En una revista del Partido Comunista chino, que lleva la curiosa denominación de Qiu Shi (Búsqueda de la verdad), el presidente chino Hu Jintao ha publicado un artículo, no dado a conocer en su integridad, en el que arremete contra la cultura occidental y su negativa influencia sobre China.
El máximo dirigente chino advierte de este modo contra los peligros de la cultura extranjera: “Debemos tener muy claro que fuerzas hostiles internacionales están intensificando el complot estratégico de occidentalizar y dividir a China, y los ámbitos ideológicos y culturales son las áreas principales de su infiltración a largo plazo”.
La respuesta a esta situación por parte del régimen la expresa así Hu Jintao: “Debemos entender en profundidad la seriedad y complejidad del combate ideológico, haciendo sonar las alarmas y permaneciendo vigilantes, y tomar poderosas medidas para estar en guarda y responder”.
Este tipo de advertencias directas a los 80 millones de militantes del PC chino no parecían ser habituales hace algunos años en una China en la que imperaba el pragmatismo y la fidelidad a la consabida consigna de Deng Xiaoping de que “hacerse rico es glorioso”. Los dirigentes chinos están convencidos de su creciente poder económico en el mundo y están llenos de un nacionalismo que les está ayudando a convertirse en una potencia mundial. Algunos se atreven incluso a pontificar sobre el declive de Occidente, pero ahora parecen darse cuenta de que los occidentales, y en especial los norteamericanos, son mucho más fuertes como potencia cultural.
“En conjunto, la fortaleza de la cultura china y su influencia internacional no guarda proporción con el estatus internacional de China”, reconoce Hu Jintao. Por eso pide que se desarrollen productos culturales que respondan a los intereses del país y que satisfagan “las crecientes demandas culturales y espirituales de la gente”.
Esta debilidad cultural es lo que preocupa a Hu Jintao, del mismo modo que la música rock de los años 60 inquietaba a los comunistas checoslovacos o germano-orientales, no tanto por la música en sí, sino porque conllevaba también una moda y una forma de entender el mundo completamente opuestas a las consignas del partido único. A los comunistas chinos les preocupa el auge entre los jóvenes y la clase media de esas fiestas consumistas en que se han convertido la Navidad y San Valentín, pero parecen olvidar que ellos mismos han fomentado la aparición de una sociedad de consumo. Y también les inquieta que haya otros modelos cercanos a sus fronteras que los jóvenes chinos están imitando: los representados por las juventudes de Corea del Sur, Taiwán y Japón, fuertemente occidentalizadas en modas y costumbres.
La Gran Muralla cibernética
La reacción gubernamental no puede ser otra que la censura, bien en los métodos de control de Internet –una especie de versión cibernética de la Gran Muralla–, bien en la prohibición de exhibir en China muchas películas de éxito de la industria de Hollywood. Según la agencia Xinhua, se ha reducido de 126 a 38 el número de películas de estreno. Hace dos años se retiró de los cines el film Avatar, en el que los censores temían que el público se identificara con las escenas del desalojo del pueblo de los Navi, por la semejanza con los desmanes urbanísticos que suceden en la geografía china.
Por el contrario, las autoridades promocionaron la película Confucio de la directora Hu Mei, que responde al nacionalismo de un régimen que abre institutos con el nombre del filósofo por todo el mundo para difundir la lengua y la cultura chinas.
Quedan muy lejos los tiempos de la revolución cultural en la que el maoísmo arremetía contra Confucio, que ahora se ha convertido un símbolo del respeto a la autoridad establecida.
Por su parte, la agencia católica Asia News hace una interesante reflexión sobre la guerra cultural de Hu Jintao. En el fondo, el combate cultural contra Occidente es una lucha contra el cristianismo, que los dirigentes comunistas consideran como ”la esencia de la cultura occidental”. Las críticas pueden dirigirse contra algo tan evidente como el individualismo o las modas extranjeras, pero las medidas reactivas se traducen en restricciones de la libertad ideológica y religiosa, que repelen a un régimen intrínsecamente autoritario.
Acoso a los disidentes
Una guerra no ya cultural sino policial es la que las autoridades están dirigiendo contra destacados disidentes en los últimos meses. Amenazas de la policía, detenciones, agresiones físicas se multiplican contra los que se atreven a desafiar la autoridad del partido comunista. Liu Xiaobo, premio Nobel de la Paz en 2010, sigue en la cárcel tras ser condenado a 11 años de prisión en 2009 por “incitar a la subversión del poder del Estado”, aunque el manifiesto que redactó en 2008 solo pedía cosas como el fin del gobierno del partido único y el reconocimiento de las libertades democráticas.
Un amigo del premio Nobel, Yu Jie, que en 2010 publicó en Hong Kong in libro muy crítico con el primer ministro Wen Jiabao, ha sufrido el acoso de la policía, ha perdido el trabajo y ha terminado por exilarse en EE.UU. El artista Ai Weiwei, autor del diseño del Estadio Olímpico de Pekín, fue detenido el pasado abril también por criticar al poder, estuvo en paradero desconocido casi tres meses, y fue liberado en medio de la presión internacional, pero acusado de evadir impuestos. A Hu Jia, otra figura de la disidencia, que estuvo en prisión entre 2007 y 2011, la policía le ha incautado dos ordenadores y le ha amenazado con volver a la cárcel si sigue hablando.
El abogado Gao Zhisheng, converso al cristianismo y defensor de las minorías, fue detenido en febrero de 2009, y está preso en una región remota. Chen Guangcheng, que en 2006 denunció la práctica de abortos y esterilizaciones forzosas, estuvo en prisión cuatro años y tres meses, y desde septiembre de 2010 sufre un duro arresto domicialiario. El año del Dragón no podía empezar con menos fortuna para los disidentes.