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Atreverse a proponer lo mejor

publicado
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Las estadísticas sobre hábitos de lectura suelen constatar que muchos niños que eran lectores dejan de serlo tras pasar la infancia y no recuperan luego el hábito, que supuestamente tenían. Esta situación suele ser comentada con desaliento en las reuniones de interesados en fomentar la lectura entre los jóvenes, sin que nadie sepa bien cómo afrontarla. Sin embargo, tal como cualquier estudiante de ciencias aprende pronto, a una solución sólo se llega si el problema se plantea bien, y el anterior enfoque no es certero.

En primer lugar, probablemente no es cierto que aquellos niños que leían fueran lectores de verdad. Eso explica que no sean capaces de apreciar la lectura cuando se hacen mayores. Y eso remite la cuestión a un punto anterior, el de que muchas malas prácticas educativas, incluidas tantas actividades de promoción de la lectura, actuaron, en muchos adultos y en ellos mismos, como un engañoso espejismo. En segundo lugar, quizás concedemos un valor exagerado a los datos globales sobre lectura o no-lectura con los que, periódicamente, se nos bombardea. De hecho, a quienes intentan orientarse con ellos, con facilidad les acaba ocurriendo lo mismo que al estadístico que se ahogó intentando atravesar un río de cincuenta centímetros de profundidad media.

Las lecturas de recuerdo imborrable

Entre las experiencias que podemos aportar quienes, en el pasado, fuimos buenos lectores de niños, está la de que dedicamos muchas horas a leer libros extensos y la de que pasamos mucho tiempo absorbidos por novelas de autores como Scott, Marryatt, Dumas, Stevenson, Verne, etc. Entre las muchas descripciones novelescas acerca del comienzo de la fascinación por la lectura tal vez la más famosa sea la de David Copperfield, cuando el narrador se ve absorbido por los libros y habla de que fue “Tom Jones (un Tom Jones infantil, una criatura inofensiva), durante toda una semana”, y de que, durante días y días (…) me creía la encarnación perfecta de un Capitán de la Armada Real Británica…”.

Si alguien, siendo niño, fue capturado por largas y emocionantes his­torias, nunca olvida la experiencia y tendrá tiempo de recuperarla

Habrá quien diga que ahora las cosas no son así —lo cual para muchos es cierto, aunque también hay afortunados para los que no—, pero lo que se trata de advertir es esto: que si alguien, siendo niño, fue capturado por largas y emocionantes historias, nunca olvida la experiencia y, como le quedó bastante claro que algo así es completamente distinto del entusiasmo que puede provocar una buena película o cualquier otra forma de pasar el tiempo, siempre tendrá la oportunidad de recuperarla.

En cambio, las lecturas infantiles de las últimas décadas, o la mayoría de las estrategias educativas que promueven la lectura infantil en nuestro tiempo, difícilmente pueden dejar aquel recuerdo imborrable y, por tanto, difícilmente pueden crear lectores. Al niño al que sus educadores no le han dado más que libritos de Bat Pat, por citar un ejemplo (que ni mucho menos es de los peores) entre tantísimos relatos infantiles inconsistentes, incluso debemos aplaudirle si al pasar los años le da la risa cuando escucha exhortaciones sobre los efectos benéficos de la lectura.

Además viene bien pensar en cómo tantos libritos infantiles actuales y muchas películas, sobre todo cuando vienen de la mano de los educadores, cumplen la curiosa función de arruinar grandes historias al hacerlas llegar a los niños antes de tiempo y, sobre todo, al presentarlas en versiones que, muchas veces, son estúpidas (por decirlo suavemente). Al respecto ironiza un maestro como Gerard Genette cuando habla del alumno al que preguntan si ha leído Madame Bovary y responde que “no personalmente” o, mejor aún, “no, pero tengo un amigo que ha visto la película”.

He pensado en esta idea, tan posmoderna, del que reacciona interiormente con un “ya me lo sé” cuando en realidad no sabe nada, por ejemplo al echar un vistazo a La isla del tesoro de Gerónimo Stilton. Sentí el temor, no de que muchos lectores niños ya no consideren leer nunca el original (pues, a fin de cuentas, muchos llegarán a la obra de Stevenson igual), sino el de que algunos adultos les darán a Stilton sin plantearse nada.

Los educadores deben leer los libros que leen (y conocer las ficciones que ven) sus hijos y sus alumnos

Libros poderosos

Otra experiencia de quienes, en el pasado, fuimos ávidos lectores de niños es la de que, algunas ocasiones, tropezamos con libros poderosos que, aunque nos resultaran difíciles e incluso a veces porque lo eran, nos desafiaron y nos dejaron inquietos, bien porque nos dimos cuenta de que necesitábamos saber más, o bien porque intuimos que contenían mucho más de lo que nosotros éramos capaces de comprender.

Hubo un primer acercamiento a lecturas más exigentes al acceder a relatos policiacos como algunos de Poe u otros protagonizados por Sherlock Holmes; o a relatos de misterio, como Jekyll y Hyde o El Horla; o a novelas más o menos históricas que nos hablaban de ambientes y épocas que ignorábamos. Y hubo un paso decisivo posterior con obras como El Señor de los anillos (un caso que ya no es el mío), o al tener entre las manos novelas como Crimen y castigo o El señor de las moscas.

George Steiner cuenta en su autobiografía, y lo hace con agradecimiento, que su padre le hacía resumir cada libro que leía para luego comentar sus notas con él. Explica que, si no había comprendido algo, después de que su padre hiciese su propia interpretación y aportase sus sugerencias, tenía que leérselo en voz alta pues, en ocasiones, la voz puede aclarar un texto. Si seguía sin entenderlo, dice, “me obligaba a copiar el pasaje en cuestión. Y, con ello, aquel filón acababa normalmente por entregarse”.

Tal vez no haga falta emplear este sistema (y hasta puede ser contraproducente), pero una cosa es que un educador no imponga la lectura de algo que un lector niño no puede comprender, y otra es que no busque la manera de hacerle ver el enorme poder de los grandes libros. Particularmente dentro de un aula, hay que lanzar, y siempre hay quienes sí pueden recoger, el guante de propuestas exigentes.

A los educadores que desconfían de la capacidad de los chicos de abordar obras largas y articuladas, se les puede recordar que la primera encuesta de lectura entre chicos jóvenes, a finales del siglo XIX en Inglaterra, dio como resultado que su autor favorito era Dickens. También, a “los que hacen la apología de ciertas clases de arte alegando a menudo que, si consiguiéramos entenderlas, también nos agradarían”, se les ha de decir, con Gombrich, que normalmente “la secuencia está invertida. Sin que agrade primero un juego, un estilo, un género o un medio, difícilmente podemos absorber sus convenciones lo suficiente como para discriminar y comprender”: en lo que se refiere a nuestro tema el trabajo del educador es conseguir que, a cuantos más mejor, les agraden los libros valiosos, y que importan poco los resultados inmediatos y medibles de su esfuerzo.

La mejor literatura del pasado

Quienes tuvimos profesores que nos explicaron el valor de las mejores obras literarias, y nos hicieron leer algunos tramos especialmente interesantes, al menos salimos del colegio con la noticia de que teníamos muchos grandes libros esperándonos. No es un drama que un chico llegue a la universidad sin haber leído El Quijote o Los novios, pero sí es lamentable que no los aprecie y que no tenga en su horizonte la posibilidad y el deseo de leerlos cuando llegue su momento. Al menos parcialmente, tal cosa es un resultado natural de que asistió a unas clases en las que se dedicó demasiado tiempo a libros de bajo nivel o a diálogos con autores muy simpáticos que venían a presentar sus libros.

En relación a las propuestas de lectura de no pocos colegios, también para ver las dimensiones universales del problema educativo, es instructivo leer cómo al personaje de Jeff Kinney, el incombustible Greg (cfr. Aceprensa 23-03-2012), le mandan en clase que lea unas estúpidas colecciones de historias cortitas de un detective tonto, según él mismo dice, a las que aprende pronto a ponerles anotaciones que le indican al profesor justo lo que desea oír, como la de que “ese tipo (…) va a tener la culpa de que me aficione a la lectura”, o la de que el libro en cuestión “tenía un montón de palabras difíciles, pero las he mirado en el diccionario y ahora ya sé qué significan”.

Aquí viene a cuento el comentario de Claudio Magris acerca de que “la escuela no puede ser una vaca con infinitas ubres de las que manen todos los tipos de leche habidos y por haber”, para aplicarlo a los libros de literatura infantil: de la escuela debemos esperar que promocione lo mejor, en este caso los mejores libros. Tal como dice Flannery O’Connor, “el profesor de letras de secundaria cumplirá con su responsabilidad si guía al alumno, a través de la mejor literatura del pasado, hasta la comprensión de la mejor escritura del presente; si enseña literatura, no estudios sociales, ni pequeñas lecciones de democracia, ni las costumbres de otras tierras. ¿Y si el alumno no lo encuentra de su gusto? Bien, lo lamentaremos. Infinitamente. Pero no debe tenerse en cuenta su gusto: se está formando”.

Conversaciones sobre libros

Una experiencia de muchos lectores, que ya no tiene que ver necesariamente con las aulas, es la eficacia que tuvieron en sus vidas las buenas (que ni mucho menos quiere decir largas) conversaciones sobre libros. Esto corresponde a la vida familiar, naturalmente, pero también a otros ámbitos de relaciones sociales donde puede fluir el diálogo sobre libros: entre amigos, en un club de lectura, etc.

Todos sabemos que el impacto y el significado de una historia cambian de acuerdo con los entornos en los que se comparta: no se valora igual un relato leído a solas, que si se ha comentado con los padres, o con los amigos, o que si sabemos la opinión que tienen sobre él muchas personas. Además, si el efecto que nos causa un libro y el juicio que nos merece depende de la formación personal que tengamos, también la nueva comprensión que adquirimos después de compartirlo con otros modifica o afianza nuestras opiniones.

Eso implica que si un libro es leído en un contexto de otras lecturas personales valiosas y de opiniones ajenas bien fundadas, la formación literaria y humana del lector aumenta siempre, pues incluso del peor de los libros se puede salir enriquecido, aunque sólo sea porque se aprende que nunca se debería volver a perder tiempo con un bodrio semejante.

Leer los libros de los hijos

Recuerdo la conversación con un padre que se mostraba satisfecho porque su hija de doce o trece años era muy buena lectora, pues siempre la veía con unos libros gordísimos que ni él ni la madre leían pues ninguno tenía tiempo. Me dijo algunos títulos, le pregunté si deseaba saber de qué iban, me respondió que “claro que sí”, pero, cuando le conté los argumentos, se quedó bastante sorprendido y disgustado.

En general, muchos libros juveniles llegan directamente al lector joven sin intermediarios, pues son demasiado largos y demasiado flojos para que un adulto con un mínimo de gusto literario considere la posibilidad de invertir tiempo leyéndolos (lo que también significa que ningún medio de comunicación se plantea pagar el trabajo que requeriría enjuiciarlos).

La conclusión, para quienes se preocupen por la educación de los chicos y chicas, es sólo una: los educadores deben leer los libros que leen (y conocer las ficciones que ven) sus hijos y sus alumnos. Esta es una de esas cosas tan importantes de la vida que las tiene que hacer uno mismo aunque las haga mal, pues con la lectura de novelas toma forma nuestra fantasía y con la fantasía toman forma, para bien o para mal, nuestras relaciones con el mundo que nos rodea.

A partir de las buenas conversaciones sobre libros puede quedar más clara la idea de que unos libros son como amigos para siempre, otros son como la clase de personas con las que puedes pasar un rato divertido pero con las que nunca trabajarías, y otros son del tipo que deseas tener siempre lejos.

En este tipo de charlas se puede aprovechar el conocimiento de un libro para recomendar otro previo y para señalar el mérito de aquel que ha sido el primero en algo; en esta línea, también son el único camino para, en la medida de lo posible, ayudarnos unos a otros a que las lecturas lleguen con orden: el cuento antes que la versión irónica-posmoderna del mismo cuento, El hobbit antes que El señor de los anillos, etc.

Además, las buenas lecturas, junto con las buenas conversaciones sobre ellas, nos ayudan a no mirar al pasado con la típica superioridad ignorante del nuevo rico: no somos tan comprensivos y democráticos como pensamos si no somos capaces de empatizar con la gente del pasado, algo que dificultan tanto los malos libros del presente, y que facilitan tanto las buenas novelas.


Estadísticas engañosas

También hay que advertir lo engañosas que son las estadísticas, un arma eficaz para cuestiones cuantitativas pero inútil, e incluso contraproducente, cuando trata de realidades que, como la de la lectura y la de los lectores, sólo podemos comprender de forma cualitativa.

Primero, porque no lo abarcan todo: si se nos dice que los datos demuestran que los negros corren más que los blancos, porque así lo prueban los resultados de todas las carreras registradas durante los últimos treinta años, hay que replicar que, con el mismo modo de razonar, podríamos decir que los negros no destacan en hípica ni en vela, tal vez porque no se llevan bien con los caballos o con los peces. Segundo, porque los motivos de los comportamientos humanos son muy distintos: una estadística sobre borracheras es problemática no solo porque dos hombres pueden beber por diferentes razones, sino incluso porque pueden beber por razones opuestas. Tercero, para recoger datos correctos sobre algo es necesario que ese algo sea una realidad precisa: como indica el título de un relato corto famoso es necesario saber “de qué hablamos cuando hablamos de amor”.

En nuestro caso, las estadísticas globales sobre hábitos de lectura o de no-lectura nunca tienen en cuenta el clima —a mí al menos me parece normal que los chicos brasileños lean menos que los finlandeses y me alarmaría si fuera de otro modo—; ni suelen hacer distinciones educativas o sociales básicas —no se pueden equiparar los hábitos de lectura de novelas de un estudiante de filología con los de un estudiante de ingeniería; o comparar los de chicos de barrios y de colegios de muy distinta extracción social—.

En segundo lugar, no hay manera de uniformar hechos que, por su propia naturaleza, son misceláneos. En muchos aspectos de los comportamientos humanos sólo a partir de una muestra pequeña y controlada podemos obtener una cierta síntesis que nos ayude a entender mejor la realidad.

En ese sentido las estadísticas nunca dan la verdad porque nunca pueden dar las razones, algo imprescindible si deseamos comprender algo tan elusivo como la lectura de libros muy distintos por parte de gente muy distinta.

Para poder hacer estadísticas sobre lectura tendríamos que ponernos de acuerdo primero en de qué hablamos cuando hablamos de libros. Cuando a mí me preguntan cuántos libros leo al mes o al año, a veces contesto con un gallego “depende” y entonces hay quienes se ponen nerviosos: pero es que resulta completamente necesario aclarar a qué llamamos leer y a qué llamamos libro pues, si no, podríamos sacar conclusiones asombrosas de una respuesta como “sí, bueno, leo a veces quince libros en una tarde”. En fin, en asuntos como la lectura y los lectores, me parece claro que un solo buen libro y un solo buen lector lo cambian todo y que, con gran frecuencia, las estadísticas están tratando de construir una rígida e inalterable cadena de eslabones elásticos, por terminar con Chesterton.

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