Colombia: La coca no se ha marchado… y ya llega el cannabis

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En la historia de las naciones se verifican a veces grandes paradojas. En Colombia, por ejemplo, a medida que se acercaba el momento de la firma definitiva de la paz entre el gobierno y las insurgentes Fuerzas Armadas Revolucionarias (FARC), se incrementaban más y más las áreas de cultivo de coca, cuya hoja es la materia prima fundamental para la fabricación de la cocaína, narcótico en torno al cual, si algo no suele abundar, es precisamente la paz.

En días pasados, El Heraldo de Colombia citaba al ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, quien daba por buenas unas cifras oficiales del gobierno de EE.UU. acerca de que el país sudamericano tenía unas 188.000 hectáreas sembradas con el arbusto, a partir de las cuales se podrían producir anualmente unas 700 toneladas de cocaína. Estas cifras no son, sin embargo, definitivas para Bogotá, que se guía más bien por el informe anual de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), el cual tampoco debe ser demasiado alentador, a juzgar por los resúmenes de años anteriores, como veremos más adelante.

El gobierno colombiano está procesando licencias para varias empresas que se dedicarán a la producción de marihuana “medicinal”

¿Por qué, ahora que llega la estabilidad, se dispara el cultivo de la hoja y la producción del estupefaciente? Hay varias razones, como que gobierno ha cesado desde 2012 la fumigación aérea con herbicidas en las zonas cocaleras. Su temor era que los problemas asociados con el procedimiento, como las afectaciones a la salud de la población campesina, el mayor empobrecimiento de esta por la eliminación de sus cultivos y, en consecuencia, su malestar, obstaculizaran el proceso de paz con la guerrilla narcomarxista.

Desaparecidos los aviones, los campesinos han vuelto a la labor. “Están sembrando como locos”, reconoce al Wall Street Journal William Brownfield, responsable del área de Narcóticos en el Departamento de Estado de EE.UU. Y como locos deben de estar celebrando además que, junto con la aspersión aérea de herbicidas, se hayan retirado los guerrilleros de las FARC, que operaban como fiscalizadores del negocio y a quienes tenían que pagar una suerte de “impuesto revolucionario” para poder trabajar en paz.

“¿Tomates? Mejor coca”

A la espera del próximo informe de la UNODC, los números del documento de 2016 –publicado cuando aún no se había firmado la paz definitiva– ya marcaban la tendencia de la ampliación de las áreas cocaleras. Según el texto, que muestra cifras algo más sobrias que las ofrecidas por Washington, si en 2013 la superficie cultivada de coca era de 48.000 hectáreas, en 2014 habían pasado a ser 69.000, y en 2015, último año registrado, unas 96.000.

El incremento está animado, en buena medida, por los precios. La UNODC calcula que, por hectárea, el rendimiento promedio subió entre 2014 y 2015 de 4,7 a 4,8 millones de toneladas, pero esa mayor oferta no debilitó el precio de la pasta base de cocaína, que pasó de 1,9 a más de 2 millones de pesos el kilo.

Los campesinos afganos que han cultivado exclusivamente opio han superado en ganancias a los demás agricultores

Con esos precios al alza, difícilmente un campesino cambie el chip para cultivar tomates y plátanos. La sustitución de cultivos es justo uno de los pilares de la política gubernamental, pero no es tan sencillo como quitar una planta y sembrar otra. Los productos agrícolas tradicionales muchas veces no salen del mercado local y se pagan muy mal, mientras que los narcóticos van en su mayor parte al exterior, a países desarrollados, lo que de alguna manera repercute en las ganancias de los que están al principio de la cadena.

Citado por el Journal, el Alto Comisionado para la Paz, Sergio Jaramillo, admite que es difícil un rápido golpe de timón en las áreas rurales, durante mucho tiempo olvidadas, y que incluso si los campesinos dedicados hoy a la coca la abandonaran y retornaran a los cultivos legales, no tendrían aseguradas sus ganancias, dado el alto costo del transporte a través de caminos ruinosos, cuando no inexistentes.

El espejo afgano

Las experiencias ajenas deben servir, en todo caso, para no repetir sus errores. Sobre Afganistán, esa casi “madre patria” del opio y de su más afamado derivado, la heroína, también la UNODC prepara un informe anual. El de 2016 refiere que los campesinos que cultivaron solo amapola –de la que se extrae el opio– ganaron en promedio 1.452 dólares por hectárea, mientras que aquellos que además sembraron trigo, recibieron apenas 720 dólares. Por su parte, los que habían dejado la amapola y se habían pasado solo al cereal, obtuvieron 949 dólares de ganancia, mientras que los que jamás habían sembrado el opioide y solo tenían trigo, ganaron 847 dólares.

Según la UNODC, los agricultores afganos no se decantan por el opio solo a causa de los altos dividendos que les ofrece, sino porque –y aquí está la semejanza con sus pares colombianos– carecen de un acceso “continuo, confiable y sostenible” a los mercados para comercializar productos alternativos. Para gestionar mejor los programas de desarrollo alternativo y distanciarse de un modelo de sustitución de cultivos simplista, es importante –dice la entidad– atender a la falta de oportunidades laborales fuera del campo y a la ausencia de una infraestructura física y social.

Los productos agrícolas tradicionales muchas veces no salen del mercado local y se pagan muy mal

La estrategia colombiana, en principio, está concebida para atajar esas insuficiencias. En su Plan Integral de sustitución de cultivos ilícitos, Bogotá anuncia que se crearán comercializadoras sociales rurales que impulsen la circulación de los productos, y que se dará asistencia técnica y apoyo financiero para el desarrollo de producciones que sean sostenibles económica y ambientalmente (ahora mismo, con apoyo de Washington y la ONU, ya hay iniciativas en marcha para estimular el cultivo del cacao y exportar la producción a EE.UU.). Además, aquellos que solo siembren productos legales podrán obtener incentivos económicos, sin contar con que podrán convertirse en propietarios de los terrenos cultivados.

Todo por el cannabis

Hasta aquí, todo bien. No parece, sin embargo, que entre los cultivos sustitutivos de la coca tenga demasiado sentido incluir la marihuana. Pero a las autoridades colombianas les parece lógico, máxime cuando ya en 2015 se aprobó una ley para la siembra de marihuana “medicinal” y su consumo por parte de la población local, además de la exportación.

Lo curioso en este caso es, y así lo subraya The New York Times en un reportaje, que sería la primera vez que cultivos ilícitos en manos de un grupo ilegal –que las FARC estaban también en este negocio– vengan a ser legales solo con pasar a manos de empresas autorizadas por un gobierno.

Los campesinos “están sembrando como locos”, reconoce el responsable de Narcóticos en el Departamento de Estado de EE.UU.

Porque es lo que está sucediendo. La compañía canadiense PharmaCielo ya ha plantado el campamento en las afueras de Medellín, en unas tierras que hace muchos años controlaba el capo di tutti capi, Pablo Escobar, y ha garantizado a los campesinos que cultiven cannabis un pago bastante superior al que recibían durante la guerra, así como invernaderos, fertilizantes y, en fin, los suministros necesarios para la tarea. Por el cannabis, todo.

PharmaCielo, sin embargo, no será la única beneficiaria. Otras empresas están tramitando ahora mismo sus licencias en Bogotá, desde donde les llega la enhorabuena nada menos que desde… el Ministerio de Salud. “Estamos ante una oportunidad completamente nueva”, dice el ministro, Alejandro Gaviria, quien, citado por el diario neoyorquino, no se corta para contradecir lo que están haciendo el gobierno y otras agencias, y expresar que la sustitución de cultivos ilícitos ha tocado techo e inducido a muchos a volver a ellos. “Ha sido un fracaso total”, remata. ¿Y es una droga la que ayudará a superarlo?

Son las paradojas, decíamos al principio. Y ni los gobiernos se salvan de ellas.

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