Humanismo cívico: acercar el poder a las personas

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El ciudadano de nuestras democracias, que debería participar activamente en la vida pública, se recluye en el ámbito privado. Las cuestiones más decisivas que le afectan parecen estar en manos del Estado y del mercado, instancias que están muy lejos de él. La vista de la corrupción refuerza su desencanto. Devolver a la gente de a pie sus plenas competencias es lo que propone el filósofo Alejandro Llano, catedrático de la Universidad de Navarra, en su nuevo libro, Humanismo cívico (Ariel). El Prof. Llano acudió a Madrid para presentar esta obra en la Fundación Maraya, donde le hicimos la siguiente entrevista.
¿Cuáles son las causas de la escasa participación de los ciudadanos en la vida pública?

— Quizá la más obvia sea la complejidad. Antes, la gente vivía inscrita en unos ámbitos restringidos, visibles, abarcables. Ahora vivimos en lo que se llama una «reticularidad compleja», dirigida por centros de poder de largo alcance, porque parecen ser los únicos capaces de hacerse cargo de esa complejidad. Mientras que las personas, precisamente por vivir en un ambiente tan complicado, se encuentran más aisladas, tienen menos capacidad de intercambio, diálogo y, por tanto, de proyecto común. De manera que se produce el fenómeno, muy conocido, de la muchedumbre solitaria, sobre todo en las grandes conurbaciones.

No todo es política

¿Acaso es hoy más necesario participar en la vida pública con iniciativas sociales, además de con el voto?

— Sí, porque la vida social se ha diversificado en muchos ámbitos que pueden ser calificados de públicos pero no son estrictamente políticos o estrictamente económicos. Resulta que esas instancias que antes se llamaban intermedias, si en ellas no participan los ciudadanos de a pie, individualmente o asociándose con otros, también caen en manos de los poderes públicos, que, a su vez, han perdido capacidad de iniciativa, porque tienen que atender demasiadas cosas. La autonomía del ciudadano se ha ido comprimiendo, y aunque él vote cada cierto tiempo, no tiene influencia real sobre el encaminamiento de esas realidades que están en el ámbito del mercado o en el ámbito del Estado. Y mucha gente lo nota como un fenómeno de alienación.

¿Puede la iniciativa social sustituir con ventaja al Estado en servicios que ahora asume este?

— Estamos acostumbrados a pensar como si el Estado nacional fuera el sistema obvio, cuando en realidad es un sistema relativamente reciente. Y antes, y después quizá, lo que hay son comunidades políticas, cuyo propio concepto es mucho más flexible. El Estado va unido a la idea de soberanía incompartible y de centralización máxima respecto a otras figuras, y eso ha sido contestado desde dentro por lo que podríamos llamar la rebelión de los mundos vitales: los sentimientos nacionales, ecológicos, de vecindario…

En el Estado del bienestar se ve claramente que ese proyecto de centralización no era viable a la larga. El Estado del bienestar corre peligro de quiebra y, a la vez, no puede responder a las necesidades de calidad de vida de los ciudadanos, que ya no solo piden asistencia básica, protección uniformada: piden diversificación, muy difícil de lograr con un solo instrumento. De manera que, según el humanismo cívico, hay que poner en marcha otras energías que están latentes y que son las capacidades de iniciativa social. Lo que propugna el humanismo cívico es que el Estado no pretenda tener el monopolio de la benevolencia ni el mercado la marca registrada de la eficacia, sino que se reconozca que hay toda una serie de fenómenos -el tercer sector, el voluntariado, las ONG- que ya hoy están cumpliendo papeles importantes en casi todos los países.

Se trata de aprovechar las capacidades de adaptación al medio que tienen las comunidades locales: en muchos lugares hay cooperativas, instituciones, clubes, comunidades de cuidado, o simplemente familiares, vecinos que estarían dispuestos a hacer una tarea semejante a la que intenta realizar el Estado del bienestar, solo que de una manera mucho más personalizada y con mayor calidad.

Otra idea de trabajo

Ahora que casi todos somos asalariados, ¿de dónde sacar el tiempo y los recursos necesarios para dedicarse a esas tareas que el Estado hace, aunque no de modo satisfactorio?

— Creo que tenemos un concepto en exceso unívoco del trabajo. Equiparamos trabajo con empleo asalariado, a tiempo completo, con Seguridad Social: lo que los norteamericanos llamarían un job. Seguramente hay bastante gente que no tiene más remedio que aceptar ese job, cuando lo encuentra, porque es la única manera de cubrir sus necesidades y comparecer en la sociedad. Por ejemplo, muchas personas podrían interesarse en otro tipo de trabajos que no respondieran a la descripción del job. Pero, para eso, tendría que haber algún tipo de compensaciones, de desgravaciones… y un cambio de mentalidad.

Este régimen unívoco salarial está privando a la familia de casi todas sus funciones. Sin embargo, mucha gente dice: «me gustaría volver a una situación en que pudiéramos reunirnos», etc. Creo que eso es calidad de vida. La familia es la fuente más potente de calidad de vida y, sin embargo, nuestro afán de lograr calidad de vida está produciendo un fenómeno de implosión en las familias que creo no está exigido: estaba exigido tal vez por la sociedad industrial, pero no lo está por la sociedad postindustrial.

Formación humanística

Hoy se vuelve a percibir la necesidad de formación cívica. ¿Cómo habría que impartirla: con una asignatura?

— Seguramente no. La mayor parte de las cosas vitalmente importantes no se enseñan solo a través de asignaturas. La formación cívica, que, al fin y al cabo, es un tipo de formación ética, se transmite sobre todo por simbiosis, por empatía, en comunidades en que se puede crear una convivencia culta, por contagio.

En gran parte, esa formación no ha de ser directa. En los ámbitos anglosajones se piensa que la formación cívica más interesante y eficaz es la formación humanística: la formación en la cultura clásica latina y griega y, naturalmente, sus prolongaciones y actualizaciones modernas (también hay clásicos recientes); el estudio de la historia, de la literatura, de los grandes libros del genio humano, del pensamiento, de la religión -cristiana en nuestro caso-…; eso constituye la base de la educación cívica. Y sin ella, es muy difícil que la gente sepa por qué hay cosas que están mal y cosas que están bien, qué tiene de malo agredir a una persona más débil… En fin, una serie de lugares comunes que estaban en la formación humanística que se recibía hasta hace relativamente poco han desaparecido de la enseñanza. Volver a introducirlos, creo, supone un esfuerzo mucho mayor que aplicar las famosas materias transversales e instrumentos de ese tipo, que considero artificiales.

Valores emergentes

En efecto, las pequeñas comunidades son ámbitos propicios para la participación ciudadana. Pero ¿cómo lograr que esa participación llegue al Estado mismo, a los asuntos nacionales como las relaciones exteriores o la política social?

— Tenemos ejemplos de cómo eso se ha ido consiguiendo en otros temas. Me parece que el más claro es el del ecologismo. Tengo edad suficiente para recordar que hace quince o veinte años el tema de la protección del medio ambiente se recibía casi con sonrisas de conmiseración o desprecio. Hoy día, la cuestión ecológica es una de las cuestiones más importantes de la convivencia, tanto nacional como internacional. La complejidad que ha desestructurado los cauces políticos y económicos convencionales, ha hecho emerger de manera mucho más fuerte la cultura popular, la cultura ambiental… Así, hay ideas que están compareciendo de modo mucho más fuerte en el cine, en la televisión, en la prensa, que se traducen en formas de hablar en la calle, y en las que aparecen los nuevos valores: pacifismo, feminismo, nacionalismo -en cierto sentido- y, de manera muy especial, ecologismo.

El caso del humanismo cívico puede ser similar: se podría generalizar esa mentalidad. Hoy día los políticos y los empresarios son extraordinariamente sensibles a los estados de opinión. Creo que la permeabilidad de la conciencia cultural es ahora mucho mayor que hace veinte años.

Es clara la creciente influencia de las ONG, por ejemplo. Pero algunos temen que esas organizaciones que dicen representar a la «sociedad civil» se conviertan, en realidad, en lobbies que defienden intereses de grupo.

— No hay fórmula perfecta. Ciertamente, en las comunidades pequeñas se pueden producir los mismo fenómenos negativos que en las grandes. Pero hay un punto clave que es el nervio de mi propuesta: lo que de más positivo y constructivo haya en las capacidades humanas viene dado por la cercanía a la propia situación. Si, por sistema, se considera que la manera de evitar la corrupción, la parcialidad… es alejar los centros de poder, de decisión y de convivencia de las personas falibles y a veces corrompidas, creo que eso es un tremendo error. Porque la ética tiene que ver con la acción humana personal en relación con otros. Y siempre que eso se disuelve, se engloba en algo superior, viene la utopía, la revolución o la conservación, y el remedio es peor que la enfermedad.

En pequeño las cosas se solucionan mejor que en grande. La gran tarea actual es dispersar el poder, es repartir poder, opinión, conocimiento, capacidad de decisión, porque, en todo caso, si hay corrupción, será más pequeña. Y habrá más equilibrio de poderes, lo cual está en la esencia de la democracia: la división y el equilibrio de poderes, y eso no es solamente referible a los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, sino también al poder real de la gente, que Edmund Burke llamaba la libertad concertada de los ciudadanos.

No expulsar la ética del debate público

Para el humanismo cívico, el diálogo público ha de versar sobre temas éticos sustantivos. Pero se ha querido relegar la ética a la esfera privada precisamente para lograr un espacio público de libertad, donde nadie imponga su moral, y así cada cual pueda buscar la felicidad a su modo. ¿No debemos entonces conformarnos en el ámbito público con una ética de mínimos, neutral?

— En cuestiones de ética no puede haber neutralidad. Un escritor americano ponía como ejemplo una ficción sobre el espía Philby. Sus compañeros decían: cada vez que hablamos con Philby, siempre detienen a alguien (Philby era un infiltrado). Pues bien, ese autor decía: qué raro que cada vez que se aplica el planteamiento de Rawls -liberal, procedimental-, siempre se acaban aprobando leyes pro aborto, pro divorcio, etc. Hay una especie de tendencia casi fatal a vaciar de contenido ético la vida pública cuando se pretende basarla sobre un mínimo ético. Es decir, el mínimo ético es cada vez menor.

Lo que dificulta la admisión de posturas éticas en la plaza pública es el planteamiento hobbesiano, en el que se dice que la ley está hecha sobre la base de la autoridad, no sobre la base de la verdad. Se da por supuesto que cada cual persigue su interés particular. Creo que admitir la apertura a la verdad, la posibilidad de que, a través del diálogo, vayamos acercándonos a consensos con carga ética, no es un planteamiento utópico. Lo utópico es creer que ese problema -real- de la divergencia de posturas se puede resolver por reglas procedimentales, que en el fondo son técnicas. Y lo técnico, como advertían los clásicos, se puede emplear para el mal y para el bien. Y si no tiene una ética detrás, lo más probable es que lleve a una cadencia de degradación.

Hay un cierto marco institucional propugnado por la democracia liberal, que es una conquista de la humanidad. Pero una cosa es esa, y otra cosa es vaciar ese marco de todo contenido ético. Los padres fundadores de la democracia americana, los demócratas ingleses, los grandes clásicos del liberalismo nunca pensaron que se podría llegar a una situación como la actual. Al contrario, pensaron (el caso de Tocqueville es el más claro) que esa apertura facilitaría el uso generoso, benevolente, solidario de la libertad personal y acrecentaría las posibilidades de establecer lazos comunitarios, de llegar a entenderse mejor, etc. Creo que esa posibilidad está en gran parte por explorar y, en todo caso, yo no prescindiría de ella por principio, que es lo que se hace en los planteamientos procedimentalistas.

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