Juan Pablo II propone un equilibrio entre patriotismo y diálogo cultural

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El maratón jubilar del Papa Juan Pablo II va llegando a su fin. Uno de los últimos actos es la Jornada Mundial de la Paz (1 de enero), cuyo tema central este año es el diálogo entre las culturas.

El mensaje del Papa para esta Jornada aborda, en primer término, el aprecio a los valores de la propia cultura y el sentido del patriotismo. Juan Pablo II señala que «la acogida de la propia cultura como elemento configurador de la personalidad, especialmente en la primera fase del crecimiento, es un dato de experiencia universal, cuya importancia no se debe infravalorar. Sin este enraizamiento en un humus definido, la persona misma correría el riesgo de verse expuesta, en edad aún temprana, a un exceso de estímulos contrastantes que no ayudarían al desarrollo sereno y equilibrado. Sobre la base de esta relación fundamental con los propios ‘orígenes’ -nivel familiar, pero también territorial, social y cultural- es donde se desarrolla en las personas el sentido de la ‘patria’, y la cultura tiende a asumir, unas veces más y otras menos, una configuración ‘nacional’. El mismo Hijo de Dios, haciéndose hombre, recibió, con una familia humana, también una ‘patria’. Él es para siempre Jesús de Nazaret, el Nazareno».

Por eso, afirma Juan Pablo II, «el amor patriótico es un valor a cultivar», pero amando a la vez «a toda la familia humana y evitando las manifestaciones patológicas que se dan cuando el sentido de pertenencia asume tonos de autoexaltación y de exclusión de la diversidad, desarrollándose en formas nacionalistas, racistas y xenófobas».

Además de saber apreciar los valores de la propia cultura, de otro lado, dice el Papa, «es preciso tomar conciencia de que cada cultura, siendo un producto típicamente humano e históricamente condicionado, también implica necesariamente unos límites. Para que el sentido de pertenencia cultural no se transforme en cerrazón, un antídoto eficaz es el conocimiento sereno, no condicionado por prejuicios negativos, de las otras culturas. Por lo demás, en un análisis atento y riguroso, frecuentemente las culturas muestran, por encima de sus manifestaciones más externas, elementos comunes significativos».

Si preocupante es el cierre de una cultura a cualquier influjo externo, no es menos arriesgada -advierte Juan Pablo II- «la servil aceptación» de «modelos culturales del mundo occidental que, ya desconectados de su ambiente cristiano, se inspiran en una concepción secularizada y prácticamente atea de la vida y en formas de individualismo radical. Se trata de un fenómeno de vastas proporciones, sostenido por poderosas campañas de los medios de comunicación social, que tienden a proponer estilos de vida, proyectos sociales y económicos y, en definitiva, una visión general de la realidad que erosiona internamente organizaciones culturales distintas y civilizaciones nobilísimas».

La integración cultural de los inmigrantes

El diálogo entre las culturas se pone a prueba también ante el fenómeno de las migraciones. Aquí el Papa aborda cuestiones que hoy son motivo de debate en los países de inmigración. ¿Hasta qué punto hay que respetar las peculiaridades culturales de los inmigrantes y, a su vez, con qué actitud deben integrarse estos? «Las características culturales que los emigrantes llevan consigo han de ser respetadas y acogidas en la medida en que no se contraponen a los valores éticos universales, ínsitos en la ley natural, y a los derechos humanos fundamentales».

«Más difícil es -reconoce el Papa- determinar hasta dónde llega el derecho de los emigrantes al reconocimiento jurídico público de sus manifestaciones culturales específicas, cuando estas no se acomodan fácilmente a las costumbres de la mayoría de los ciudadanos». Habida cuenta de la importancia que tiene el aprecio a la cultura característica de un territorio, «puede considerarse plausible una orientación que tienda a garantizar en un determinado territorio un cierto ‘equilibrio cultural’, en correspondencia con la cultura predominante que lo ha caracterizado; un equilibrio que, aunque siempre abierto a las minorías y al respeto de sus derechos fundamentales, permita la permanencia y el desarrollo de una determinada ‘fisonomía cultural'» (lengua, tradiciones, valores) que se asocian a la experiencia de la nación.

El documento se refiere más adelante a un temor, el de perder la propia identidad. «En realidad, una cultura, en la medida en que es realmente vital, no tiene motivos para temer ser dominada, de igual manera que ninguna ley podrá mantenerla viva si ha muerto en el alma de un pueblo. Por lo demás, en el plano del diálogo entre las culturas, no se puede impedir a uno que proponga a otro los valores en que cree, con tal que se haga de manera respetuosa de la libertad y de la conciencia de las personas».

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