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De las represalias a la intervención humanitaria

publicado
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Los derechos humanos, límite de la soberanía estatal

Los EE.UU. acaban de bombardear supuestos refugios terroristas en Afganistán, en represalia a los atentados de Nairobi y Dar-es-Salam, justamente cuando las ONG están abandonando aquel país asiático, porque no pueden realizar sus funciones con un mínimo de libertad. A la vez, ante la «limpieza étnica» en el Kosovo o los enfrentamientos bélicos en Sudán y el Congo, la comunidad internacional se plantea cómo intervenir para restaurar la paz y el respeto de los derechos humanos. Son conflictos en los que entra en juego uno de los problemas más sensibles hoy en las relaciones internacionales: el «derecho de intervención o injerencia» humanitaria.

La solidaridad mundial se pone en marcha con urgencia en caso de catástrofes naturales. También por esto, resulta cada vez menos comprensible la pasividad de la comunidad internacional cuando se trata de catástrofes provocadas por la injusticia de los hombres. Si los países disponen de medios para evitar esos crímenes, ¿cómo justificar la inhibición?

Existe una internacionalización de la cultura, del turismo o del deporte; Internet facilita hasta extremos increíbles los intercambios humanos y científicos; en la economía global, las dificultades económicas en Japón, Rusia o Latinoamérica repercuten en las Bolsas occidentales. Se comprende que, en ese contexto, sea preciso revisar conceptos hasta ahora indiscutibles como el de soberanía nacional, para justificar intervenciones urgentes por razones humanitarias.

La soberanía estatal como obstáculo

Tras el proceso descolonizador de los años sesenta, y la fragmentación política del antiguo bloque soviético ya en los noventa, se ha más que duplicado el número de Estados independientes. Si la libertad de los pueblos y el derecho a la autodeterminación han constituido evidentes progresos, la experiencia muestra que han originado también muchos conflictos. La soberanía nacional no debería ser concebida ya como derecho absoluto; al contrario, en los próximos años, se verá cada vez más limitada, más regulada por el Derecho internacional.

La vigente Carta de la ONU sólo autoriza una posible intervención en un Estado soberano si la situación en el interior de su territorio puede tener consecuencias negativas para la paz y la seguridad internacionales: es decir, la Carta no mira directamente a la protección de los derechos humanos, sino a la salvaguardia de la paz mundial. No obstante, la Asamblea General ha aprobado algunas resoluciones en 1988 y en 1990, que pueden servir como base para la construcción técnico-jurídica de una efectiva injerencia humanitaria. Se mantiene el principio general del respeto a la soberanía nacional. Pero ese principio decae cuando existen graves razones humanitarias, hasta el punto de que, entonces, a juicio de una parte de la doctrina científica, surge el deber de la intervención armada -unilateral o multilateral-, aun en contra de la voluntad del Estado. Lógicamente, previa aprobación del Consejo de Seguridad de la ONU.

Un sector de la doctrina internacionalista, encabezado por Mario Bettati, profesor de Derecho Internacional en la Universidad de París II, habla de un deber de injerencia humanitaria, en la medida en que los titulares del derecho a la asistencia son las víctimas, por lo que existe la obligación correlativa de la comunidad internacional de intervenir para ayudarles.

No se trata de imponer al Estado débil los criterios de los más fuertes. Sino de asegurar la protección de unos ciudadanos, cuando los gobiernos nacionales son incapaces de protegerles, si es que no son las propias autoridades quienes promueven la violación de la dignidad humana dentro de su territorio (así ha ocurrido en la antigua Yugoslavia o en Ruanda).

La soberanía no puede ser una especie de magna coartada que ampare masacres, asesinatos, violaciones, torturas. En la cumbre de la OUA de junio de 1998, afirmaba Nelson Mandela: «Creo que todos tenemos que aceptar que no podemos abusar del concepto de soberanía nacional para negar al resto del continente el derecho y deber de intervenir cuando, detrás de esas fronteras soberanas, la gente está siendo masacrada para proteger la tiranía».

La ONU se empeña más

La configuración del derecho o deber de intervención humanitaria enlaza con los Convenios de Ginebra de 1949, que actualizaron las normas sobre heridos y prisioneros de guerra, sobre protección de personas civiles, así como sobre protección a las víctimas de conflictos armados.

Un artículo común a las diversos tratados consagra el deber de tratar a todos «con humanidad». A partir de ahí, se podrá fundamentar, aun indirectamente, el derecho internacional a realizar las acciones de fuerza indispensables para evitar un trato gravemente inhumano aun sin la autorización del Estado correspondiente.

Sería un paso adelante respecto de actividades como la atención a los refugiados o desplazados: sea por parte de Estados -limítrofes o no-, o por parte del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados.

En la I Conferencia Internacional sobre Derecho y Moral humanitarios (París, enero 1987), comenzó a hablarse técnicamente de la injerencia humanitaria, como derecho y deber de intervenir con urgencia -aun sin el consentimiento del Gobierno local- cuando se encuentra en grave peligro la salud y la vida de seres humanos, o está en juego la supervivencia de pueblos y grupos étnicos enteros. Poco después, en 1988, la resolución 43/131 del Consejo de Seguridad de la ONU admitió por vez primera el derecho a la intervención por razones humanitarias.

Este derecho recibió un gran refrendo cuando los aliados en la Guerra del Golfo decidieron proteger a los kurdos del norte de Irak en 1991. Esa línea se consolidó en 1992, con las sanciones económicas el bloqueo naval a Serbia y Montenegro decretado por el Consejo de Seguridad de la ONU: fuerzas de la OTAN y de la UEO intervinieron para hacer cumplir la resolución. Después, el Consejo de Seguridad pidió una nueva intervención de la OTAN con fines humanitarios.

En definitiva, de las intervenciones previstas por la Carta de la ONU para imponer o restablecer la paz, se pasa a la estricta intervención humanitaria. A las operaciones de mantenimiento de la paz, mediante fuerzas de interposición entre las partes en conflicto, que excluyen el uso de las armas, siguen operaciones cuyo objetivo no es tanto la paz en sí, como evitar violaciones masivas de los derechos humanos. El símbolo gráfico de este nuevo concepto son los cascos azules y los vehículos blancos.

El impulso de Juan Pablo II

Mientras en el derecho internacional se discute aún el derecho de intervención, Juan Pablo II no ha dudado en invocarlo en diversas ocasiones, como en el conflicto de Bosnia-Herzegovina. En su discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede (16 de enero de 1993), el Papa afirmaba que, en la vida internacional, los intereses y derechos de la persona humana trascienden a los Estados. Ante poblaciones amenazadas por un agresor injusto, los Estados no tienen «derecho a la indiferencia», que sería una omisión éticamente culpable: una vez agotados los cauces diplomáticos y los procedimientos previstos dentro de las organizaciones internacionales, se impone el deber de desarmar al agresor.

Poco antes, el 5 de diciembre de 1992, el Papa se había dirigido en la sede de la FAO a los participantes en la Conferencia Internacional sobre Alimentación. Guerras y conflictos civiles condenan a poblaciones enteras a morir de hambre por motivos egoístas o partidistas. En esos casos, dijo Juan Pablo II, se debe asegurar las ayudas alimenticias y sanitarias, superando todos los obstáculos, incluidos los que provienen de un recurso arbitrario al principio de no injerencia en los asuntos internos de un país.

Para proteger a los más débiles

No hay derechos absolutos. Un caso límite -aplicable quizá por analogía al Estado- es la privación de la patria potestad, para proteger a los hijos ante el desvarío de sus padres. También la construcción del nuevo orden internacional pasa por relativizar la soberanía estatal. Cada día abundan más los ejemplos: baste pensar en exigencias prácticas de la Unión Europea a los Estados miembros, en los procedimientos de protección de los derechos humanos en el marco de la OEA o del Consejo de Europa, o en el proyecto de Tribunal Penal internacional.

La protección de los derechos humanos no es ya exclusiva de la jurisdicción interna de los Estados. La clásica regla de no intervenir en los asuntos internos de los Estados, garantizaba el derecho del débil frente al fuerte. Pero la comunidad internacional no puede permanecer pasiva cuando se violan los derechos de los más débiles por sus propias autoridades. El principio de no intervención protege la autonomía de cada Estado. Pero ¿acaso pertenece a la jurisdicción interna el genocidio, el apartheid, la purificación étnica o las deportaciones? La protección de la dignidad de la persona forma parte de la esencia del bien común de la sociedad (nacional o internacional). Si el Estado, que debe promover y amparar los derechos humanos, se convierte en agresor, su soberanía carece de legitimidad.

Además, cuando un Estado no respeta los derechos humanos de sus propios súbditos, la paz mundial está en peligro, como consecuencia de esa grave injusticia, que da lugar al sufrimientos de los inocentes, a tantas hambrunas, a refugiados y desplazados, al terrorismo o las guerrillas.

En la «Agenda para la paz» redactada por Boutros Ghali, y que constituyó la brújula de su mandato como Secretario General de la ONU, se contemplaban varias situaciones en las que las Naciones Unidas debían considerar la necesidad de una intervención: mayoría que infringe malos tratos a una minoría (caso de Irak sobre los kurdos); minoría que controla a la mayoría (caso del antiguo apartheid de Sudáfrica); golpes de Estado como el de Haití; conflictos internos que impidan deliberadamente la ayuda humanitaria.

Los riesgos de la injerencia

Lógicamente, abundan también las voces que se oponen al intervencionismo humanitario como principio general. En todo caso, estarían dispuestos a reconocer la existencia de un posible derecho a intervenir en casos graves bien definidos, pero sin admitir un deber a priori de los Gobiernos: es decir, sería precisa una decisión prudencial concordada caso por caso.

Además, cuando se plantean los supuestos de intervención, rara vez están exentos de intereses económicos y geopolíticos concomitantes, que dificultan el consenso de la comunidad internacional. En ocasiones, acaban protegiendo los intereses estratégicos de las grandes potencias, es decir, de EE.UU., cuyo papel hegemónico -directamente o a través de la OTAN- parece indiscutible. Suele recordarse, en ese contexto, el Congreso de Viena (1815) y la Santa Alianza, incluidos los cien mil hijos de San Luis que repusieron el absolutismo monárquico en España.

Ciertamente, toda intervención puede ser dominadora. Además, no faltan experiencias fallidas, como la de Somalia entre 1992 y 1995. Las dificultades son reales, como manifiestan también los dirigentes de ONG, cuando comprueban que ropas, medicinas o alimentos, enviados a países del Tercer mundo que sufren de hambruna, no llegan a la población civil, y más bien sirven para alimentar a los contendientes y prolongar los conflictos que causan el problema.

La consideración de estos inconvenientes puede ayudar a evitar planteamientos utópicos. Pero no debería frenar la búsqueda de soluciones, continuando el trabajo realizado en Roma sobre el Tribunal Penal Internacional.

A pesar de los riesgos, más equitativa resultará esa intervención que las abundantes injerencias históricas motivadas por razones geopolíticas o económicas, o recientes decisiones de EE.UU. que son pura represalia.

El necesario control de legalidad

Las intervenciones humanitarias son una limitación de la soberanía estatal, y tienen cierto carácter de sanción penal. Por esto, exigen reglas estrictas para obviar posibles abusos. Los autores señalan, entre otras:

– establecer un control internacional preciso, de modo análogo a los equilibrios y controles de poder que existen en los sistemas democráticos;

– definir lo mejor posible -tipificar- la grave violación de los derechos fundamentales de la persona que justifica la intervención: no se limitará a los genocidios, pero no puede incluir la mera privación de libertades públicas en Estados autoritarios;

– asegurar que se han puesto previamente los medios diplomáticos necesarios;

– decidir adecuadamente el tipo de intervención militar: puede limitarse a dar protección armada a convoyes de ayuda humanitaria; o puede ser necesaria para imponer al Estado territorial una prestación a la que se opone;

– emplear siempre medios proporcionados -en línea con la doctrina clásica de la guerra justa-, para evitar males mayores o costes humanos superiores a los beneficios (toda intervención bélica puede provocar muertes, y destruir el patrimonio y el legítimo bienestar de ciudadanos inocentes, sin excluir el riesgo de escalada que involucre al país en guerra generalizada).

El fin de la guerra fría permitirá lograr nuevos equilibrios entre intervención y soberanía. No se producirá ya necesariamente la clásica dicotomía que valoraba un mismo acontecimiento como protección de la independencia de los pueblos o agresión a la soberanía nacional, según quien fuera el protagonista. Y la definición técnica del intervencionismo humanitario asentará con bases firmes un nuevo orden internacional más respetuoso de los derechos humanos.

Un debate clásicoAunque la intervención humanitaria se invoque como una doctrina moderna, en realidad es un tema debatido en el derecho internacional clásico. Destacados pensadores se han ocupado de este problema, como puede verse en estas citas recogidas en un artículo de la revista francesa Commentaire (verano 1996).Francisco de Vitoria (1480-1546)

Un quinto título sería la tiranía de los reyes bárbaros o incluso la de las leyes que hacen violencia a los inocentes. Tales son, por ejemplo, los sacrificios humanos o los asesinatos de aquellos cuya carne se comerá. Yo mantengo que, sin recurrir al Romano Pontífice, los españoles pueden prohibir a los bárbaros estas costumbres y ritos impíos. Pues está en su poder preservar a los inocentes de una muerte injusta. (…) Si no quieren [renunciar a estas costumbres], es justo declararles la guerra y aplicarles sus leyes, y si no hay otro modo de suprimir estos ritos sacrílegos, se destituirá a los príncipes para establecer nuevos gobernantes.

(De Indis, III, 15).Hugo Grotius (1583-1645)

¿Se puede legítimamente tomar las armas para librar a los súbditos de otro Estado de la opresión de su soberano? Es verdad que, desde el establecimiento de las sociedades civiles, el soberano de cada Estado ha adquirido un derecho particular sobre sus súbditos, en virtud del cual puede castigarlos sin que ninguna otra potencia deba inmiscuirse en lo que pasa en su país. (…) Pero los soberanos sólo tienen este derecho en su país cuando los súbditos son verdaderamente culpables, o, al menos, cuando su crimen es dudoso. Pues ese es el fin de ese reparto de los gobiernos civiles.

Pero de ahí no se sigue que cuando la opresión es manifiesta, cuando un Busiris, un Phalaris, un Diomedes de Tracia maltratan a sus súbditos de una manera que merece ser condenada por cualquier persona justa, estos súbditos oprimidos estén excluidos de la protección de las leyes de la sociedad humana. Así vemos que Constantino el Grande tomó las armas contra Licinio, y que otros emperadores romanos combatieron contra los persas, para impedir que maltratrasen a aquellos de sus súbditos que profesaban la fe cristiana.

(…) Ciertamente, según la Historia antigua y moderna, parece que el afán de invadir los Estados ajenos recurre a veces a semejantes pretextos. Pero el uso que los malvados hacen de una cosa no impide siempre que esa cosas sea justa en sí misma.

(El derecho de la guerra y de la paz, 1746)John Stuart Mill (1806-1873)

Otro caso es el de una guerra civil prolongada, en la que los bandos en conflicto están tan equilibrados que es poco probable un desenlace rápido, o, si lo hay, la parte victoriosa sólo puede esperar reducir a su adversario mediante actos bárbaros que repugnan a la humanidad y nefastos para el bienestar permanente del país. En este caso excepcional, parece que se ha llegado a un acuerdo sobre una doctrina: las naciones vecinas, o un vecino poderoso con el acuerdo de otros, están habilitados para exigir el fin de las hostilidades y para llegar a una reconciliación dentro de los términos de un compromiso equitativo.

En cuanto a si un país está autorizado a ayudar al pueblo de otro Estado a combatir a su gobierno para obtener instituciones libres, la respuesta será diferente según que el yugo que la población trata de rechazar está impuesto por un gobierno puramente autóctono o por una potencia extranjera. Si el conflicto opone sólo a un pueblo y a sus dirigentes autóctonos, y estos no utilizan para su defensa más que a fuerzas nacionales, yo respondería negativamente a la legitimidad de una intervención. La razón de esta respuesta negativa es que nada nos asegura que esta intervención, aunque esté coronada por el éxito, sea un bien para el pueblo. La única prueba de cierto valor para saber si un pueblo es apto para dotarse de instituciones populares, es el hecho de que se pueblo, o una porción suficiente de se pueblo capaz de triunfar en la lucha, está dispuesto a desafiar la dificultad y el peligro por su liberación.

(…) En el caso de un pueblo en lucha contra un yugo extranjero o contra una tiranía autóctona sostenida por las armas extranjeras, (…) ayudar a un pueblo así reprimido no es falsear el equilibrio de fuerzas del que depende el mantenimiento permanente de la libertad en un país; es restablecer dicho equilibrio cuando ha sido ya roto de manera violenta y desleal.

(A Few Words on Non-Intervention, 1859). Salvador Bernal

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