Cuando las víctimas son mártires

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Es famosa la respuesta de Georges Clemenceau cuando le preguntaron qué dirían los futuros historiadores sobre la Primera Guerra Mundial: “Desde luego, no dirán que Bélgica invadió Alemania”. La tozudez de los hechos impone siempre unos límites a la inevitable subjetividad de las interpretaciones históricas.

El hecho de que entre 1931 y 1939 fueran asesinados en España más de 6.800 sacerdotes y religiosos, muchos más laicos, incendiadas o saqueadas muchas iglesias, prohibido el culto religioso en la zona republicana durante la guerra civil, permite afirmar que la Iglesia católica fue perseguida. Sin embargo, a juzgar por algunas reacciones ante la beatificación, el pasado 28 de octubre, de casi 500 mártires de los años 30, parece que es la Iglesia católica la que agredió a la Segunda República, y que por lo tanto debería pedir perdón por sus culpas.

Esos mártires, cuya trágica suerte puede conmover a cualquiera, son todavía una memoria incómoda para algunos. ¿Por qué les molestan estos hombres y mujeres que murieron por motivos exclusivamente religiosos, que nunca hicieron la guerra a nadie, que no eran militantes de partidos políticos beligerantes, sino personas que desarrollaban su labor en parroquias o labores asistenciales? Supongo que la irritación proviene de que esa salvaje violencia antirreligiosa mancha la imagen de la Segunda República como un periodo de democracia y modernización en la historia de España, solo arruinado después por la guerra civil, imagen que hoy se quiere vender.

Un modo de maquillar esa violencia antirreligiosa es presentarla como una respuesta al apoyo de la Iglesia a la sublevación militar en julio de 1936, lo que habría generado la indignación popular. Pero los hechos siguen siendo difíciles de enterrar. La realidad es que la quema de iglesias había comenzado ya en 1931 poco después de la proclamación de la República, y siguió en 1934 con los asesinatos y destrucciones antirreligiosas de la revolución de Asturias. Las matanzas del verano de 1936 se producen cuando la Iglesia no se había definido por ninguno de los dos bandos, hecho que no se produciría hasta la carta colectiva del 1 de julio de 1937, en la que los obispos denunciaban la persecución sufrida por la Iglesia y se manifestaban a favor de los sublevados.

Por parte de Roma, Pío XI, al referirse a la guerra civil, condena tanto el asesinato de católicos como todo comportamiento cruel de ambos bandos, y no reconoce al gobierno de Franco hasta mayo de 1938.

Hoy algunos historiadores reprochan a la Iglesia que se echara en manos de Franco y no apoyara al gobierno legítimo. Pero cuando hay dos bandos en lucha, y uno solo te promete la aniquilación, es bastante lógico buscar refugio en el otro. ¿Hay que reprochar hoy a los concejales del PP y del PSOE en el País Vasco, amenazados y asesinados por ETA, que se echen en manos de la Guardia Civil?

La reacción es tanto más comprensible si el gobierno legítimo no mueve un dedo para defenderte, por complicidad o inoperancia. La Iglesia no podía esperar ser defendida por un gobierno de izquierdas que la veía como un enemigo a batir. Como ha escrito el historiador Julián Casanova, en un artículo más bien crítico contra la Iglesia, “lo que se hizo con el clero en el verano de 1936 era, por fin, y de eso no había duda, lo que muchos decían que iban a hacer desde comienzos de siglo, cuando intelectuales de izquierda, políticos republicanos y militantes obreros, anarquistas y socialistas situaron a la Iglesia y a sus representantes como máximos enemigos de la libertad, del pueblo y del progreso (…) Todos prometieron que la revolución traería consigo, entre otras muchas cosas, una ‘tea purificadora’ para los edificios religiosos y los ‘parásitos’ de sotana. Y cuando llegó la hora de la verdad, lo pusieron en práctica” (El País, 22-10-2007).

La culpa de las víctimas

Ese odio antirreligioso es innegable. Buscar su origen es una legítima e interesante indagación histórica. Pero, curiosamente, para algunos ha de ser la víctima -la Iglesia- la que haga examen de conciencia para averiguar por qué ha provocado ese odio y así arrepentirse de sus errores.

En lugar de celebrar esas muertes como martirios por la fe, los insaciables jerarcas católicos de nuestros días harían bien en preguntarse por las razones de ese odio secular”, escribe el historiador Santos Juliá (El País, 21-10-2007). No tan secular, pues durante siglos no existió. Más bien se incuba durante algunos decenios previos a la explosión de violencia de los años 30, a partir de una insistente propaganda anticatólica, llena de bulos, y de la difusión de ideologías con una base radicalmente antirreligiosa.

Lo llamativo es que en este caso algunos apliquen un criterio que en otras persecuciones a nadie se le ocurriría invocar. Según este razonamiento, en el País Vasco serían los grupos víctimas de ETA los que deberían preguntarse por qué han “provocado” ese odio homicida. “Algo habrán hecho”, como dicen los que prefieren mirar hacia otra parte cuando se produce un atentado. Pero posiblemente los verdugos tienen que hacer más examen de conciencia que las víctimas.

Fuente de malentendidos

Una lectura puramente política de un hecho religioso solo puede ser fuente de malentendidos. Es lo que ocurre con todos aquellos que ven la beatificación de los mártires como la exaltación de las víctimas de uno solo de los bandos, y reprochan a la Iglesia que olvide a las del otro. Pero no es este el planteamiento de esta beatificación. Todos sabemos que durante los años 30, antes, durante y después de la guerra civil, hubo decenas de miles de personas asesinadas en uno y otro bando, simplemente por ser de ideas políticas contrarias a las de los otros. La intolerancia y el sectarismo fue lo más común en los grupos políticos enfrentados en esa época.

Dentro de las víctimas, algunas lo fueron exclusivamente por sus ideas religiosas, porque prefirieron morir a renunciar a la fe, y lo hicieron sin responder con ninguna violencia. De estos son los mártires que han sido beatificados. No son víctimas de un bando, sino testigos de la fe.

La beatificación es un hecho religioso que no va contra nadie. En su mensaje con motivo de la beatificación, los obispos escriben: “Los mártires, que murieron perdonando, son el mejor aliento para que todos fomentemos el espíritu de reconciliación”. Cualquiera, creyente o no creyente, que defiende la necesidad de seguir la propia conciencia y de respetar las libertades civiles, puede compartir la memoria de estas víctimas.

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