En España el nombre de Eduardo Punset es el emblema popular de la divulgación científica. Con su programa televisivo Redes, sus colaboraciones periodísticas y sus libros que se colocan a la cabeza de los best sellers de no ficción, quiere dar a conocer las ideas claves de la ciencia de nuestro tiempo. El viaje al poder de la mente (1) es la última obra del economista, político, divulgador y polígrafo.
Una de las tesis que defiende en ella es que los hombres somos reacios a cambiar de opinión. ¡Ea!, al menos en este caso, ha conseguido que yo cambiara la mía: antes de empezarlo pensaba que estaba ante un trabajo serio e importante; ahora que lo he leído, estoy convencido de que se trata de un mal libro.
Documentalistas despistados
Encuentro, en primer lugar, que es un texto muy descuidado. Parece mentira que, disponiendo de toda una batería de documentalistas y revisores (mencionados en el apartado de agradecimientos), cometa tantos errores de bulto. Otorga 150 años de vida a la teoría del Big Bang, que empezó a esbozarse después de 1920 y sólo se consolidó en 1965 (p. 27); atribuye a Einstein el descubrimiento de formas de energía que repelen, cuando desde la más remota antigüedad se conocen las fuerzas de impenetrabilidad, magnética y eléctrica, que son total o parcialmente repulsivas (p. 30); atribuye pensamiento no ya a los animales, sino a los fósiles de ammonites (p. 38); dice que cuando el agua se evapora sus moléculas se disocian en átomos de hidrógeno y oxígeno (p. 46); confunde los conceptos de densidad y peso (p. 48); coloca los bosques de Turingia “en plena Selva Negra”, la cual está en otro estado de Alemania (p. 148); etc.
Así quizá hubiera evitado la penosa trivialización del conocimiento científico que caracteriza todo el libro, como por ejemplo cuando habla del principio de incertidumbre. En mecánica cuántica este principio concierne al límite en la precisión obtenible al medir simultáneamente ciertos pares de magnitudes físicas, lo cual imposibilita la completa adecuación a la realidad de las teorías que las utilizan. Se trata de algo muy importante, pero bastante técnico. Sin embargo, según Punset: “El principio de incertidumbre de Heisenberg significa que debemos vivir para siempre con probabilidades, no con certidumbres” (p. 84). Por la misma regla de tres podría habernos dicho que la teoría de la relatividad enseña que todo es relativo.
La estrategia de extraer de las más abstrusas investigaciones recetas de aplicación inmediata a la vida humana provoca continuas salidas en falso, de las que luego hay que desdecirse para afirmar lo contrario. Así, anuncia en una ocasión que se ha descubierto “el minuto preciso” en que se originó el primer organismo replicante para matizar en el mismo párrafo: “aunque no podamos precisar cuándo surgió” (p. 293).
Entre la indignación y el éxtasis
Una cualidad que nadie regateará a Punset es el entusiasmo. Va de sorpresa en sorpresa, de éxtasis en éxtasis… y de indignación en indignación, porque está convencido de que no se enseña en las escuelas ni se difunde como debiera todo lo que ha llegado a aprender en sus peregrinaciones por el mundo de la tecnociencia.
Una cita nada más para ilustrar el procedimiento: “¿Cómo nos dejaron desde la más tierna infancia explorar la vida sin darnos los instrumentos, por lo menos conceptuales, para medir el pH de cualquier medio?” (p. 52). Y eso lo dice él, que estudió el bachillerato en Estados Unidos. A mí, que lo preparé por libre en un colegio pueblerino de la España franquista, me proporcionaron con toda naturalidad tanto la definición del pH como el papel tornasolado para hacer una valoración aproximada. A menudo el descubrimiento presuntamente silenciado es tan sabido y tan obvio, que uno se pregunta si Punset no confunde sus averiguaciones con las del resto de la humanidad, como si padeciese algo así como un “síndrome del descubrimiento del Mediterráneo”.
Anuncia repetidamente el mayor descubrimiento de la ciencia, título efímero que pasa de unos hallazgos a otros (pp. 35, 130, 276), aunque lo habitual es que haya sido realizado hace menos de diez años por alguna de las grandes cabezas con las que tiene trato íntimo y sea objeto de conspiraciones judeo-masónicas para que pase desapercibido.
Un flojo sincretismo
Hay personas que profesan convicciones humanísticas y/o religiosas y están prevenidas contra los mensajes de Eduardo Punset, porque presumen en él un sagaz defensor de los puntos de vista materialistas o cientificistas. Ojalá pudiera confirmar sus temores, porque considero que tanto el materialismo como el cientificismo constituyen desafíos teóricos muy serios, que todo el que crea en Dios o en el hombre debiera conocer y discutir en profundidad. Pero por desgracia no es el caso. Su orientación ideológica apunta por supuesto en esas direcciones, pero los argumentos sustantivos que aporta para abonarlas son demasiado flojos.
En el fondo, lo que define mejor su ubicación en el espectro ideológico es el sincretismo. Como en una batidora mezcla casi todas las consignas y opiniones de uso corriente, sin averiguar hasta qué punto casan unas con otras. Los temas en los que más insiste en El viaje al poder de la mente son: la importancia de cambiar de opinión (aunque sin especificar cómo, cuándo ni por qué); nuestra insignificancia en el conjunto de cosmos (una sentencia repetida ad nauseam desde Freud para acá, enraizada en viejos tópicos de la ascética cristiana y que ahora propone como gran novedad); la conveniencia de tomar decisiones sin estar demasiado informado (en lo cual, hay que confesarlo, Punset es modélico: véase p. 105); la utilidad de dejar de ser racionales para dar paso a la intuición y al mismo tiempo la ventaja de seguir siéndolo para no desautorizar a la ciencia.
También figuran entre las tesis capitales del libro que la inteligencia y la especificidad irrepetible de lo humanos son, junto con el pensamiento autoritario y dogmático, fuente de infelicidad, violencia y terrorismo; que es más importante desaprender que aprender (frente en el que, a la vista del rumbo que está llevando últimamente el sistema educativo, estamos haciendo muchos progresos). Propugna asimismo superar a Darwin para redescubrir y dar nueva validez a Lamarck.
Por último, aboga para que cambiemos la identidad genética y epigenética de nuestra especie, a fin de convertirnos en entes clorofílicos capaces de nutrirnos del sol y el aire… Si alguien opina que esta última tesis es demasiado demencial para ser defendida por una autoridad tan solvente como Eduardo Punset, vaya a la p. 291, en la que aparece un esbozo del hombre del futuro con ramas y hojas brotando de su frente, o la 309, en que apremia a los padres progresistas para que bauticen a sus hijas (por lo civil, claro está) con el nombre de Elysia chlorotica, una babosa de color verde que, por medio de la ingesta de algas y el trasiego de genes, ha conseguido incorporar cloroplastos a sus células.
Conflicto entre ciencia y fe
Idéntica falta de seriedad revelan los ataques a la religión, aunque he de reconocerle la originalidad de no sacar a relucir el caso Galileo. En realidad, el único argumento que usa para demostrar la inevitabilidad del conflicto entre la ciencia y la fe es la perspectiva -inmediata según él- de sintetizar bacterias en los laboratorios (p. 166). Un escrúpulo poco comprensible, habida cuenta que la teoría de la generación espontánea estuvo en vigor hasta el siglo XIX. Quizá se deba a que el católico Pasteur fue quien la refutó.
Uno esperaría encontrar proyectiles de más grueso calibre en el arsenal de un ateo o un materialista digno de ser escuchado. El de mayor poder ofensivo sería alegar que bastan las leyes descubiertas por la ciencia o las causas naturales vislumbradas por la razón para explicar el entendimiento y la voluntad humanas, o bien el surgimiento y destino final del universo. Conviene recordar que Punset publicó en 2006 otro libro con el provocativo título de El alma está en el cerebro, pero, francamente, decir que el alma está en el cerebro no tiene mayor trascendencia que pretender que también lo está en la habitación, ciudad o planeta donde ese cerebro se ubica.
Lo importante, lo decisivo, lo que pondría en aprietos la fe de una persona adulta y mínimamente informada, es si se puede o no describir con exactitud y predecir sin ambigüedad el conjunto de impulsos nerviosos que, partiendo de la incidencia de la luz en la retina, desemboca en la estimulación de las neuronas motoras que activan la respuesta deliberada y consciente a la información que aquella luz aportó. Todo lo demás son metáforas.
Decisiones morales
Punset pretende que el cerebro, lejos de ser el mecanismo más sofisticado del universo, es un mero apaño evolutivo (p. 287), como si ambas cosas fuesen incompatibles. Si se conocieran otros mecanismos -hasta donde la palabra “mecanismo” sea apropiada en este contexto- más complejos, bueno sería que los mencionara. Y en todo caso, no se trataría de un único apaño, sino de una cadena ininterrumpida de ellos que ha tardado millones de años en completarse. Hasta que sea descubierto otro objeto más intrincado aún, no conocemos ninguno con tantas bifurcaciones y vericuetos, ninguna estructura que constituya un desafío comparable para cualquier esfuerzo de racionalización unívoca.
El propio Punset acaba reconociendo que en lo tocante a las decisiones morales, “es incluso una cuestión abierta saber hasta qué punto tenemos la opción de elegir” (p. 170). ¡Y dice eso inmediatamente después de haber conjeturado la existencia de un mecanismo biológicamente predeterminado para emitir juicios morales! (p. 168). Difícilmente podría darse mayor incoherencia entre una toma de postura materialista y un corolario que abre la puerta a la presencia de libertad en sentido fuerte.
En un mundo cada día más necesitado de auténtico diálogo interdisciplinar, es una pena que quien está en una posición inmejorable para llevarlo a cabo malogre sus esfuerzos y deje a la clientela sin la oportunidad de conocer la proyección que el trabajo de la comunidad científica tiene sobre la vida humana. Coquetear con las modas intelectuales e improvisar genialidades sobre la marcha no es la mejor receta para aportar discernimiento a nuestro atribulado mundo.
Lo valiente no quita lo cortés, y diré para terminar que, a pesar de sus años y enfermedades, pocas personalidades alberga España con tantas ilusiones y juventud de espíritu como Eduardo Punset. Ello me hace concebir la esperanza de que los defectos señalados (en la medida en que sean tales) desaparezcan en la próxima entrega que recibamos de él, de modo que en lugar de la censura lo obligado sea el aplauso.
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Juan Arana es catedrático de Filosofía de la Naturaleza de la Universidad de Sevilla.
NOTAS
(1) Eduardo Punset. El viaje al poder de la mente. Los enigmas más fascinantes de nuestro cerebro y del mundo de las emociones. Destino. Barcelona (2010). 364 págs.