¿Quién decide qué es la moderación?

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Decidir quién es “moderado”, “centrista”, “sensato” o “razonable” en política no es una tarea aséptica. Más bien, habría que verla como un episodio más en la batalla cultural por la hegemonía de las definiciones.

En una escala ideológica de 0 a 10, se podría pensar que el centro está en el 5. El problema es que definir los extremos no resulta pacífico. De hecho, un conocido truco para figurar como moderado en un debate consiste en crear un falso centro (y en situarnos en él), a fuerza de inventar posiciones extremas.

Aurelio Arteta llama a esta maniobra “la falacia del término medio”, que nada tiene que ver con la mesura. “El punto de partida implícito –escribe en Tantos tontos tópicos – es calificar de centrado el lugar que uno mismo escoge y, desde ahí, dictaminar que los extremos son los otros”. De esta forma, la postura propia siempre parte con ventaja, pues se presenta “como resultado esforzado de moderar los extremos e introducir sensatez en el conflicto”.

El “centro” intocable

Este tipo de enmarcados ficticios son frecuentes en política, donde una eficaz estrategia de comunicación puede condenar al adversario a un temible extremo. En España, al Partido Popular (PP) de Mariano Rajoy se le ve hoy como centrista respecto al de Pablo Casado. Pero en su día el líder del PSOE José Luis Rodríguez Zapatero acusaba al PP de ser “extrema derecha”, mientras Pedro Sánchez se refería a Rajoy como “el líder más conservador de Europa”. La estrategia entonces era presentar al PP “como un partido mucho más extremo de lo que es en realidad”, como observó en 2016 Juan Claudio de Ramón.

Si el umbral del radicalismo estaba ahí, no es extraño que todo lo que quepa ahora a la derecha se califique de “ultraderecha” o “extrema derecha”. Estas expresiones, reservadas antes a grupos violentos de corte fascista, hoy se han viciado tanto que pueden servir para denigrar a cualquiera que discrepe de la opinión dominante en un debate, aunque lo haga de forma respetuosa y aportando razones.

El paradójico resultado es que los puntos de vista de quienes llevan la voz cantante en la opinión pública cristalizan como “centro razonable”, pese haber eludido las réplicas. Y ese nuevo “centro” se hace todavía más intocable, a medida que la gente guarda silencio. Esta es la dinámica de las cámaras de resonancia ideológicas, descrita, entre otros, por Vincent Harinam y Rob Henderson.

El problema se agrava cuando la alternativa al silencio es el ruido, que llena el espacio público con todo tipo de interferencias: bufonadas intolerantes, insultos, faltas de respeto, escraches… Entonces sí cabe hablar de extremismo y de falta de mesura.

La persona y sus ideas

Si algo deja claro el momento político actual es que las formas son parte del mensaje. Y al revés: las ideas (y las propuestas en que se traducen) avalan o desacreditan la suavidad en las formas. Precisamente porque ciertas palabras están tan desvirtuadas, ya no basta con autoproclamarse moderado, como están haciendo en España varios candidatos. Pablo Casado quiere que el PP sea “el partido moderado y en la centralidad ideológica”. Íñigo Errejón asegura que su nueva plataforma Más País será una fuerza “pragmática y sensata”. Pedro Sánchez afirma que “el espacio de la moderación y el sentido común lo representa el PSOE”. Pero estas declaraciones contrastan con la situación de bloqueo político.

Ezra Klein, analista de la revista Vox, duda incluso de la utilidad de un término –moderado– “que no describe ni un grupo identificable de votantes ni una ideología claramente definida”. La idea del votante moderado, dice, tiene mucho de mito, pues las encuestas muestran que este tipo de elector también apoyan posturas extremas. Solo que la suma de sus posiciones no permite situarlo con propiedad ni a la izquierda ni a la derecha.

Si algo deja claro el momento político actual es que las formas son parte del mensaje

De todos modos, no todo es cuestión de perspectiva. También en política hay ideas y actitudes objetivamente más moderadas que otras. Por ejemplo, una idea tan radical como es la convicción de que todos los seres humanos merecen respeto, impone a todos el deber de la moderación con el prójimo. En palabras de Arteta: “A quien hay que respetar es al individuo, y con demasiada frecuencia a pesar de sus ideas. Las más de las veces deberíamos advertir: ‘Le respeto a usted porque su dignidad de ser humano está afortunadamente por encima de sus ideas (…)’. Y el mejor modo de respetarle –de hacerle el caso debido como ser razonable– es combatiendo sus ideas cuando nos parecen erróneas”.

Indignados contra el sistema

Junto a la banalización de las palabras fuertes, otras tendencias que han contribuido a tensar la sociedad son: la política espectáculo, que convierte el espacio público en un coliseo para la exhibición del líder, en detrimento de la atención a los programas electorales; la sentimentalización del debate público, que prioriza las preferencias afectivas sobre los argumentos; el relativismo, que niega la existencia de verdades objetivas, mientras eleva cada opinión a la categoría de dogma incontestable; el tribalismo identitario, que hace lo propio con las identidades, a las que presenta siempre en conflicto con otras; la exaltación de la indignación como valor político, que jalea la furia contra el sistema, obviando que su reforma requiere acuerdos concretos, no pasiones inflamadas.

Jeremy Corbyn es uno de los líderes aupados por la ola de indignación contra la “vieja” política. Lleva años deseando sacar a la izquierda del centro en que la instaló Tony Blair, y no oculta su deseo de formar un “gobierno laborista radical”, que impondría a las universidades un tope de alumnos procedentes de escuelas privadas; obligaría a las grandes empresas a que cedan un 10% de sus acciones a sus trabajadores y a que les metan en los consejos de administración; nacionalizaría de nuevo algunos servicios públicos; reduciría la jornada laboral con la ayuda de los sindicatos, a los que daría más poder, etc.

Pese a ser diputado desde 1983, fue el hartazgo con los recortes de David Cameron lo que le catapultó como el nuevo rostro del laborismo. Los jóvenes que le apoyaron en contra del establishment de su partido, vieron en él una alternativa a quienes ofrecían “más de lo mismo”, e interpretaron su desacomplejada defensa del estatismo como un signo de “coraje moral”. Su ascenso representa un caso de éxito de cómo la intemperancia (ideológica) puede acabar convertida en virtud.

Populismo “mainstream”

Algo parecido le ocurrió a Bernie Sanders en las primarias demócratas para las elecciones presidenciales de 2016. El veterano senador por Vermont encandiló a muchos jóvenes con su promesa de una “revolución política”. Y aunque perdió la nominación frente a Hillary Clinton, logró que la candidata demócrata se enfrentara a Donald Trump con un programa más escorado a la izquierda.

El resultado es que hoy ha ensanchado el campo del populismo de izquierdas, tanto entre los candidatos a la carrera presidencial de 2020 –entre los que destaca Elizabeth Warren, con una estimación de voto del 24% en el promedio de RealClearPolitcs, y el propio Sanders, con el 16%–, como entre las nuevas estrellas socialistas que no compiten por la nominación.

Del lado de los “moderados” destaca Joe Biden, con el 26%. Pero Biden dista de ser un centrista para los republicanos. De hecho, ahora le ven más a la izquierda que cuando era vicepresidente con Barack Obama. Su heterodoxo catolicismo en debates éticos y sociales responde al argumento “estoy personalmente en contra, pero no impongo mis convicciones”. El catolicismo a la carta es un signo de otros demócratas “centristas” como Nancy Pelosi o Tim Kane.

Elizabeth Warren ha emprendido un viaje distinto: de ser una “pensadora heterodoxa”, como la definió el columnista del New York Times David Brooks al leer su libro The Two-Income Trap (2003), ha pasado a representar la ortodoxia populista de izquierdas. En esa obra –explica Brooks– la ahora candidata y su hija Amelia Warren Tyagi se salieron del mainstream de izquierdas y derechas. Así, propusieron medidas que permitieran a las familias organizarse con libertad, sin que las mujeres se vieran obligadas a abandonar el mercado laboral: cheques escolares; ayudas para guarderías y tasas universitarias más asequibles, pero sin llegar a los gruesos subsidios que la candidata propone hoy.

De ser una “pensadora heterodoxa”, Elizabeth Warren ha pasado a representar la ortodoxia populista de izquierdas

Las Warren reescribieron la introducción del libro en 2016. Si antes habían sido muy críticas tanto con los republicanos como con los demócratas, observa Brooks, ahora predominaba el tono monocorde. “El libro de 2003 era intelectualmente imprevisible y estaba vivo (…). La nueva introducción describe un mundo de cómic, en donde los males siempre son imputables a los avaros banqueros. Este el problema con la política en una era dogmática. Todo se amolda a la rígida ideología”.

La evolución de Warren no se ha producido de la noche a la mañana. Pero hay pocas dudas de que, desde la campaña de Sanders en 2016 hasta ahora, su giro al populismo de izquierdas ha sido más pronunciado. El Partido Republicano ya transitó esta senda –en la dirección opuesta–, con la victoria de Donald Trump. Y está claro que ni Warren ni Trump habrían prosperado sin una audiencia favorable. En este sentido, tiene razón Brendan O’Neill cuando recordaba, en plena efervescencia del trumpismo, que no es el exceso de democracia lo que hace prosperar a los outsiders, sino el escaso debate público. “La democracia no consiste solo en votar –decía–; tiene que ver con el contenido”, que es justo lo que sale perdiendo cuando mandan las tendencias que mencionaba antes: política espectáculo, sentimentalización, tribalismo identitario…

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