El pluralismo uniforme

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Contrapunto

Decimos que la nuestra es una cultura pluralista, abierta a todo, libre de cánones e imposiciones. En cuanto oímos la palabra censura, sacamos la pistola. Nada debe interponerse entre el creador y el público, que tiene derecho a recibir la obra sin que nadie decida por él.

Ciertamente, nadie es hoy perseguido por lo que escribe, filma o representa. Pero esa libertad es inútil si no llega a comunicar su obra al público, dificultad tradicional del autor novel o (supuestamente) incomprendido. Lo paradójico de la situación actual es que las crecientes posibilidades técnicas de comunicación están dando lugar a una oferta sorprendentemente uniforme.

En el cine, el crítico Ángel Fernández-Santos sintetizaba estos días la situación de la cartelera madrileña, al hilo de la crítica de la película Jade: «El refrito ocupa 22 pantallas en Madrid y su cinturón, mientras no hay sitio para Underground y La mirada de Ulises, monumentos del cine moderno… Dos maravillas: Smoke, neoyorkina, y El cartero, italiana, necesitaron año y medio para encontrar un hueco en la programación». Como Pocahontas se exhibe en otras 40 pantallas, resulta que «un refrito y una bobada ocupan 62 pantallas, mientras que dos obras maestras se arrinconan en ocho y otras dos en ninguna».

En la televisión, por mucho zapping que uno haga, lo más habitual es encontrar la misma fórmula de programas, en busca de la máxima audiencia con la misma vulgaridad. Y para encontrar algo distinto, hay que sumergirse en la televisión de las catacumbas en horarios intempestivos. En los hitparade de la radio, puedes oír cómo promocionan los mismos discos aunque a distintas horas.

En la edición hay una gran diversidad cultural. Pero esta variedad se refleja poco en los medios de comunicación, que actúan como filtro en la formación del gusto mayoritario. Cada vez es más frecuente que los medios de comunicación hablen de los mismos libros al mismo tiempo. Hasta los «descubrimientos» de nuevos autores son con frecuencia a coro. Y es que cada vez más la cultura se presenta como acontecimiento, promocionado a golpe de marketing.

No sirve de mucho añorar tiempos de gustos más refinados, que quizá nunca existieron. Pero uno siempre puede resistir a la uniformización con métodos más «plurales» de selección: en vez de guiarse por la lista de best sellers, perder tiempo hojeando libros en las librerías y compartiendo los hallazgos con gente cuya opinión valoramos; no sentirse raro por elegir una película recomendada de boca a oreja, en vez de aquella otra promocionada al alimón en todos los dominicales; o descubrir ese programa de televisión que aporta algo, aunque esté permanentemente expulsado del prime time. Y, después de rasgarnos las vestiduras porque algún régimen islámico haya prohibido un vídeo-clip de Madonna, preguntarnos quién ha proscrito a Shakespeare en nuestras televisiones.

Ignacio Aréchaga

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