El amor, clave de la existencia cristiana

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En su primera encíclica, Benedicto XVI invita a fijar la atención en la realidad primordial del amor –en su dimensión humana y divina– como clave para entender la existencia cristiana. Desde ese punto de partida, el Papa reflexiona también sobre las consecuencias que el amor al prójimo tiene para la vida de la Iglesia y sobre las relaciones entre caridad y justicia. Ofrecemos una síntesis de la encíclica, que se presentó el pasado 25 de enero.

«No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva». La fe cristiana, al poner el amor en el centro, ha asumido el núcleo de la fe de Israel, dándole al mismo tiempo una nueva profundidad y amplitud. Jesús ha unido el mandamiento del amor a Dios con el del amor al prójimo. Como es Dios quien nos ha amado primero, ahora el amor ya no es sólo un «mandamiento», sino la respuesta a ese don con el que Dios viene a nuestro encuentro.

«En un mundo en el cual a veces se relaciona el nombre de Dios con la venganza o incluso con la obligación del odio y la violencia, éste es un mensaje de gran actualidad y con un significado muy concreto. Por eso, en mi primera Encíclica deseo hablar del amor, del cual Dios nos colma, y que nosotros debemos comunicar a los demás. Quedan así delineadas las dos grandes partes de esta Carta, íntimamente relacionadas entre sí. La primera tendrá un carácter más especulativo, puesto que en ella quisiera precisar -al comienzo de mi pontificado- algunos puntos esenciales sobre el amor que Dios, de manera misteriosa y gratuita, ofrece al hombre y, a la vez, la relación intrínseca de dicho amor con la realidad del amor humano. La segunda parte tendrá una índole más concreta, pues tratará de cómo cumplir de manera eclesial el mandamiento del amor al prójimo».

Rescatar el amor

El Papa inicia la primera parte subrayando que el término «amor» se ha convertido hoy en una de las palabras más utilizadas y también de las que más se abusa, a la cual damos acepciones totalmente diferentes. En toda esta multiplicidad de significados destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma.

Ese amor entre hombre y mujer se definía en la antigua Grecia con el nombre de «eros». En la Biblia y sobre todo en el Nuevo Testamento, se profundiza en el concepto de «amor», y se arrincona la palabra «eros» en favor del término «agapé», para expresar un amor de donación, oblativo.

Esta nueva visión del amor, que es una novedad esencial del cristianismo, ha sido juzgada con frecuencia de forma negativa, como si se tratara de un rechazo del «eros» y de la corporeidad. Aunque ha habido tendencias de ese tipo, el sentido de esta profundización es otro. El «eros», puesto en la naturaleza del ser humano por su mismo Creador, tiene necesidad de disciplina, de purificación y de madurez para no perder su dignidad original y no degradarse a puro «sexo», convirtiéndose en mercancía.

Deseo y entrega

La fe cristiana ha considerado siempre al hombre como un ser en el que espíritu y materia se compenetran, alcanzando así una nobleza nueva. «El desarrollo del amor hacia sus más altas cotas y su más íntima pureza conlleva el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica exclusividad -sólo esta persona-, y en el sentido del ‘para siempre’. El amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo definitivo: el amor tiende a la eternidad. Ciertamente, el amor es ‘éxtasis’, pero no en el sentido de arrebato momentáneo, sino como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios».

«Eros» y «agapé» exigen no estar nunca separados completamente uno de otro. Al contrario, cuanto más encuentran su justo equilibrio -si bien en dimensiones diversas-, más se cumple la verdadera naturaleza del amor. Aunque el «eros» inicialmente es sobre todo deseo, a medida que se acerque a la otra persona se centrará siempre menos sobre sí mismo, buscará cada vez más la felicidad del otro, se entregará y deseará «ser» para el otro: así se adentra en él y se afirma el momento del «agapé».

A menudo, en el debate filosófico y teológico, estas distinciones se han radicalizado hasta el punto de contraponerse entre sí: lo típicamente cristiano sería el «agapé»; la cultura no cristiana, por el contrario, sobre todo la griega, se caracterizaría por el «eros». Si se llevara al extremo este antagonismo, la esencia del cristianismo quedaría desvinculada de las relaciones vitales fundamentales de la existencia humana. Constituiría un mundo del todo singular, que tal vez podría considerarse admirable, pero netamente apartado del conjunto de la vida humana. Cuando las dos dimensiones se separan completamente una de otra, se produce una caricatura o, en todo caso, una forma mermada del amor.

«Eros» y matrimonio

En las culturas que circundan el mundo de la Biblia, la imagen de dios y de los dioses queda poco clara y es contradictoria en sí misma. El Dios único en el que cree Israel ama personalmente. Su amor, además, es un amor de predilección: entre todos los pueblos, Él escoge a Israel y lo ama, aunque con el objeto de salvar precisamente de este modo a toda la humanidad. Él ama, y este amor suyo puede ser calificado sin duda como «eros» que, no obstante, es también totalmente «agapé»: no sólo porque se da del todo gratuitamente, sin ningún mérito anterior, sino también porque es amor que perdona.

«A la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano. Esta estrecha relación entre «eros» y matrimonio que presenta la Biblia no tiene prácticamente paralelo alguno en la literatura fuera de ella».

Dios nos ama primero

En Jesucristo, que es el amor de Dios encarnado, el «eros»-«agapé» alcanza su forma más radical. Al morir en la cruz, entregándose para elevar y salvar al ser humano, expresa el amor en su forma más sublime. Jesús aseguró a este acto de ofrenda su presencia duradera a través de la institución de la Eucaristía, en la que se nos entrega como un nuevo maná que nos une a Él.

Participando en la Eucaristía, nosotros también nos implicamos en la dinámica de su entrega. Nos unimos a Él y al mismo tiempo nos unimos a todos los demás a los que Él se entrega; todos nos convertimos así en «un solo cuerpo». De ese modo, el amor a Dios y el amor a nuestro prójimo se funden realmente. El doble mandamiento, gracias a este encuentro con el «agapé» de Dios, ya no es solamente una exigencia: el amor se puede «mandar» porque antes se ha entregado.

«En la liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes, experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este ‘antes’ de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta».

Amor más allá del sentimiento

«En el desarrollo de este encuentro se muestra también claramente que el amor no es solamente un sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor.»

Dicho encuentro entre Dios y nosotros implica también nuestra voluntad y nuestro entendimiento. El sí de nuestra voluntad a la voluntad de Dios abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. Es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por «concluido» y completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo.

«Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así, pues, no se trata ya de un ‘mandamiento’ externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor».

Un corazón que ve

En la segunda parte de la encíclica («‘Caritas’. El ejercicio del amor por parte de la Iglesia como ‘comunidad de amor'»), el Papa pone de relieve que el amor por el prójimo, enraizado en el amor de Dios, además de ser una obligación para cada fiel, lo es también para toda la comunidad eclesial. En los Hechos de los Apóstoles se dice que «los creyentes tienen todo en común y en que, entre ellos, ya no hay diferencia entre ricos y pobres. A decir verdad, a medida que la Iglesia se extendía, resultaba imposible mantener esta forma radical de comunión material. Pero el núcleo central ha permanecido: en la comunidad de los creyentes no debe haber una forma de pobreza en la que se niegue a alguien los bienes necesarios para una vida decorosa».

Triple tarea de la Iglesia

La conciencia de esa obligación ha tenido un relieve constitutivo en la Iglesia ya desde sus inicios y muy pronto se evidenció también la necesidad de una determinada organización para cumplirla con más eficacia. Así, en la estructura fundamental de la Iglesia surgió la «diaconía» como un servicio del amor hacia el prójimo, llevado a cabo comunitariamente y de forma ordenada. Con la difusión progresiva de la Iglesia, este ejercicio de caridad se confirmó como uno de sus ámbitos esenciales.

La naturaleza íntima de la Iglesia se expresa, de esa forma, en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios («kerygma»-«martyria»), celebración de los sacramentos («leiturgia»), servicio de la caridad («diakonia»). Son tareas en las que una presupone las otras y no pueden separarse entre sí.

«Desde el siglo XIX se ha planteado una objeción contra la actividad caritativa de la Iglesia, desarrollada después con insistencia sobre todo por el pensamiento marxista. Los pobres, se dice, no necesitan obras de caridad, sino de justicia. Las obras de caridad -la limosna- serían en realidad un modo para que los ricos eludan la instauración de la justicia y acallen su conciencia, conservando su posición social y despojando a los pobres de sus derechos».

«El marxismo había presentado la revolución mundial y su preparación como la panacea para los problemas sociales: mediante la revolución y la consiguiente colectivización de los medios de producción -se afirmaba en dicha doctrina- todo iría repentinamente de modo diferente y mejor. Este sueño se ha desvanecido».

El magisterio pontificio, empezando por la encíclica «Rerum novarum» de León XIII (1891) hasta llegar a la trilogía de las encíclicas sociales de Juan Pablo II: «Laborem exercens» (1981), «Sollicitudo rei socialis» (1987), «Centesimus annus» (1991), ha desarrollado una doctrina social muy elaborada, que propone orientaciones válidas que van mucho más allá de los confines de la Iglesia.

El papel de la Iglesia y el del Estado

«Para definir con más precisión la relación entre el compromiso necesario por la justicia y el servicio de la caridad, hay que tener en cuenta dos situaciones de hecho»:

— La creación de un orden justo de la sociedad y del Estado es un deber principal de la política, y por tanto, no puede ser una tarea inmediata de la Iglesia. La doctrina social católica no quiere conferir a la Iglesia un poder sobre el Estado, sino simplemente purificar e iluminar la razón. Quiere contribir a la formación de las conciencias, para que las verdaderas exigencias de la justicia sean percibidas, reconocidas y realizadas.

— Al mismo tiempo, no existe ninguna normativa estatal que, por justa que sea, pueda hacer superfluo el servicio del amor. El Estado que quiere proveer a todo acaba convirtiéndose en una instancia burocrática que no puede asegurar lo más esencial que el ser humano afligido -cualquier ser humano- necesita: una entrañable atención personal.

En nuestra época, un positivo efecto de la globalización se manifiesta en el hecho de que la solicitud por el prójimo supera los confines de las comunidades nacionales, tiende a prolongar sus horizontes al mundo entero. Las estructuras del Estado y las asociaciones humanitarias desarrollan de distintos modos la solidaridad expresada por la sociedad civil: de esta manera, se han formado múltiples organizaciones con objetivos caritativos y filantrópicos. Además, en la Iglesia católica y en otras comunidades eclesiales han surgido nuevas formas de actividad caritativa. Es deseable que se establezca entre todas estas instancias una colaboración fructífera.

Lo específico de la caridad cristiana

Es importante que la actividad caritativa de la Iglesia no pierda su identidad, convirtiéndose en una simple variante de la organización asistencial, sino que mantenga todo el esplendor de la caridad cristiana y eclesial. Por tanto, la actividad caritativa cristiana, además de fundarse en la competencia profesional, lo debe hacer sobre la experiencia de un encuentro personal con Cristo, cuyo amor ha tocado el corazón del creyente, suscitando en él el amor por el prójimo.

Además, la actividad caritativa cristiana debe ser independiente de los partidos e ideologías. El programa del cristiano -el programa del Buen Samaritano, el programa de Jesús- es «un corazón que ve». Este corazón ve donde hay necesidad de amor y actúa en consecuencia.

La actividad caritativa cristiana tampoco debe ser un medio para ganar conversos. El amor es gratuito; no se ejercita para alcanzar otros fines. Esto no significa que esa acción deba dejar de lado a Dios y a Cristo. El cristiano sabe cuándo debe hablar de Dios y cuándo es justo no hacerlo y dejar hablar solamente al amor.

En este contexto, frente al peligro del secularismo que puede condicionar a muchos cristianos comprometidos en la labor caritativa, es necesario reafirmar la importancia de la oración. El contacto vivo con Cristo evita que la experiencia de las enormes necesidades y de los propios límites arrastren hacia una ideología que pretenda hacer aquí y ahora aquello que, aparentemente, Dios no consigue hacer, o caer en la tentación de ceder a la inercia y a la resignación. Quien reza no desaprovecha el tiempo, a pesar de que las circunstancias le empujen únicamente a la acción, ni pretende cambiar o corregir los planes de Dios, sino que busca -siguiendo el ejemplo de María y de los santos- obtener de Dios la luz y la fuerza del amor que vence toda oscuridad y egoísmo presentes en el mundo.

El Papa glosa la encíclica

Benedicto XVI ha glosado en varias ocasiones el significado de la encíclica «Deus caritas est». La palabras que siguen las pronunció el 23 de enero en un discurso a los participantes en un simposio organizado por Consejo Pontificio «Cor Unum».

«Una primera lectura de la encíclica podría dar quizá la impresión de que se divide en dos partes poco relacionadas entre sí: una primera parte teórica, que habla de la esencia del amor, y una segunda parte que trata de la caridad eclesial, de las organizaciones caritativas. Lo que a mí me interesaba, sin embargo, era precisamente la unidad de los dos temas, que sólo se comprenden bien si se ven como una sola cosa.

«Ante todo, era necesario afrontar la esencia del amor tal como se nos presenta a la luz del testimonio bíblico. Partiendo de la imagen cristiana de Dios, era preciso mostrar que el hombre está creado para amar y que este amor, que en un primer momento se manifiesta sobre todo como «eros» entre el hombre y la mujer, tiene que transformarse interiormente después en «agapé», en don de sí al otro, para responder precisamente a la auténtica naturaleza del «eros».

«Sobre esta base, había que aclarar después que la esencia del amor de Dios y del prójimo descrito en la Biblia es el centro de la existencia cristiana, es el fruto de la fe. A continuación, era necesario subrayar en una segunda parte que el acto totalmente personal del «agapé» no puede quedarse en algo meramente individual, sino que por el contrario tiene que convertirse también en un acto esencial de la Iglesia como comunidad.

«La organización eclesial de la caridad no es una forma de asistencia social que se sobrepone por casualidad a la realidad de la Iglesia, una iniciativa que se podría dejar a otros. En realidad, esa acción forma parte de la naturaleza de la Iglesia. Así como el «Logos» divino tiene su correspondencia en el anuncio humano, la palabra de la fe, así también al «Agapé», que es Dios, le tiene que corresponder el «agapé» de la Iglesia, su actividad caritativa. Esta actividad, además de su primer significado concreto de ayuda al prójimo, contiene esencialmente el de comunicar también a los demás el amor de Dios, que nosotros mismos hemos recibido. En cierto sentido, tiene que hacer visible al Dios vivo. En la organización caritativa, Dios y Cristo no tienen que ser palabras raras; en realidad, indican el manantial originario de la caridad eclesial. La fuerza de la «Caritas» depende de la fuerza de la fe de todos sus miembros y colaboradores. El espectáculo del hombre que sufre toca nuestro corazón. Pero el empeño caritativo tiene un sentido que va más allá de la simple filantropía».

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