La sociedad depresiva

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La sociedad actual está aquejada de una falta de esperanza y muchos de sus males tienen orígenes espirituales. Es la tesis que, a propósito de Francia, expone el psicoanalista Tony Anatrella en su libro Non à la société dépressive, que acaba de publicarse (Ed. Flammarion). Anatrella explica su postura en unas declaraciones a Paris Match (25-III-93), de la que tomamos algunas respuestas.

Anatrella sostiene que la situación depresiva de la sociedad refleja la carencia de un ideal. «Si nuestras sociedades son depresivas es porque han perdido la confianza en sí mismas; ya no saben por qué el hombre debe vivir, amar, trabajar, procrear y morir. Estamos en un atolladero por no tener ya el sentido de un destino común que no se reduzca a cultivar el propio desarrollo personal». «Al negarnos a buscar un ideal distinto de nosotros mismos, nos encerramos en un callejón sin salida. La utilización de la fórmula adolescente del poeta, ‘Cambiar la vida’, prefigura bien el rechazo de la realidad que conduce a la impotencia». «Al hacernos cada vez más individualistas, al desvalorizar los aspectos simbólicos como la moral y la religión que se ocupan del sentido de la vida, al creer que cada uno puede bastarse a sí mismo y fabricarse su propia ley y sus valores, hemos retrocedido. Vivimos como si no hubiera verdades y valores universales. De este modo, ya no hay comunicación posible en la sociedad».

Si hoy se habla más de moral es porque tratamos de evitar el riesgo de deshumanización. «La moral es el arte de escoger actitudes o comportamientos, a la luz de referencias que nos superan y que no dependen de nosotros. Confrontar nuestra experiencia con las realidades morales favorece el desarrollo de nuestra interioridad y ayuda a escoger el comportamiento más conveniente».

¿Cómo salir de la crisis actual? Para Anatrella se trata de «redescubrir el sentido de un ideal. Algunos quieren hacernos creer que nos hemos liberado ya de una moral del deber, y que en nombre de los derechos individuales hemos entrado en una sociedad postmoralista. Nos vaticinan el fin de la religión, en concreto del cristianismo. ¡Como si pudiéramos desembarazarnos de los valores que han nacido gracias al cristianismo y que son la fuente de nuestra civilización! Nuestra laicidad se basa en una contradicción. La religión cristiana ha desarrollado una reflexión sobre el hombre a partir de una imagen de Dios. El hombre ha podido tomar conciencia de sí mismo con relación a la trascendencia. Ahora parece como si quisiéramos olvidar esta dimensión. Pero sin ese Dios que es el símbolo del sentido del otro, ¿es posible todavía pensar el ser y la moral?»

Anatrella considera una pérdida que en la enseñanza se haya abandonado toda referencia religiosa. «Desde el punto de vista antropológico, se comprueba que la dimensión religiosa forma parte de la estructura del hombre. Una corriente de pensamiento nos anunció en los años 60 la muerte de Dios. Los hombres y las sociedades -sobre todo en Europa occidental, porque en otros sitios no es así- se han habituado a vivir sin Dios, pero celebrando las fiestas religiosas y apoyándose en un sistema de valores tomado del cristianismo. Ante este rechazo, hemos asistido al retorno del esoterismo (…). Lo paranormal (transmisión del pensamiento, predicciones, horóscopos) y las creencias más irracionales han sustituido a una vida religiosa dejada en erial (…). A falta de una concepción coherente del mundo, los jóvenes, y también los adultos, serán receptivos a la primera creencia que se presente, sobre todo cuando agrada a la imaginación. Por eso la formación religiosa es indispensable al niño; la necesita para afrontar con su razón las creencias y, en particular, para comprender el modo en que los hombres han descubierto al Dios del que nos habla la Biblia, y cómo, a partir de esta experiencia, han realizado verdades construyendo un patrimonio espiritual».

Anatrella reivindica la dimensión social de la religión. El judeo-cristianismo «es el fundamento de nuestras sociedades. Todos nuestros valores han salido de ahí, aunque la mayoría de ellos hayan adquirido su autonomía. Si se olvidan estas raíces, se corre el riesgo de desvitalizarlos y de que pierdan su sentido. ¿Cómo seguir justificándolos y valorándolos sin saber de dónde vienen? En la mayor parte de las sociedades, y en particular en la nuestra, la religión ha sido un factor de integración social. Tan absurdo es querer hacer de ella una cuestión privada como obligar a los individuos a aceptar una determinada concepción religiosa. Si las Iglesias reivindican con razón el carácter intrínsecamente social de su misión, esto no quiere decir que pretendan limitar las libertades. No hay que confundir esto con las sectas y con las tendencias integristas, que han sido más bien un factor de alienación mórbida y no de humanización y progreso, como es el caso de las tradiciones judía y cristiana.

«Es confuso hablar de ‘la revancha de Dios’ o de las ‘políticas de Dios’ que se abatirían hoy sobre el mundo, sin discernir que lo que está en juego es el lugar de la religión en nuestra sociedad y la salvaguardia del ‘espíritu’. Esto no es una regresión, como nos quiere hacer creer una lucubración sociológica que no sabe tener en cuenta la dimensión religiosa».

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