La doble vida de los escolares cubanos

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Contrapunto

Cuando se quieren exhibir los logros de la Revolución cubana, siempre se menciona la educación: ahora todos los niños van a la escuela y la tasa de alfabetización es del 93%. Para valorar este dato, no hay que olvidar que la Cuba precastrista tenía también un alto nivel educativo: la tasa de alfabetización de la isla era ya del 80%, semejante a la de Chile y Costa Rica. Para una población de 6 millones de personas, en la enseñanza estatal había 30.000 aulas primarias en las que 34.000 maestros titulados daban clase a 1.300.000 niños. Si el esfuerzo educativo de la revolución no partió de cero, en un aspecto sí puede decirse que hizo tabula rasa: las escuelas privadas donde estudiaban 200.000 alumnos pasaron a manos del Estado, que confiscó así la libertad de enseñanza junto a las demás libertades cívicas.

Y es que el afán castrista por asegurar la educación de todos los niños es inseparable del empeño de que ninguno escape al adoctrinamiento oficial: himnos y eslóganes revolucionarios para empezar el día; programas y textos únicos, sobre los que los padres no tienen nada que opinar; durante el fin de semana, frecuentes actividades extraescolares entre las que no faltan las de carácter político; de vez en cuando, «Domingos de Defensa», en los que practican cómo defenderse frente al enemigo norteamericano siempre al acecho.

Si a algo aprenden también muchos niños cubanos es a llevar una doble vida. Pues la doctrina revolucionaria de la escuela cada vez coincide menos con lo que oyen y viven en casa, según reflejaba un reciente reportaje de la corresponsal del New York Times en La Habana. Los maestros les enseñan que Estados Unidos es la fuente de todos los males, mientras que a menudo sus padres declaran su deseo de emigrar allí. Al joven pionero le inculcan en la escuela que hay que defender a Cuba contra el imperialismo capitalista; pero al salir de clase corre a abrir las puertas de los coches de los turistas para conseguir propinas. Con frecuencia los padres ridiculizan los eslóganes y canciones revolucionarias que los niños aprenden en la escuela, o discuten abiertamente las tesis oficiales.

Por supuesto, los padres se preocupan de inculcar a sus hijos que lo que oyen en casa no tienen que repetirlo en la escuela, como tampoco hay que contar si la familia redondea sus ingresos con alguno de esos negocios privados aún prohibidos por el régimen. Así se desarrolla esa cultura del disimulo y la mentira, típica de los regímenes comunistas.

Esta esquizofrenia no se produciría si hubiera una variedad de escuelas libres entre las que los padres pudieran escoger. Así, los maestros no se convertirían en altavoces de la propaganda oficial y los padres podrían llevar a sus hijos a una escuela acorde con su modo de entender la educación, donde hubiera una sintonía entre lo que oyen en casa y lo que les dicen en clase. Se comprende que muchos padres presentes en la homilía que Juan Pablo II pronunció en Santa Clara durante su reciente visita a la isla, aplaudieran cuando dijo: «Los padres deben ser reconocidos como los primeros y principales educadores de sus hijos», de modo que «deben poder escoger para sus hijos el estilo pedagógico, los contenidos éticos y cívicos, y la inspiración religiosa en los que desean formarlos integralmente».

Pero el régimen castrista todavía no ha alcanzado ese logro educativo. Quizá porque presiente que la libertad de enseñanza es algo demasiado revolucionario, incompatible con el monopolio del poder por una ideología.

Ignacio Aréchaga

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