El derecho a la vida en el Estado constitucional

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La tutela legal de la vida de los no nacidos
Puede parecer que la democracia favorece la liberalización del aborto. Esta es una de las cuestiones que discute Martin Rhonheimer en su libro Derecho a la vida y Estado moderno (1). En el capítulo V («Estrategias contra la defensa legislativa de la vida»), que aquí reproducimos -excepto los primeros párrafos-, sostiene que no es la democracia, sino las personas y los factores que forman la opinión pública lo que promueve el aborto. Así lo muestra con ejemplos de países comunistas que liberalizaron el aborto y de referéndums (Suiza, Irlanda) o decisiones parlamentarias (Polonia) que hicieron lo contrario. Después, el autor examina los argumentos más usados para justificar la legalización.

No es la democracia la que origina el problema, sino más bien los mecanismos y las personas que forman la opinión pública. No es una cuestión que dependa de las instituciones democráticas en cuanto tales, sino de la formación humana y cultural. En síntesis, el problema de la «cultura de la muerte» no se origina desde las instituciones políticas, sino que refleja un problema de la sociedad, que sólo indirectamente pasa a ser también un problema que concierne a las instituciones democráticas y a la democracia. Éste es uno de los más importantes mensajes de la encíclica Evangelium vitae.

¿Humano pero no persona?

El presupuesto fundamental para una defensa legal de la vida de los no nacidos en un Estado constitucional es el reconocimiento del hecho de que el no nacido, tanto en estado embrionario como fetal -y en forma análoga el disminuido físico o mental, así como la persona en coma irreversible- sea considerado ante la ley como un ser humano, como cualquier otro humano vivo ya nacido. Este principio es uno de los presupuestos explícitos de la jurisprudencia constitucional alemana; en el caso de Roe v. Wade (2), al haberlo puesto entre paréntesis, ha constituido, en sentido contrario, el presupuesto de la correspondiente sentencia.

Una vez alcanzados los modernos conocimientos científicos en los campos de la genética y de la embriología, hoy nadie puede seguir negando razonablemente que el individuo formado por la fusión de gametos provenientes de individuos de la especie homo sapiens, pertenezca también él a la especie homo sapiens, es decir, que no le falta nada para poder ser definido como «hombre».

La primera estrategia para hacer «inocuo» o irrelevante este hecho es la teoría según la cual el feto humano -y a fortiori el embrión-, a pesar de ser un individuo perteneciente a la especie homo sapiens, no sería todavía una persona. Según tal estrategia, se puede definir como «persona» sólo a un ser dotado de una autoconciencia suficientemente desarrollada para tener el deseo y/o el interés de sobrevivir y, en consecuencia, un respectivo derecho a la vida. La teoría se basa, por lo tanto, en la idea de que todo derecho responde a un interés de tipo subjetivo, conscientemente formulado por el titular de tal derecho. El concepto de persona está profundamente alterado: «ser persona» se reduce a una propiedad del individuo de la especie humana, que aparece sólo a partir de un cierto intervalo de tiempo después del nacimiento, y que se puede perder en el transcurso de la vida.

No hay personas «potenciales»

En este caso se trata de una idea impregnada de profundas implicaciones antropológico-filosóficas. Por eso se puede refutar también con relativa facilidad. La teoría tiene, sin embargo, la ventaja de una cierta admisión intuitiva, basada en el carácter impreciso de las expresiones como: «el feto no es todavía una persona en el sentido pleno»; o también: «es potencialmente una persona» o «una persona potencial». Hemos visto que esta imprecisión ya estaba presente en la opinión redactada por Blackmun (3). En efecto, no existen «personas potenciales» ni tampoco individuos que sean «pájaros potenciales» (existen, sin embargo, gametos que pueden llegar a ser una persona humana, pero los gametos no constituyen un individuo de la especie humana). El feto no es una persona potencial, sino que es actualmente una persona humana, con potencialidades todavía no actualizadas. El hecho de poseer tales potencialidades, que después serán actualizadas, demuestra que no se trata de un desarrollo «hacia el ser hombre», sino del desarrollo «de un ser humano».

Por tanto, hacer una diferencia entre «ser hombre» y «ser persona» implicaría que el ser considerado un hombre o una persona humana, con los respectivos derechos, depende de factores distintos del mero hecho de pertenecer a la especie homo sapiens (atenerse sólo a este último criterio, sería, para quienes defienden esta distinción, «especifismo»), de factores como tener autoconciencia, ser capaces de tener deseos dirigidos al futuro y permanentes en el tiempo. Significa que un ser humano, que todavía no ha alcanzado este estado (o que de él ha decaído en modo que se presupone definitivo) puede ser suprimido por cualquier motivo, sin justificación alguna ante la ley.

Hechos y convicciones

Una segunda estrategia, que tiende a inmunizar contra la admisión del hecho de que el no nacido sea una persona, consiste en afirmar que es necesario distinguir entre la cuestión del estatuto del no nacido, y por tanto de un posible derecho suyo a la vida, por un lado, y la cuestión del intrínseco valor o «sacralidad» de la vida por otro lado. Es la tesis central de Ronald Dworkin (4). Según él, se puede ser contrario al aborto y exigir la intervención pro- life del Estado por dos motivos: o por un motivo «derivado», esto es, porque se piensa que el no nacido sea una persona humana con derecho a la vida, de donde deriva la responsabilidad (también del Estado) de proteger el feto. O bien por un motivo «independiente» (detached), no derivado, sino simplemente fundado sobre la convicción de que la vida humana, en sí misma, posee un valor intrínseco, sagrado, así como intangible, del cual surgiría la obligación -que debería conferirse al Estado- de proteger esta vida.

Ronald Dworkin afirma que, en realidad, la cuestión sobre la personalidad del feto y su correspondiente derecho a la vida no representa el núcleo de la cuestión; y no lo puede ser tampoco en el ámbito de la tradición católica. Así, según él, no es crucial el determinar cuándo comienza la existencia de una persona. De hecho, Dworkin niega que se pueda considerar al no nacido como «persona constitucional», defendiendo por esto la sentencia de Roe v. Wade.

Dworkin afirma, sin embargo, que la verdadera razón por la cual algunos manifiestan una propensión favorable o contraria al aborto nace de una diferente valoración del valor intrínseco o «sacralidad» de la vida humana. Tal valoración dependerá de los presupuestos ideológicos, religiosos, teológicos, etc., sobre los cuales hay una pluralidad de opiniones, por lo demás muy subjetivas, y que, en una sociedad pluralista, no son susceptibles de ser reguladas de modo uniforme para todos. Tampoco sería justo imponer a todos los ciudadanos la opinión de la mayoría sobre el valor intrínseco de la vida. Sin embargo, se puede llegar para siempre a un compromiso pacífico, ciertamente porque es posible poner entre paréntesis, como irrelevante, la cuestión de si el no nacido es, o no, una persona dotada de un relativo derecho a la vida. Proponiendo, con admirable habilidad, una interpretación de la jurisprudencia de la Corte Suprema, fundada en la congelación de la cuestión del estatuto del no nacido, Dworkin logra conferir una lógica jurídica a una situación legal que en realidad es contradictoria.

Teoría sin fundamento

Sin embargo, esta posición evidencia al menos dos implicaciones que, a nuestro parecer, resultan inaceptables.

1) En primer lugar, para negar el derecho a la vida (y la correspondiente tutela legal) a determinados seres vivos pertenecientes a la especie humana no es importante saber si son personas o no, y por tanto también titulares de un derecho a la vida. La posición de Dworkin es incompatible con la de Warren, Singer, Tooley, Hoerster etc., basada en la certeza de que el no nacido no es una persona, y, en consecuencia, [está] privado de un derecho a la vida. Para Dworkin, en cambio, basta que no sea considerado como persona por la ley positiva.

2) En segundo lugar, en la teoría de Dworkin, gozar de un derecho a la vida por un lado y admitir la «sacralidad de la vida» como bien indispensable para el hombre por otro lado, terminan por aparecer como dos realidades distintas, privadas de cualquier relación entre ellas. He aquí el punto nodal. En efecto, basándose en tal premisa, el reconocimiento jurídico de la persona (es decir, de aquel a quien la ley y la constitución le reconozca como tal) no tiene más fundamento que el mismo reconocimiento por parte de la ley positiva y, por esto, también del voto de la mayoría que ha sancionado la promulgación de la ley. Tal implicación, de hecho, es asimilable a la primera.

El «derecho a la vida» de cualquiera que sea una «persona humana», con un explícito reconocimiento legal, o bien constitucional, según la implicación vista en el punto 1, no dependerá de un hecho trascendente a la misma ley, sino sólo del hecho de que sea la ley la que lo establezca; se trata de una total separación entre dos clases de moralidad: una moralidad «pre-legal», pre-política y privada (para ponerse políticamente entre paréntesis), y una moral legal, política y pública (independiente de la primera). Según la implicación mostrada en el punto 2, tal derecho no dependerá ni siquiera de alguna propiedad intrínseca a la vida humana, sino, otra vez, de la sola ley positiva y de aquello que la misma establezca como relevante y normativo para la «moral pública».

En el caso de un autor como Dworkin, que en el fondo no quiere ser, y no lo es en sentido propio, un representante del positivismo jurídico, una postura positivista a ultranza por lo menos sorprende. No nos parece que Dworkin, que es un jurista, sea consciente hasta el fondo de toda la lógica de su argumentación. De otra manera, se habría dado cuenta de que su fórmula jurídico-política fundamental, esto es, la petición de un equal concern and respect -«igual consideración y respeto»-, necesita de un fundamento apto para evidenciar por qué se debe respeto y consideración a la persona humana. De hecho, prevalece la argumentación en favor de la igualdad a la argumentación que es capaz de fundamentar el valor al cual se reclama la igualdad. La igualdad es siempre un valor relativo a un valor sustancial, como la vida o la libertad.

No es posible que el fundamento del valor del respeto sea la misma ley que debe garantizar la igualdad; en este caso, no se trataría para nada de un fundamento. Es, por tanto, imposible que no haya ninguna relación entre el ser titular de un (igual) derecho a la vida, por una parte, y el valor intrínseco de la vida humana por otra parte. Así, por tanto, queda descalificada, en gran parte, la argumentación de Dworkin.

Autodeterminación de la mujer

La tercera estrategia, ligada también a ciertos estratos del actual feminismo, es quizá la más difundida de todas. Consiste en el simple reconocimiento del derecho de autodeterminación de la mujer. Sería una posición tanto moral como jurídicamente razonable, si el no nacido no fuese una persona humana, con derecho a vivir. También Singer y Hoerster admiten que, en caso contrario, el recurso a la autodeterminación de la mujer no podría reclamar ninguna validez jurídica. Se da el caso, sin embargo, de que tal reivindicación no se funda, normalmente, en la explícita afirmación de que el feto no es una persona con derecho a vivir, simplemente, y por esta razón, de modo demasiado emocional, reivindica el derecho a la autodeterminación de la mujer, sin considerar un posible derecho de quien no tiene voz, ni es visible, ni puede defenderse.

Aunque existen casos de grave e incluso trágico conflicto -que habría que resolver con solidaridad y caridad, sin dejar sola a la mujer encinta-, la petición de una autodeterminación de la mujer está motivada por otros factores. De hecho va intrínsecamente unida a un estilo de vida que interpreta la sexualidad -cada embarazo es fruto de un acto sexual, normalmente realizado con libertad o consentimiento- como privada de toda relación intrínseca al objetivo de la transmisión de la vida humana, y en consecuencia, a la correlativa paternidad responsable.

En este contexto, la existencia de una nueva vida, de un embarazo con la consiguiente perspectiva del nacimiento de un niño, es considerada como una amenaza a la propia libertad (en forma análoga se da cuando se encuentra ante parientes quizás ancianos, enfermos y necesitados de cuidados intensivos). El creciente predominio cultural, basado en la reivindicación del «derecho a la autodeterminación», unida a una profunda crisis de la identidad femenina, constituye una radical amenaza para la sociedad.

Esta posición encuentra apoyo político en una postura «proto-liberal», incapaz de ver en los derechos fundamentales otra cosa que derechos de libertad que están en oposición frente al Estado, así como los peligros provenientes de un abuso del poder estatal. Hemos visto cómo la jurisprudencia constitucional alemana, ya desde hace tiempo, ha superado esta concepción imperfecta en virtud de la primera sentencia relativa a un proyecto de liberalización del aborto. En tal sede, justamente, se reafirmó como deber propio del Estado aquel que el «proto-liberal» se obstina en considerar como una intervención ilegítima del mismo, es decir, la tutela de la vida del no nacido, cuando es amenazada por parte de terceros.

Nos encontramos, por tanto, ante una extraña coalición que invoca el derecho de autodeterminación de la mujer, en una versión obsoleta y proto-liberal de la comprensión de los derechos fundamentales, y que hace tiempo ha sido superada por el desarrollo de las instituciones de tradición liberal. Tal argumentación, de hecho, se fundamenta en dos presupuestos, ambos erróneos, uno desde el punto de vista jurídico y el otro por razones biológico-antropológicas, proporcionadas por la propia ciencia moderna.

Martin Rhonheimer es profesor de Ética y Filosofía política en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma)._________________________(1) Martin Rhonheimer. Derecho a la vida y Estado moderno. A propósito de la «Evangelium vitae». Rialp. Madrid (1998). 108 págs. 1.000 ptas. (Ver servicio 96/98).(2) Sentencia por la que el Tribunal Supremo de EE.UU. liberalizó el aborto en 1973. (N. de la R.)(3) Harry Blackmun fue el magistrado del Tribunal Supremo de EE.UU. que redactó la sentencia del caso Roe v. Wade. Se retiró en 1994. (N. de la R.)(4) Cfr. Ronald Dworkin, El dominio de la vida. Una discusión acerca del aborto, la eutanasia y la libertad individual, Ariel, Barcelona, 1994 (t.o.: Life’s Dominion, Knopf, Nueva York, 1993); ver servicio 97/94. (N. de la R.)

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