Angela E. Stent, profesora de la universidad de Georgetown, lleva estudiando las relaciones entre EE.UU. y Rusia desde hace cuatro décadas. En la época de la guerra fría todo analista acreditado debía dominar las teorías del marxismo-leninismo sobre la política internacional, al tiempo que acreditaba su papel de “sovietólogo” tratando de escudriñar en los discursos, presencias y ausencias de los miembros del Politburó.
Al terminar la guerra fría, Stent fue consciente de que el estudio de la nueva Rusia debía ser abordado desde la perspectiva de la historia y la cultura del país, así como desde el análisis de las relaciones de los rusos con sus vecinos. Otros enfoques adoptados en la teoría de las relaciones internacionales, basados en modelos abstractos y con profusión de estadísticas, resultarían insuficientes al alejarse de las realidades políticas y de los factores configuradores de la política exterior.
Las teorías no se ajustan a los líderes imprevisibles. No podemos saber qué pasa por la mente de un gobernante, aunque algunos expertos analicen a fondo sus intervenciones públicas o el más mínimo de sus gestos. Con gran frecuencia sus decisiones responden al sentido de la oportunidad brindada por un acontecimiento inesperado.
US-Russian Relations in the Twenty-First Century
Autor: ANGELA E. STENT
355 págs.
Crónica de unas expectativas frustradas
El nuevo libro de Stent, The Limits of Partnership: US-Russian Relations in the Twenty-First Century (1), es una crónica de la historia reciente que arroja luz sobre los altibajos de la relación entre Moscú y Washington. Detrás del análisis riguroso de casi un cuarto de siglo, surge con claridad la exposición de los intereses de Rusia, que ha considerado a menudo defraudados.
De hecho, el mayor reproche que podrían hacer los rusos a los norteamericanos, bien fuera bajo el gobierno de Yeltsin o el de Putin, es que solo han buscado de forma egoísta sus propios intereses. La actual crisis de Ucrania debería ser un toque de atención para la Administración Obama, mucho más interesada hasta ahora por Asia-Pacífico e incluso por Oriente Medio, en paralelo a su aparente pérdida de interés por el espacio euroatlántico.
Esta obra es, ante todo, el relato de unas expectativas frustradas. Al comienzo de cada presidencia norteamericana (Bush sr., Clinton, Bush jr. y Obama), los respectivos inquilinos de la Casa Blanca han planteado un reset en las relaciones con Rusia, un reinicio que partiera de cero y olvidara los errores de sus antecesores. Este planteamiento fue escenificado en 2009 por la secretaria de Estado, Hilary Clinton, que regaló a Sergei Lavrov, ministro ruso de Asuntos Exteriores, un botón rojo con la palabra reset..
Stent considera que abordar las relaciones desde planteamientos generalistas y poco concretos ha desembocado siempre en el fracaso. Acaso la raíz de las discrepancias es que Rusia desea ver reconocido por EE.UU. su estatus de gran potencia, similar al que tuvo durante la guerra fría, y no se conforma con ser un mero socio de Washington. Por su parte, EE.UU., implícita o explícitamente, se consideró el vencedor de la guerra fría con el consiguiente derecho a extender por el mundo la democracia liberal y la economía de mercado.
Esto explica las visiones muy diferentes que norteamericanos y rusos tienen acerca de la década de los 90. Para EE.UU.significa un tiempo de esperanza, con un avance en el pluralismo y la libertad de expresión, tras la caída del sistema soviético. Sin embargo, para Rusia representa una época de debilidad, pobreza y desorden. Por tanto, Moscú ha considerado normal revertir esa situación por medio de la afirmación del principio de la soberanía estatal y la no injerencia en sus asuntos internos. Una superpotencia clásica para una concepción clásica del Derecho Internacional, contrapuesta al Derecho internacional actual con sus aspectos de intervención humanitaria y de responsabilidad de proteger.
Ningún presidente norteamericano puede aspirar a otra cosa que a la cooperación en áreas específicas de interés para EEUU y Rusia
El modelo diplomático de las relaciones personales
La presidencia de George Bush sr. (1989-1993) se caracterizó por el apoyo a las reformas de Gorbachov, si bien este no buscaba la desaparición de la URSS y sí su conversión en un actor global efectivo. Por lo demás, la salida del poder de Gorbachov obligó a los norteamericanos a reinventarse con Yeltsin una relación EEUU-Rusia. Washington llegó a la convicción de que, sin el presidente ruso, el comunismo retornaría. Pero la campaña de las elecciones presidenciales norteamericanas evitó un mayor compromiso para asistir económicamente a Rusia, pues el Congreso era reticente a desarrollar un Plan Marshall para este país.
La actitud cauta de Bush sr fue un contraste con la de Bill Clinton (1993-2001), dispuesto a edificar una alianza estratégica con una Rusia reformista, si bien las reformas consistieron en la aparición de un capitalismo burocrático, ligado a la corrupción y el clientelismo. Según Stent, el gran error de la estrategia norteamericana fue pensar que se podía transportar el modelo del capitalismo liberal a la sociedad rusa, poco madura para la democracia y siempre pendiente de un gobernante todopoderoso, bien fuera el zar o el secretario general del PCUS.
Fue también en estos años donde se construyó un modelo de diplomacia basado en las relaciones personales. Durante un tiempo Clinton pareció ejercer el papel de un padrastro bondadoso y Yeltsin el de un hijo menor. La consigna era mantener al presidente ruso en el poder a toda costa, y se le pasó por alto el bombardeo del parlamento en octubre de 1993. De hecho, hasta finales de 1995 el gobierno de Yeltsin contaba un ministro de exteriores pro-occidental, Andrei Kozyrev, pero a partir de esa fecha llegarían a la cancillería rusa políticos como Primakov o Ivanov, que invertirían el signo de la diplomacia hacia posiciones más críticas con Occidente.
Clinton pretendía atraer a Rusia hacia las instituciones occidentales (G-7, OMC, Consejo de Europa), aunque en ningún caso el destino de este país habría de ser la OTAN o la UE. Antes bien, la prioridad de Washington pasaba por la ampliación de la Alianza y se vio forzado a elegir entre el apoyo a las reformas en Rusia o a la consolidación de los nuevos regímenes democráticos en Europa central y oriental. A modo de compensación, los norteamericanos ofrecieron a Rusia su admisión en órganos de cooperación militar como la Asociación para la Paz, puesta en marcha por la OTAN, pero al no resultar suficiente, se creó en 1997 un Consejo Permanente OTAN-Rusia, en el que Moscú podría tener voz aunque nunca derecho de veto.
Cada nuevo inquilino de la Casa Blanca ha planteado un reset en las relaciones con Rusia
Relaciones cada vez más frías
Estas iniciativas en materia de seguridad se fueron deteriorando con las críticas norteamericanas a la represión rusa en la primera guerra de Chechenia (1994-1996) y llegaron a una crisis profunda en 1999 con la campaña de bombardeos de la OTAN sobre Kosovo, un conflicto al que se opuso Rusia como tradicional aliada de Serbia.
Con George W. Bush (2001-2009), se volvió al modelo diplomático basado en la relación personal, en este caso con Vladimir Putin. El propio presidente ruso se ofreció a EE.UU. como socio estratégico contra el terrorismo islamista tras los atentados del 11-S. Putin apoyó la guerra de Afganistán y consintió en que los norteamericanos dispusieran de bases militares, que deberían tener carácter provisional, en las ex repúblicas soviéticas de Asia Central. Rusia consideraba que los dos países estaban en la misma lucha contra el integrismo islámico, si bien nunca consiguió que EE.UU. viera la segunda guerra de Chechenia desde esta perspectiva.
Putin aceptaría en 2002 una nueva ampliación de la OTAN, que incluyó a los países bálticos, más o menos compensada con la puesta en marcha del nuevo Consejo OTAN-Rusia. Pero las relaciones sufrieron un duro revés con la invasión de Irak (2003), inaceptable para Rusia que no podía transigir con una intervención armada para un cambio de régimen ni tampoco una agenda revisionista para implantar sistemas democráticos. Putin no dudó en alinearse con Francia y Alemania, críticas de la postura norteamericana, para oponerse a la guerra de Irak.
Con todo, lo que enfrió más las relaciones bilaterales fue el apoyo de Washington a las revoluciones en Georgia, Ucrania y Kirguizistán que llevaron al poder a gobernantes pro-occidentales, lo que mermaba la tradicional esfera de influencia rusa. A finales de 2006 la diplomacia rusa se estaba distanciando de EE.UU. y buscaba nuevos socios en Europa, China y otros países emergentes del grupo BRICS.
En este contexto hay que entender el discurso de Putin en la Conferencia de Seguridad de Munich (2007), con fuertes críticas a la unipolaridad representada por Washington y una defensa de la diplomacia multilateral. Se sucederán luego los desencuentros como la suspensión por Moscú de su participación en el Tratado sobre fuerzas armadas convencionales en Europa o el rechazo al proyecto de escudo antimisiles, que Rusia consideraba una amenaza. La presidencia de Bush jr. se cerró con la guerra ruso-georgiana (agosto de 2008), que supuso la secesión de Abjasia y Osetia del sur.
La raíz de las discrepancias es que Rusia desea ver reconocido por EEUU su estatus de gran potencia
El error de Obama
Con la presidencia de Obama, inaugurada en 2009, se pretende por parte de Washington comenzar desde cero en las relaciones, lo que es animado por la presencia de un nuevo presidente ruso, Dimitri Medvedev (2008-2012). El error de Obama, según Stent, consistió en intentar establecer lazos privilegiados con Medvedev, en detrimento de Putin, que seguía siendo el primer ministro. Cuando el presidente ruso anunció en 2012 que no se presentaba a la reelección para permitir el retorno de Putin, se vinieron abajo muchas expectativas de la diplomacia americana. Por lo demás, continuaron las desavenencias sobre el escudo antimisiles, Irán o Siria, y surgieron otras como el caso Snowden o la crisis de Ucrania.
La conclusión del libro es que la asociación entre EE.UU. y Rusia siempre será de carácter limitado. Ningún presidente norteamericano puede aspirar a otra cosa que a la cooperación en áreas específicas de interés para ambos países. Hay que huir de las relaciones demasiado personalizadas y contar con el asesoramiento de expertos en la historia y cultura rusas. Y otro consejo no menos importante de Angela Stent: habría que evitar expresar en público juicios de valor sobre la política rusa, tanto positivos como negativos.
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(1) Angela E. Stent. The Limits of Partnership: US-Russian Relations in the Twenty-First Century. Princeton University Press, (2014), 355 págs.