La eterna tensión entre libertad e igualdad

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Para distinguir la democracia de sus corruptelas, hace falta una teoría clara del sistema democrático. Esto es lo que echaba de menos el politólogo italiano Giovanni Sartori (Florencia, 1924-2017), fallecido el 4 de abril, cuando escribió su obra más emblemática, Teoría de la democracia.

 

Galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en 2005, Sartori ha sido uno de los teóricos de la democracia más importantes de los últimos años y un lúcido polemista. Tras enseñar durante dos décadas en la Universidad de Florencia, pasó a ejercer la docencia en las de Stanford, Yale, Harvard y Columbia, donde ocupó la cátedra Albert Schweitzer de Humanidades. Fue columnista del Corriere della Sera y colaboró en otros medios.

Si igualdad se toma como uniformidad, si significa pura y simplemente lo mismo, entonces –piensa Sartori– la igualdad es incompatible con la libertad

En su extensa obra Teoría de la democracia (1), concebida justo antes de la caída del comunismo, Sartori dedica una parte importante a analizar el clásico tema de la conciliación de los dos ideales de libertad e igualdad. Concluye que solo logra armonizarlos la genuina democracia, que no es la participativa y directa. Para él, la democracia es representativa, elitista y liberal. Ante todo, liberal. Otra cosa no es democracia.

Lo que no es democracia

Para empezar, Sartori caracteriza la democracia por contraste con lo que no lo es. Una definición negativa no expresa directamente en qué consiste una cosa, pero proporciona una demarcación precisa. Así pues, Sartori define la democracia como lo contrario de la autocracia. La democracia, entonces, es el repudio del poder personal; se basa en el principio de que el poder no es propiedad de nadie, de que nadie puede proclamarse a sí mismo gobernante. Son los gobernados quienes, libremente, han de designar a sus gobernantes.

Democracia significa, entonces, limitación del poder. “La democracia –afirma Sartori– es un sistema en el que nadie puede seleccionarse a sí mismo, nadie puede investirse a sí mismo con el poder de gobernar y, por tanto, nadie puede arrogarse un poder incondicional e ilimitado”.

Sartori es consciente de la imperfección de esta definición. Sin embargo, piensa que sus virtudes son mayores que sus limitaciones. Por lo menos, sirve de norma negativa para calificar a un sistema político basado en principios diferentes como no democrático. “Cualquier otra cosa que la democracia pueda ser, o deba ser, si no es esta –la antítesis exacta de la autocracia– no es democracia”.

¿Quién es el pueblo?

Etimológicamente, democracia significa gobierno del pueblo; por tanto, un sistema en el que el pueblo no es solamente objeto, sino también sujeto del gobierno. Pero ¿quiénes componen ese demos o pueblo en quien reside el poder? ¿Todos? ¿La mayoría absoluta? ¿La mayoría relativa?

“La fórmula de la democracia liberal es la igualdad a través de la libertad, no la libertad por medio de la igualdad”

Sartori piensa que “los derechos de la minoría son la condición necesaria del proceso democrático mismo”. Entender el demos como la mayoría absoluta supondría el fin de la democracia; debe entenderse como una mayoría relativa y limitada por los derechos de la minoría.

Una norma distinta funcionaría, a la larga, en contra del principio mismo que se ensalza. Si la mayoría pudiera atribuirse, por el hecho de ganar en la contienda democrática, un poder absoluto, en lugar de democracia se obtendría una tiranía, aunque fuera ejercida por la mayoría. Para que haya verdadero sistema democrático, es preciso que subsista “la convertibilidad de mayorías en minorías y, a la inversa, de minorías en mayorías”.

Sartori concluye con una primera nota positiva de la democracia: “El principio de la mayoría relativa resulta ser el principio de la democracia que funciona democráticamente”.

Libertad e igualdad

Otra piedra de toque para discernir las verdaderas y las falsas democracias será la perspectiva con que se miren los ideales democráticos fundamentales, la libertad y la igualdad.

Constantemente se refiere Sartori a la libertad política, que define como “relacional e instrumental, cuya finalidad primordial es la creación de una situación de libertad”. Relacional, porque se da entre actores cuyas libertades coexisten y se delimitan recíprocamente. Instrumental, porque no es un fin, sino un medio. La libertad política no es completa ni positiva; es negativa y protectora, defiende al individuo frente al Estado, estableciendo limitaciones al poder.

¿Cómo asegurar la protección que se espera de la libertad política? Desde la época de Solón, la respuesta se ha buscado en la obediencia a las leyes, no a los señores. La fórmula libertad bajo la ley admite diversas realizaciones. Para Sartori, la solución jurídica para garantizar la libertad política es el constitucionalismo liberal. En este sistema, los ciudadanos no elaboramos las leyes a través de nuestros representantes democráticamente elegidos; ni somos libres porque nuestra voluntad esté reflejada en las leyes aprobadas por nuestros representantes, sino que lo somos “porque limitamos y controlamos su poder de aprobar las leyes”.

Igualdad es libertad para todos

En cuanto al otro ideal democrático, Sartori mantiene que lo natural, lo que viene dado, es la desigualdad. La igualdad, en cambio, es algo que debe ser conseguido. Pero la igualdad no consiste en lograr lo mismo para todos, sino en equilibrar las desigualdades.

Si igualdad se toma como uniformidad, si significa pura y simplemente lo mismo, entonces –piensa Sartori– la igualdad es incompatible con la libertad. Y el demócrata no puede estar dispuesto a sacrificar esta última en aras de la primera. Todo lo más, puede aceptar un compromiso: “Más igualdad a cambio de menos libertad, pero no a costa de mucha libertad”.

Así concilia libertad e igualdad un sistema democrático: permitiendo una libertad igual, es decir, la misma libertad para todos. A juicio de Sartori, libertad e igualdad se ordenan de tal manera, que la igualdad presupone la libertad. En suma, la libertad es primero; es el requisito previo de todos los valores de la igualdad. “Prívese a los iguales de la libertad de ‘expresarse’, y serán iguales en su condición de sujetos carentes de voz y objeto de abuso”.

Dos tradiciones

En la democracia liberal, la relación entre los dos ideales se expresa, según Sartori, con la fórmula “la igualdad a través de la libertad”, y no a la inversa. Porque “partiendo de la libertad es posible proseguir hacia la igualdad; desde la igualdad no somos libres para regresar a la libertad”.

No obstante, el sistema liberal-democrático, heredero de dos tradiciones, intenta combinar ambas cosas. El liberalismo valora ante todo la espontaneidad, el ímpetu vertical de la libertad. La tradición democrática da preferencia a la cohesión social, a la pulsión horizontal que late en la igualdad.

Sartori define la democracia como lo contrario de la autocracia. La democracia, entonces, es el repudio del poder personal

En la modernidad, el ideal liberal es anterior al democrático. Durante el siglo XIX, el elemento liberal prevaleció sobre el democrático; hoy sucede lo contrario. Sartori busca el equilibrio, que cree posible ahondando en las raíces liberales. “La democracia completa, no reemplaza, al liberalismo”, afirma. Es más, está convencido de que “lo que la democracia añade al liberalismo es, al mismo tiempo, una consecuencia del liberalismo”. En tal caso, no se incurriría en contradicción al demandar simultáneamente más liberalismo y más democracia. Así llega el autor a su tesis central de que la democracia es inseparable del liberalismo: “La desaparición de la democracia liberal entraña también la muerte de la democracia”.

Selección de élites

La democracia que propugna Sartori no es participativa y directa, como la griega, en la que los ciudadanos tenían la posibilidad de decidir por sí mismos sin necesidad de la mediación de representantes, con el referéndum como mecanismo básico. No: el autor defiende la democracia indirecta, en la que el pueblo se gobierna a través de sus re-presentantes libremente elegidos.

En la democracia representativa, funciona un mecanismo de decisión semejante al de los comités, que es de suma positiva (un juego es de suma positiva cuando todo jugador puede ganar). En cambio, el referéndum es un sistema de suma negativa (un jugador gana exactamente lo que otro pierde), que conduce a la tiranía de la mayoría.

La toma de decisiones corresponde a una élite de representantes. Un requisito fundamental es que la elección de la élite gobernante se lleve a cabo a través de una competencia entre los candidatos. Esto hace posible, según Sartori, que se verifique una selección de los mejores: “La democracia debe ser un sistema selectivo de minorías elegidas competitivamente”.

Fundamento cristiano

La identificación que hace Sartori de democracia y democracia liberal, en el fondo proviene de su caracterización del sistema democrático en contraposición al poder personal e irrevocable. La democracia liberal es, según el autor, la única que verdaderamente responde a esa definición, ya que su idea central es precisamente la limitación del poder.

Sartori no profundiza más, tal vez porque no lo ha pretendido en esta obra. En cualquier caso, se mueve en un plano bastante formalista, y no llega ese fundamento último de la democracia, que es marcadamente teológico. Desde su origen, la democracia partió del principio cristiano de que Dios ha creado a los hombres libres y responsables y, por tanto, no les fuerza al bien. De ahí que la autoridad humana, derivada de la divina, haya de ser limitada en su ejercicio del poder coactivo.

El fundamento cristiano no se encuentra en la otra democracia, la preconizada por Rousseau, que otorga el poder a la voluntad general. En esta versión, el pueblo entrega su libertad a los que saben qué deben querer todos para ser libres, es decir, para obedecerse sólo a sí mismos. Por este camino, fácilmente se llega al despotismo y aun al totalitarismo, enmascarado con el honroso título de democracia.

En comparación, la democracia liberal es más loable. Pero en la descripción que de ella hace Sartori, parece que toda su excelencia radica solamente en el rechazo del poder despótico. Y eso, en algún momento, puede dejar insatisfecho al pueblo votante y no lograr reducir el distanciamiento de los ciudadanos respecto de sus representantes.

Carlos Goñi


Notas

(1) Giovanni Sartori. Teoría de la democracia. Vol. 1: El debate contemporáneo. Vol. 2: Los problemas clásicos. Alianza. Madrid (1988). 626 págs. T.o.: The Theory of Democracy Revisited, Chatham House, 1987.

Este artículo se publicó originalmente en Aceprensa el 18-10-1989.

Profeta de la política espectáculo

Sartori afrontó algunas cuestiones que hoy vuelven a estar de actualidad, como la corrección política, la sentimentalización del debate público o la política identitaria.

En su libro La democracia después del comunismo (1993), el politólogo italiano se plantea cómo afecta la caída de los regímenes totalitarios a la teoría de la democracia que había formulado pocos años antes. El objetivo de esta obra, concebida como un apéndice de la anterior, era detectar “los nuevos problemas” a que se enfrentaba la democracia liberal. Se trata de un libro mucho más combativo (y breve) que su Teoría de la democracia.

Tras la derrota del comunismo, se pregunta Sartori, “¿somos verdaderamente libres de pensar libremente? La respuesta es: no, todavía no. (…) La fama, el éxito, los premios siguen siendo para quien olfatea el viento de lo políticamente correcto”.

Es cierto que, hoy en día, los intelectuales en Occidente ya no van a la cárcel por sus ideas. Pero vivir libres, advierte el politólogo, no es lo mismo que pensar libremente. “No existe la cárcel, pero sí existe mucha presión y también mucha intimidación”.

Tras el hundimiento del marxismo, “la nueva consigna (muy de moda en Estados Unidos) es lo políticamente correcto”, una forma sutil de presión social que persigue bloquear el pensamiento libre.

Otra forma del “ideologismo” que denuncia Sartori es el empleo del lenguaje para deslegitimar al discrepante. Mediante “el bombardeo de los epítetos” descalificadores se logra presentar al otro como un leproso político; alguien cuyas ideas no merecen ser escuchadas: “Quien no está conmigo está contra mí; y quien está contra mí es, según los casos, fascista, reaccionario, capitalista, elitista, racista, etc.”. El truco consiste en que “el epíteto sustituye al argumento”: si mi adversario es innoble, ya no hace falta refutar su punto de vista, ni demostrar el mío.

Un hombre nuevo

A “la tiranía de la ideología sobre el pensamiento”, Sartori añade otras fuentes de incertidumbres. Una de las más relevantes, sobre la que volverá de forma recurrente en su producción posterior, es “que estamos saliendo del mundo constituido por las cosas leídas para entrar en el mundo de las cosas vistas”.

El problema del advenimiento del homo videns –el “hombre vidente” o “animal ocular”– es que “conoce únicamente lo que ve, que ve ‘sin saber’; por lo tanto, aparece un ser humano cuya vida ya no está entretejida por conceptos sino por imágenes. De lo que se desprende, además, que nuestra vida está cada vez más entretejida por emociones”.

La conclusión de Sartori es que si “el homo sapiens está en peligro, la democracia lo está también”. Y añade: “El comunismo no ha logrado fabricar un ‘un hombre nuevo’, pero, de hecho, el video-poder lo está fabricando”.

Imágenes en vez de ideas

El florentino volverá de lleno sobre este tema en su libro Homo videns (1998), en el que denuncia la primacía de la imagen sobre la palabra en la cultura actual, lo que “nos lleva a un ver sin entender”.

En el terreno político, el riesgo es que en la elección del candidato acabe pesando más su imagen que sus ideas: “Cuando hablamos de personalización de las elecciones queremos decir que lo más importante son los ‘rostros’ (si son telegénicos, si llenan la pantalla o no) y que la personalización llega a generalizarse, desde el momento en que la política ‘en imágenes’ se fundamenta en la exhibición de personas”.

Se podría pensar que la televisión acerca la política a los ciudadanos, en la medida en que despierta el interés por el lado humano de los candidatos. De ahí el desfile por los platós de los políticos españoles durante la campaña de las fallidas elecciones de 2015. Pero Sartori diría que la política espectáculo tiene un precio: “La televisión personaliza las elecciones. En la pantalla vemos personas y no programas de partido”.

Sartori ve otra fuente de amenazas a la democracia liberal en el multiculturalismo, asunto que aborda en su polémico ensayo La sociedad multiétnica (2001). Junto a los aspectos criticables del libro –parece asumir que las diferencias de cultura y religión son difícilmente integrables en el marco de una sociedad pluralista; de ahí que sea mejor reservarlas para la vida privada–, acierta a vislumbrar las tensiones que pueden acarrear la política identitaria.

En una de sus últimas obras, La democracia en 30 lecciones (2008), Sartori da un golpe de efecto y recoge en forma de libro sus intervenciones en un exitoso programa… de televisión. Un testimonio indirecto de que al homo videns también se puede llegar por escrito.

Juan Meseguer

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