Lo que solo la literatura puede hacer

publicado
DURACIÓN LECTURA: 15min.

En estos tiempos de gran consumo de ficciones audiovisuales puede ser útil recordar algunas reflexiones de grandes escritores sobre las características únicas e insustituibles de la buena literatura, pensar con algo de calma en aquello que solo ella puede darnos.

Así que me propongo echar un vistazo a sus rasgos y efectos propios: usar certeramente las palabras, hacer transparente la realidad, mostrar las mareas del tiempo y el recuerdo, dar cuenta de los movimientos de conciencia, señalar las connotaciones morales de los gestos más pequeños, dejar constancia de algo que sucede siempre.

Usar certeramente las palabras

Cuenta Paul Valéry que Edgar Degas hacía versos, algunos deliciosos, pero que muchas veces encontraba dificultades en ese trabajo, y le “dijo un día a Mallarmé: ‘Su oficio es infernal. No consigo hacer lo que quiero y sin embargo estoy lleno de ideas…’ Y Mallarmé le respondió: ‘No es con las ideas, mi querido Degas, con lo que se hacen los versos. Es con las palabras’”. Cuando hablamos de literatura lo primero es el uso de las palabras justas, adecuadas a lo que se quiere tratar, medidas y ordenadas de acuerdo con el objetivo que se persigue.

Decía Fernando Lázaro Carreter que la forma literaria de expresarse “es el resultado de una necesidad estética incompatible con la trivialidad y, sobre todo, con la pobreza de la lengua común”. Y es que llegamos al carácter revelador del arte al usar unas u otras palabras o expresiones: un ejemplo está en el contraste luminoso entre las descripciones barrocas de paisajes y los diálogos lacónicos de los personajes en novelas de Cormac McCarthy como Todos los hermosos caballos.

Al mismo tiempo, “la cualidad principal de la prosa es la precisión: decir lo que se quiere decir, sin adornos ni frases notorias. En cuanto la prosa ‘se ve’, es mala”, señala Augusto Monterroso. Más adelante lo concreta del siguiente modo: “‘La negra noche tendió su manto’ es un ejemplo de lo que no debe hacerse nunca en prosa. ‘Cayó la noche’ ya es menos malo, pero sigue dando idea de ‘literatura’. Lo mejor es: ‘Se hizo de noche’ o ‘Llegó la noche’. Cualquier otra forma de decir esto es basura”.

Precisión es también utilizar los modos de decir adecuados a quien habla en cada caso. Así, Salinger, en El guardián entre el centeno, supo convertir en literatura las formas orales propias de un chico joven, algo muy difícil. Es decir, que la sintética y elegante máxima de Joubert, que advertía que “antes de emplear una palabra hermosa hazle un sitio”, se ha de aplicar, de modo particular, a cada una de las expresiones coloquiales o de argot que contiene un relato.

Por último, palabras medidas y ordenadas. Medidas, porque lo largo ha de ser largo, como sabía Tolkien, y lo corto ha de ser corto, como sabía Chéjov. Ordenadas, porque hay formas de narrar, como las de los periodistas o de los historiadores, que suben de categoría si logran extraer emociones y significados del modo en que sus autores organizan y presentan sus historias. Pienso, por ejemplo, en relatos periodísticos sobrios como Honrarás a tu padre, de Gay Talese, o más pirotécnicos como Lo que hay que tener, de Tom Wolfe.

Hacer transparente la realidad

En segundo lugar, si pensamos en las descripciones largas de ambientes, tan propias de la literatura del pasado, se nos podría ocurrir que una narración con imágenes las puede hacer innecesarias. Pero no es así siempre.

Hay descripciones extensas con un propósito de largo alcance. Manzoni lo tiene cuando, al comienzo de Los novios, presenta el lago Como utilizando las técnicas del zoom y la cámara lenta –que los cineastas aprenderían luego de los mejores escritores del pasado como él–, y no como “un ejercicio de descripción del paisaje”, sino como una forma de preparar “al lector a que lea un libro cuyo principal argumento es alguien que mira desde arriba las cosas del mundo”, explica Umberto Eco.

También hay pequeñas descripciones con efectos poéticos que solo tienen cabida en una narración con palabras. Da un ejemplo Flaubert, en una de sus cartas, cuando dice a su interlocutora que los cuentos de hadas de Perrault son encantadores y señala: “¿Qué me dices de esta frase: ‘La habitación era tan pequeña que la cola de aquel bello vestido no podía desplegarse’? Enorme en cuanto al efecto, ¿no?”.

Además, puede haber descripciones breves, como al paso, que abren ventanas al interior de un personaje. Así, explica James Wood, “en Las hijas del difunto coronel, de Katherine Mansfield, Kate, la cocinera, tiene la costumbre de ‘irrumpir por la puerta a su manera habitual, como si acabase de descubrir una entrada secreta’. Costaría varios episodios semanales y todo el grupo de actores” de la mejor telecomedia, lo que Mansfield captura en un único símil.

“El arte de la ficción consiste en tejer juntos el mundo de la acción y el de la introspección” (Paul Ricœur)

Por tanto, si una fuerza propia del lenguaje literario está, por un lado, en “rehuir metáforas inconscientes”, la primera “norma elemental del estilo claro y puro” según Nicolás Gómez Dávila, por otro lo está en encontrar esas otras irremplazables que sugieren nuevos sentidos. Ahora bien, indica John Carey, “las ideas poéticas no nos dicen cuál es la verdad: nos hacen sentir cómo sería conocerla”; o, tal como apunta un personaje novelesco de Carlos Pujol, la poesía no es una llave que abre puertas sino una luz que las hace transparentes. Lo explica José Jiménez Lozano al señalar que solo con algunos símbolos podemos nombrar algo de un modo preciso, pues no es lo mismo decir “estoy en un pozo” que decir “estoy muy triste”.

Las mareas del tiempo y del recuerdo

En tercer lugar, y siguiendo un historiador del arte como Ernst Gombrich, se puede “considerar en qué aspectos los recursos del lenguaje superan a los de la imagen visual”.

Para ponerlo de manifiesto reproduce las frases iniciales de Los europeos, de Henry James: “Un estrecho cementerio en el corazón de una ciudad bulliciosa e indiferente, visto desde las ventanas de una posada de aspecto lúgubre, no es nunca un objeto que inspire animación; y el espectáculo no mejora cuando las mohosas lápidas y el sombrío follaje de los árboles funerarios han recibido el ineficaz refuerzo de una nevada tediosa y húmeda”.

Luego sigue Gombrich: “Si nos fijamos en los marcadores espaciales, veremos que el cementerio está situado en el corazón de una ciudad, y que se ve desde las ventanas de una posada. La dimensión temporal está señalada por la comparación implícita de esta visión en otras épocas del año, sobre todo cuando se ve ‘sin el ineficaz refuerzo’ de la nieve”. Pues bien, continúa, “una pintura o una fotografía tal vez podrían mostrarnos las ‘mohosas lápidas’ y la ‘tediosa y húmeda’ nevada, pero no podrían transmitir que esto está situado en una ciudad, ni que lo vemos desde las ventanas de una posada lúgubre. Menos aún podrían informarnos de las variaciones en el aspecto del motivo, visto en otros momentos o en otras condiciones. Se necesita un virtuoso del lenguaje para transmitir tanto en tan solo 58 palabras (55 en inglés), y los que no son virtuosos ni siquiera intentarán entrelazar todos estos datos e ideas en un solo tejido lingüístico”.

Después se puede observar cómo, “en las narraciones antiguas, como las Vidas de Plutarco o las de la Biblia, es muy difícil encontrar detalles gratuitos”, y cómo “la mayor parte de los detalles son funcionales o simbólicos”, dice James Wood. Siglos adelante, la novela se orienta de otra forma, realza los detalles descriptivos aparentemente mínimos, cuya insignificancia es precisamente lo significativo, y llegamos a comprender que solo con un lenguaje literario se puede dar cuenta, como diría Thomas Wolfe, “de las mareas del tiempo y del recuerdo”, de la red a veces tan intrincada de las relaciones entre las causas y los efectos.

Explica Paul Ricœur que la configuración de una obra literaria propicia en el lector una experiencia del tiempo, de ficción, pero una experiencia. Señala cómo “el arte de la ficción consiste así en tejer juntos el mundo de la acción y el de la introspección, en entremezclar el sentido de la cotidianeidad y el de la interioridad” de forma que las interpolaciones de recuerdos entre acciones del momento presente ahondan y amplifican la narración, pues “forman una pasarela entre dos temporalidades extrañas entre sí”. Que hay efectos temporales que solo se pueden conseguir con una elección cuidadosa de las palabras y una perfecta planificación de la estructura, lo vemos en La montaña mágica cuando, por medio de la lentitud de su narración y del alargamiento de los capítulos, Thomas Mann presenta una experiencia interna del tiempo cuando este se desvincula del tiempo cronológico.

Esas consideraciones iluminan las reticencias que Kafka sentía hacia el cine, del que decía que “encierra en jaulas de hierro” nuestra imaginación, no solo porque la inmediatez de las imágenes tiene una enorme capacidad de imponerse a cualquier reflexión, sino sobre todo porque las historias en cine se desarrollan con un ritmo y una velocidad que no podemos alterar: sus efectos sobre nosotros no son los mismos que los de una narración cuyo tiempo de lectura está en nuestras manos.

Los movimientos de conciencia

En cuarto lugar, en lo que las buenas narraciones literarias son imbatibles es en la presentación de los movimientos de conciencia. Esto lo vemos en esos autores que optan por contar de forma sutil, precisa y bien articulada, los cambios que se van dando en el interior de las personas según van entendiéndose mejor a sí mismas y entendiendo mejor la realidad.

No es casualidad que Martha Nussbaum, que ha estudiado el valor que tienen las novelas como representaciones y como fuentes de las emociones, centre su atención en Henry James, un experto en la cuestión y un escritor persuadido de “que determinadas verdades solo pueden exponerse apropiada y precisamente en el lenguaje y las formas características del artista narrativo”.

De Henry James asegura David Lodge que “fue el novelista supremo de la conciencia. La conciencia era su tema: cómo interpretan los individuos el mundo para sus adentros y, a menudo, yerran el tiro; cómo las mentes de individuos sensibles e inteligentes no cesan de analizar, interpretar, anticiparse a, sospechar de y cuestionar en el fondo sus propias motivaciones y las de los demás. Y es justamente ese tipo de conciencia de uno mismo la que para el cine resulta más difícil de representar, puesto que no se trata de algo visible”. Sin duda, el cine logra poderosos efectos emocionales, pero no puede ser semánticamente muy fino dado que “no puede hacer descripciones precisas” ni “sutiles discriminaciones de la vida mental de un personaje”. Es cierto que “la expresión facial, el lenguaje corporal, la imaginería visual y la música pueden aportar gran expresividad, pero carecen en cambio de precisión y capacidad discriminatoria”.

Otro punto es el de la sorprendente unidad de los contenidos de muchas grandes novelas con héroes que acaban triunfando en sus derrotas, de manera que los desenlaces acaban siendo, en realidad, nuevos comienzos, le temps retrouvé. Esto lo afirma René Girard cuando, después del análisis de obras de Cervantes, Dostoievski, Balzac, Stendhal o Proust, sintetiza su tesis subrayando que las características esenciales de tantos finales de novela son “el doble rostro de la muerte, el papel del dolor, el desapego de la pasión, el simbolismo cristiano y esta lucidez sublime, a un tiempo memoria y profecía, que proyecta una claridad igual sobre el alma del héroe y sobre el alma de los personajes restantes”.

El valor moral del gesto más pequeño

Por supuesto, la buena literatura no solo representa los movimientos de conciencia en momentos extraordinarios. Dice John Gardner que “todo el sentido, en las mejores ficciones, proviene –como dijo Faulkner– del corazón en conflicto consigo mismo. Todo el auténtico suspense (…) es una representación dramática de la angustia que supone una elección moral”. Por eso, todo gran relato literario renueva nuestra conciencia cuando provoca descubrimientos morales e ilumina territorios de la existencia que, para nosotros, eran oscuros.

Todo gran relato literario renueva nuestra conciencia cuando provoca descubrimientos morales e ilumina territorios de la existencia

En esa dirección vale la pena mirar a Chéjov, un autor en el cual, dice Richard Ford, “si algo puede calificarse de ‘típico’ es su insistencia en que permanezcamos muy atentos a los matices de la vida, sus gestos íntimos y sus más nimias connotaciones morales”. Sus relatos “rara vez se resuelven en desenlaces dramáticos o epifánicos”, precisamente para que prestemos atención a los detalles interiores, a menudo nada sensacionales, y reconsideremos “los momentos cuyo carácter decisivo y trascendente hemos pasado por alto”. En Chéjov vemos cómo la observación literaria de la realidad nos aporta “un sentido más agudo de cómo somos realmente en cuanto humanos, un sentido para el cual el lenguaje y la información convencionales no proporcionan gran ayuda”.

La buena literatura está llena de respeto al lector y, al igual que cualquier gran arte, busca producir emoción “mediante una resistencia a la emoción”, famosa frase de Robert Bresson. O, dicho de otra manera, “la alusión es la única manera de expresar lo íntimo sin adulterarlo” –de nuevo Gómez Dávila– y, ante las emociones que todos conocemos, o ante aquellas que se ven como incomunicables, los grandes autores se limitan a evocarlas. Así, escribía Chesterton, la belleza de Beatriz y Helena, tal vez las mujeres más recordadas de la historia de la literatura, nunca fue descrita: lo único que nos dice Dante fue que, “al ver a su dama en las alturas, se sintió como un monstruo legendario que, al probar una comida extraña, se había convertido en un dios”; y Homero “se contentó con dejarnos escuchar las quejas de los troyanos contra la causa de la guerra de Troya, y después el gran silencio, lleno de luz y comprensión, que se abatió sobre ellos cuando Helena se asomó a la muralla”.

Algo que sucede siempre

Un último punto es que una obra literaria, dice Jiménez Lozano, debe hablarnos de algo que sucede “siempre”: “Debe ser una historia que acontezca cada vez que se lea, no un documento. Lo escrito como libro (acontecimiento) siempre es susceptible de ser presentizado y reinterpretado y, por tanto, tornado contemporáneo, y el mismo libro rejuvenece al lector porque le dice siempre algo nuevo. Y el relato de una injusticia, por ejemplo, tiene la virtud de situar a la víctima, al menos en el acto de la escritura, y luego en el acto de la lectura, en el centro del mundo, haciendo comulgar a los que lean con su sufrimiento o con su esperanza o su alegría, en su caso”.

La fuerza propia de la literatura es su capacidad para enseñarnos las líneas invisibles de movimiento espiritual que dibujan nuestras vidas

Por supuesto, no importa que una novela esté anclada en unas circunstancias históricas concretas para que sea gran literatura. Incluso se puede defender que una novela solo tiene carne y hueso cuando está bien arraigada en un entorno reconocible. Lo vemos en la trilogía Espada de honor, de Evelyn Waugh, la mejor novela sobre la Segunda Guerra Mundial según algunos, tan deudora de lo que se vivió en Inglaterra en aquellos años y tan universal en el poso que deja, tan reveladora de cómo la conciencia se afina o se endurece según las respuestas morales que se dan no solo en momentos críticos sino, sobre todo, en situaciones que parecen irrelevantes.

Lo apreciamos también en el cuento cortito El estudiante, de Chéjov, una historia que comprime los siglos y nos hace ver la vida con asombrosa profundidad, y una demostración práctica de cómo “un novelista, un artista, debe omitir todo lo que tiene un significado transitorio”, tal como decía el mismo escritor ruso. El ejemplo, además, nos sirve para entender que no todos los lectores comprenden las cosas de la misma manera. Simon Leys comenta que “Chéjov escribió unos doscientos cincuenta cuentos y confesó que, de todos ellos, El estudiante era su preferido”, afirmación que a Harold Bloom le asombra pues a él ese relato le parece deprimente. A eso replica Leys que “si el relato (le) parece misterioso (a Bloom) es simplemente porque la pobreza de espíritu es en este mundo el misterio más grande que existe”, aunque sí haya en él un enigma: “Chéjov, que siempre se declaró decididamente agnóstico, da pruebas aquí de una inteligencia intuitiva de la esencia misma de la experiencia religiosa”.

Para terminar, se puede recordar que si los chicos jóvenes leen lo inmediato de modo espontáneo, y de ahí que los educadores deban proponerse, tal como les decía Flannery O’Connor a profesores de literatura, aportarles la perspectiva desde la que mirar lo contemporáneo, esto se aplica igualmente a todos los lectores. Es en la mejor literatura, del pasado y del presente, donde comprobamos la verdad de la frase más citada de Paul Klee, la de que “el arte no reproduce lo visible, hace visible”. Es en ella donde vemos que la fortaleza propia de las narraciones que llamamos literarias es su capacidad para enseñarnos las líneas invisibles de movimiento espiritual que dibujan nuestras vidas.


 

Versión abreviada, y sin notas ni referencias bibliográficas, del capítulo de igual título de Verdades y leyendas, libro publicado en Amazon en mayo de 2020.

Contenido exclusivo para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.

Funcionalidad exclusiva para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta para poder comentar. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.