Ni reemplazables ni suficientes: familias chilenas ante la crisis de cuidados

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La crisis de los cuidados en el contexto de la pandemia del coronavirus puso de relieve la fragilidad de las familias a la hora de cuidar por sí solas a los más desvalidos. Además de hacerse patente la ya consabida concentración de esta tarea en las mujeres adultas, se evidenció y acrecentó la dificultad que ellas enfrentan para poder cuidar y trabajar a la vez, lo que redundó en una caída mundial de la empleabilidad femenina. 

Lo anterior agudizó el escepticismo que algunos sectores progresistas han venido mostrando con respecto a la pertinencia del papel que deben cumplir las familias en el cuidado de sus miembros. Distintas teóricas contemporáneas sugieren hoy que es necesario desligar o “liberar” a las familias del cuidado de las personas vulnerables que viven en ellas, o incluso abolir la familia como espacio privilegiado de relaciones y de desarrollo humano. Así, impulsar el derecho a los cuidados supondría señalar que el Estado o instituciones profesionales de cuidado deben reemplazar a las redes familiares en este punto, porque además lo harían con mayor eficacia y por medio de transacciones formales y remuneradas. 

Diversos estudios recientes validan la fuerte valoración que tiene el cuidado familiar entre la población local

En Chile, la discusión sobre los cuidados no estuvo ausente del proceso constitucional fallido de 2022. Se llegó incluso a afirmar que el concepto de cuidado podría funcionar como un mecanismo articulador general bajo el cual se entendiera todo el nuevo proyecto, que fue rechazado en el plebiscito de 2022 por abrumadora mayoría, en buena medida porque no se logró atender las preocupaciones de las capas medias del país. 

Con todo, la crisis de cuidados está lejos de desaparecer. La pregunta por su relación con las redes familiares mantiene su validez y continúa invitando a la reflexión. Aún se sienten los devastadores efectos de la pandemia, especialmente entre las mujeres, parte de las cuales salieron del mercado laboral por razones familiares permanentes, y han visto elevarse sus índices de pobreza o deteriorarse significativamente su salud mental. Lo interesante del caso chileno es que, tanto como se advierte una necesidad de avanzar en formas sostenibles y justas de cuidado, hay varios estudios recientes que evidencian la fuerte valoración que tiene el cuidado familiar entre la población local, así como su preferencia con respecto a la alternativa de su tercerización. 

Así, en este nuevo proceso constituyente o en futuras legislaciones, Chile podría ser un caso de articulación entre políticas nacionales de cuidado y, simultáneamente, de protección de las familias. 

Primero que todo, a la familia

Según los estudios que han efectuado algunas universidades chilenas, las personas depositan su confianza mayoritariamente y de manera muy robusta en la familia más que en cualquier otra institución, tanto para el cuidado de sus integrantes como para cualquier otra resolución de crisis. Así, por ejemplo, según la investigación que ha llevado a cabo el Instituto de Ciencias de la Familia de la Universidad de los Andes, un 60% de los chilenos acudiría a su familia directa ante una emergencia económica; un 61%, en casos de vulnerabilidad emocional; un 72% para el cuidado de sus hijos, y un 62% para el cuidado de personas mayores. Son cifras referidas al núcleo familiar. Así, por ejemplo, respecto del cuidado de los mayores, a ese 62% se le debe sumar el 14% que considera que podría o debería hacerse cargo algún familiar en general. Solo el 16% estima que debería encargarse el Estado, y el 5%, que debería hacerlo en algún establecimiento de larga estadía.  

Estos resultados son consistentes con los obtenidos en un estudio del Centro de Investigación en Derecho y Sociedad de la Universidad Adolfo Ibáñez. Según declararon los investigadores a un periódico local, “la responsabilidad de cuidar se encuentra tan intensamente atribuida a la familia que los participantes manifestaban rechazo o extrañeza ante la idea de que la provisión principal del cuidado sea realizada por terceros”. 

Los chilenos tienden a agruparse familiarmente, incluso después de haberse independizado y formado sus propias familias, sin que importen las clases sociales ni el nivel de ingresos

Según el texto, hay cuatro órdenes de discurso en torno a la responsabilidad familiar de cuidar. En primer lugar, algunas personas aducen falta de alternativas. Es el caso, por ejemplo, de algunas abuelas, que argumentan que sus nietos no tienen otra persona que los cuide, porque sus padres deben trabajar. Otras personas sugerían una férrea responsabilidad moral o el deber de reciprocidad para con los padres –“todos deberían cuidar a sus padres, porque los padres son los que te enseñaron, los que te dieron”–. 

En esa misma línea, se sostenía con frecuencia que la institución que puede brindar un cuidado atento, cariñoso y de mayor calidad es la familia, más que los hospitales, las salas-cuna o los asilos. Algunas personas expresaban que la división sexual del trabajo es natural, y que las mujeres son más idóneas que los hombres para cuidar a los más necesitados de la familia –“es que yo encuentro que las mujeres somos más atinadas para cuidar”–. Por último, algunas personas argumentaban en la línea de la conveniencia geográfica, es decir, que resulta natural cuidar de la familia si esta vive cerca. 

En cuanto a esto último, existen también estudios que muestran que los chilenos tienden a agruparse familiarmente, incluso después de haberse independizado y formado sus propias familias. Esto no se trata de una particularidad de las clases medias-bajas o bajas, ni responde solamente a factores económicos. Se da también en las clases con importante poder adquisitivo, esto es, que cuentan con la posibilidad de pagar por cuidado profesional o técnico. Según Consuelo Araos (Centro Signos, Universidad de los Andes) y Catalina Siles (Centro de la Familia, Universidad San Sebastián), en este tipo de contextos socioeconómicos las personas pueden generar redes de interdependencia intergeneracional para asegurar el cuidado médico y afectivo cotidiano de sus parientes dependientes, al tiempo que recurren a formas especializadas y remuneradas de atención que complementan y apoyan el cuidado familiar. Más que un modelo de sustitución entre familia y terceros aparece un modelo mixto de reforzamiento y complementariedad. 

Irreemplazable no significa suficiente

Según describen los investigadores de la Universidad Adolfo Ibáñez, a pesar de que hay una resistencia grande por parte de las personas encuestadas a depositar su confianza en instituciones ajenas a la familia para cuidar de los suyos, eso no obsta para que existan fuertes críticas al sistema familiar (específicamente femenino) como único modelo de crianza o cuidado. 

En primer lugar, se alega que existe una baja participación por parte de otros miembros de la familia, en particular los varones, lo cual supone una sobrecarga de trabajo para ellas, o la imposibilidad de compatibilizar trabajo y cuidado. En segundo lugar, se percibe la ausencia de algún tipo de apoyo por parte de instituciones no familiares. Sin que se busque reemplazar a las familias, un mayor compromiso por parte de instituciones estatales o subvencionadas facilitaría el trabajo. También hay quienes sugieren que las familias no deberían ser las principales cuidadoras, y que esa práctica debería dejar de normalizarse. Este, explicitan los investigadores, “es de lejos el discurso menos prevalente en nuestra muestra”. 

La falta de apoyo y de reconocimiento del cuidado es una cuestión central en la investigación de la socióloga Josefa Palacios. En su libro Cuidar a un adulto mayor: la invisibilidad de un trabajo emocional, Palacios ilustra el agotamiento físico y emocional de las cuidadoras ―casi siempre mujeres― que no cuentan con el apoyo de otros familiares ni de instituciones ajenas a la familia para realizar una labor que, dadas esas condiciones, es prácticamente heroica. Cuidar es “un trabajo duro, que no recibe compensación económica en la mayoría de los casos, y pocas veces en la valoración social”, sostuvo Palacios en el lanzamiento de su libro. 

Según la autora, se debe avanzar en una mayor comprensión de “las implicancias sociales, de género y desigualdades económicas, que trae un régimen de cuidado que depende casi exclusivamente de las familias, y para ser más precisa, de las mujeres dentro de las familias”. Palacios hace así un llamado a un sistema más comprehensivo, que, atendiendo al progresivo envejecimiento de la población, permita aliviar el peso que cae únicamente sobre los hombros de las cuidadoras familiares.

Los datos que hemos mostrado sugieren entonces que las familias chilenas buscan formas de conciliar dos cosas simultáneamente: primero, proteger sus vínculos familiares, mantener la proximidad cotidiana de las personas dependientes con sus parientes cercanos y la participación de familiares en el cuidado. Pero a la vez, demandan una valoración y un apoyo institucional que creen las condiciones para que el cuidado familiar pueda realizarse adecuadamente: incentivando la participación de los hombres, tercerizando algunas dimensiones del cuidado o su alternancia, o aportando apoyo y formas de remuneración a quienes cuidan de los suyos. 

El sistema que descansa exclusivamente en las mujeres de la familia no resulta sostenible a largo plazo, si se considera cuán extenuante resulta aquel trabajo sin límite de horario, y la apremiante necesidad económica que impulsa a trabajar de modo remunerado. Bien leída esta información, Chile puede tener la oportunidad de diseñar políticas nacionales de cuidados que eviten escoger entre apoyarse solo en las familias o hacerlas a estas a un lado.

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