, el lituano Lituania. Todos reencontraban una cultura, un pasado, una bandera, un himno, con los cuales reconstruir un Estado. El soviético ruso, por su parte, ha buscado penosamente su bandera: ha tenido que recurrir a la de la armada del zar; no ha encontrado himno; en resumen, estaba casi sin pasado. Se ha sentido entonces terriblemente humillado, y ese sentimiento ha acelerado su voluntad de conocer su historia y de enlazar con ella. Si votó por Yeltsin, es también porque fue el primero en enarbolar un estandarte ruso, el primero en devolverle un patrimonio.

La búsqueda de la nueva Rusia se hace, pues, en nombre de la identidad. ¿No le inquieta eso?

– No. No creo en el peligro nacionalista. Pienso, al contrario, que hay razones para ser optimistas. Si el balance del comunismo es desastroso, el país al menos ha ganado una cosa: sabe lo que ya no quiere ser. No quiere ya mentiras. El pasado está abolido y el deseo de reconstruir algo que no sea totalitario está profundamente anclado en los espíritus. Se ha pasado la página. Se ha operado una considerable revolución en las mentalidades. Hasta ahora las gentes no creían en nada, se habían habituado a vivir en un decorado de cartón-piedra donde todo era falso, todo lo que se decía era falso, las leyes eran falsas. Entre la ideología y la realidad no había nada. Eran dos planetas diferentes. Hoy, todo el mundo aprende a construir la legalidad.

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(1) Hélène Carrère d’Encausse. Victorieuse Russie. Fayard. París (1992). 439 págs. 140 FF.

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