Algoritmos que complican la democracia

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Las búsquedas en la web y las redes sociales son aliados perfectos para boicotear nuestra atención. Sus mecanismos nos alejan de la opinión ajena, además de propiciar ecosistemas hostiles hacia “el que está fuera” de nuestro grupo. Cada vez se levantan más voces críticas frente a quienes programan nuestro Internet personalizado.

El CEO de la red social más importante convoca a los gerentes de su empresa. Estamos dentro del idílico complejo californiano que ofrece a sus colaboradores un ecosistema autosuficiente. Él les comunica el proyecto de enlazar su red social con el sistema electoral del gobierno: así todos los usuarios podrán votar desde su teléfono. Ella, la chica tímida, inteligente, sin miedo al progreso, levanta la mano. Propone dar incluso un pasó más. ¿Por qué no obligar a todos a tener una cuenta en esa red social y a votar a través de ella? Ya nos obligan –dice– a hacer tantas cosas, a pagar tantos impuestos, a comportarnos en público de una determinada manera. ¿Tener la opinión de todo ciudadano en un par de segundos no sería el ideal de la voluntad popular? ¿No sería esta, por primera vez en la historia, una verdadera democracia?

Más que promover la participación a través de redes sociales, una democracia necesita individuos que sean dueños de su propia atención

Redes sociales y democracia: ¿quién necesita a quién?

La escena del párrafo anterior corresponde a la película The Circle, estrenada hace unos meses. Hay que admitir que las preguntas que plantea el personaje interpretado por Emma Watson circulan –con bastante mayor complejidad– por muchas cabezas desde hace tiempo. Pero, antes de salir de la escena de la película, otra chica, la que se está dando cuenta del desastre que su empresa está causando en su propia privacidad, objeta: ¿por qué el gobierno trabajaría con nosotros? Y responde el hombre de confianza de Tom Hanks, quien hace el papel de CEO de la red social: “El gobierno nos necesita más que nosotros al gobierno”.

Justamente de eso trata un reciente número de The Economist: de las complejas relaciones entre información y política, entre el control de la selección de contenidos y las decisiones del votante. La revista tituló en su portada: “La amenaza de las redes sociales a la democracia”. Debajo, una mano sostiene la cabeza de la “f” del logo de Facebook transformando la letra en una pistola. Pero la pregunta es: ¿hacia dónde apunta verdaderamente esa pistola? ¿Hacia la democracia? ¿Hacia nosotros mismos? ¿Hacia ningún lado?

Ciudadanos desatentos

La revista británica comienza haciendo un recuento de cómo las redes sociales pasaron de ser un aire de esperanza para la democracia –en Ucrania, Irán, Egipto, cuando parecía dar voz a la gente– a ser su castigo. Cita varios ejemplos de debates poco representativos que terminan creciendo artificialmente en los medios masivos tradicionales, manipulando al ya desinteresado habitante medio de la democracia. Analiza también los esfuerzos rusos por regar la red de contenido ambiguo –cuando no falso– hasta el punto de ser llamados “un chorro de falsedades”. Se estima que el contenido ruso llegó al 40% de la población estadounidense las elecciones pasadas.

El filósofo alemán Jürgen Habermas ya había señalado que la conectividad a través de redes sociales era una espada de doble filo: podría desestabilizar a algún gobierno autoritario pero, al mismo tiempo, también erosionaría la esfera pública de las democracias. Para salvar nuestro sistema político –piensa Habermas– necesitamos reformar nuestra economía de la atención.

Según Jürgen Habermas, la conectividad a través de redes sociales puede desestabilizar algún gobierno autoritario, pero también erosionar la esfera pública de las democracias

La atención es el billete con el cual trafican las redes sociales. En ellas nos adentramos en una máquina tragamonedas cuya palanca son los push to refresh. Y, dentro de la máquina, a su vez, somos sujetos activos que solicitan atención. Los usuarios no comparten publicaciones porque son informativas –sostiene The Economist–, sino porque sirven para atraer la atención hacia ellos mismos. De hecho, el contenido promedio es mirado apenas un par de segundos; lo que importa, en realidad, es ese botón que tiene una flecha que se persigue a sí misma. Incluso premiamos el trabajo bien hecho en redes sociales con una palabra que antes pertenecía solo al argot patológico: lo bueno es viral. Y se sabe que, para que una polis funcione, se requiere ciudadanos, si no involucrados con lo público, sí al menos con la atención despierta.

El algoritmo creador

La parte más interesante del artículo de The Economist es la que analiza los ecosistemas que esta dinámica genera, sobre todo mediante el algoritmo secreto de Facebook –y de tantas otras empresas digitales de personalización de contenido. Para trabajar con masas tan grandes de gente, se necesitan desarrollar mecanismos que amplifiquen ciertos mensajes que, sin perder la ilusión de objetividad, vayan encaminados a validar las creencias del usuario. Que lo mantengan en un espacio cómodo, seguro, a salvo.

En el último TED Talks estuvo presente Cathy O’Neil, matemática y autora de varios libros de ciencia, con una ponencia titulada La era de la fe ciega en los datos masivos debe terminar. Ella, experta en algoritmos, explica que para elaborar uno se necesitan dos cosas: datos del pasado y una definición de éxito. Todos utilizamos –explica– algoritmos para muchas cosas. Por ejemplo, para hacer un desayuno, se recuerdan los ingredientes que se han utilizado en los últimos meses y se plantea una fórmula que lleve a una definición de éxito concreta. Y aquí se detiene O’Neil: “En un desayuno, dependiendo de quién lo haga, la definición de éxito no es la misma. Para mí, es hacer que mis hijos coman verdura. Para ellos, es llenar la comida con la mayor cantidad de Nutella posible”.

Así, la autora de Weapons of Math Destruction formula la primera característica que se debe saber sobre los algoritmos: son opiniones convertidas en código. En este sentido, el artículo de The Economist es bastante claro en la queja: para tratarse de una empresa que dice que su negocio es hacer el mundo más abierto y conectado, Facebook es absolutamente cerrado y aislado.

El troleo: una herramienta de pertenencia

Estos ecosistemas, cuando se los quiere ambientar con algún motivo político, cuentan con varias herramientas, sobre todo un humor que explota la noción de “los que están dentro” versus “los que están fuera”, y el troleo, “el arte de hacer sentirse mal o enojar a alguien por medio de bromas o comentarios tontos”; un disparo apropiado también es marca de pertenencia.

La atención es el billete con el cual trafican las redes sociales, y dentro de ellas, somos sujetos activos que solicitan atención

Para evitar, desde las empresas de redes sociales, esta reafirmación de la burbuja virtual –sobre todo para evitar que posturas marcadas se conviertan en posturas extremas– se han intentado varias medicinas: desde redirigir búsquedas peligrosas –como se ha hecho con el yihadismo– hacia contenidos contrarios, hasta establecer una policía en China que permanentemente censure publicaciones “problemáticas”. Muchos piden que en Facebook se pueda calificar el contenido de acuerdo a su nivel de fiabilidad. También han aparecido buscadores, como el francés Qwant, que son neutrales ya que consideran que todas las búsquedas deben ser igual para todos.

Al final, como decía el científico Lawrence Krauss en el último documental de Werner Herzog sobre Internet: “Internet va a propagarse fuera de control y la gente va a tener que aprender a ser filtro de sí misma”. No hay otra opción –como siempre– que confiar en la especie humana. Más que filtros, botones de alerta o hacer públicos algoritmos, una democracia necesita individuos libres. Más que promover la participación a través de redes sociales, una democracia necesita individuos que sean dueños de su propia atención.

@andrescardenasm

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