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André Frossard, el más escéptico de los creyentes

publicado
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Semblanza

La muerte a los 80 años de André Frossard, periodista, escritor y miembro de la Academia Francesa, ha tenido un gran eco en su país y en el extranjero. Parece como si la prensa hubiera querido compensar con abundante espacio la concisión del articulista de Le Figaro, acostumbrado a expresar su opinión en veinte líneas.

Frossard fue siempre un personaje singular en el mundo intelectual y en el catolicismo francés. Con una abuela judía, una madre protestante y un padre secretario general del partido comunista, nada hacía presagiar que llegaría a ser una figura señera del catolicismo en Francia. Educado en el ateísmo, el 8 de julio de 1935 tuvo una conversión instantánea al entrar en una capilla de la calle Ulm en París para buscar a un amigo. Nunca pensó haber tenido la menor iniciativa en este «encuentro con Dios». «Me hubiera sorprendido tanto verme católico a la salida de esta capilla, como verme convertido en jirafa a la salida del zoo», comentó después. Esta es la experiencia que contaría en su best seller de 1969 Dios existe, yo me lo encontré.

Durante la guerra entra en la Resistencia. En 1943 es detenido por la Gestapo y encarcelado en el «barracón de los judíos» del fuerte Montluc, del que será uno de los siete supervivientes. Esta trágica experiencia la evocará en su libro La casa de los rehenes. Después de la guerra se convertirá en un incondicional del general De Gaulle, sin ser un hombre de partido. «El hombre de izquierdas que había en él trataba de convencer a la gente de derechas que tiene sensatez de que fuera un poco más generosa. Y el hombre de derechas que era trataba de convencer a la gente de izquierdas que es generosa de que tuviera un poco de sensatez» (Alain Peyrefitte).

Su reputación como periodista empezó a adquirirla en 1946 con una columna en L’Aurore. En 1962 pasó a Le Figaro, donde durante 33 años escribió una breve crónica diaria en primera página bajo el rótulo «Cavalier Seul». La última, publicada el día antes de su muerte, estuvo dedicada a la necesidad de espíritu en una Europa dominada por el interés material: «Si el interés es un agente de cohesión eficaz cuando los negocios marchan bien -escribía-, cuando van mal no hay explosivo más potente». Este caballero solitario era, en efecto, un espíritu libre e independiente, que hacía gala de un humor irónico y sin odio contra las ideas que consideraba falsas. Iba a su aire, sin preocuparse de lo que dictaba la moda de las ideas. «Nuestros intelectuales -decía- están siempre dispuestos a poner en duda una verdad, pero rara vez un error».

Su pluma abordó también con frecuencia los asuntos religiosos, yendo muchas veces a contra corriente de la opinión dominante. Pues no sólo su «experiencia» de Dios sino también su sentido crítico le vacunaron contra espejismos que encandilaban a muchos. «Era el más escéptico de los creyentes. Era el más divertido de los apóstoles», ha sentenciado el también académico Jean d’Ormesson. Se mantuvo así al margen de camarillas, en un catolicismo francés propenso a secundar tendencias tradicionalistas o izquierdistas. Como ha dicho Alain Peyrefitte, «no era de ninguna capilla, porque creía en la Iglesia».

A quien siguió sin reservas fue a Juan Pablo II. Ya pocos meses después de su elección advertía: «No sólo el pueblo cristiano, sino los pueblos, han percibido inmediatamente que se les enviaba un defensor, firme en sus decisiones, sólidamente asentado en el Evangelio e impermeable a la intimidación». Surgió así la amistad entre Frossard y Juan Pablo II, y de sus encuentros nació el primer libro de diálogos con el Papa, ¡No tengáis miedo! (1982), al que seguiría Retrato de Juan Pablo II (1988) y El mundo de Juan Pablo II (1991).

A su muerte, Juan Pablo II le ha rendido homenaje en un telegrama a su familia: «Conservo el recuerdo de la vida y de la obra de este laico comprometido generosamente en el seguimiento de Cristo, que ha sabido dar testimonio ante sus contemporáneos de la existencia de Dios y de la fuerza del Evangelio».

Pero entre los 31 libros que escribió Frossard, hay muchos temas. En algunas obras pretendía que el hombre se pusiera en condiciones de escuchar a Dios, pues creía que «Dios habla a todos, pero la mayor parte de nosotros no le dejamos colocar una palabra».

Este deseo de buscar respuestas a los interrogantes sobre el sentido de la vida es la directriz de obras como Preguntas sobre Dios (1990) o Preguntas sobre el hombre (1993). El afán de tender puentes entre judíos y cristianos le llevó a escribir Escucha, Israel (1994). Pero tampoco se privaba de afirmar su visión política en un libro como Excusez-moi d’être français (1992).

Ahora, sesenta años después del primer encuentro en la capilla de la calle Ulm, André Frossard habrá hallado a Aquel que entonces le deslumbró.

Ignacio Aréchaga

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