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La expansión de la Iglesia primitiva

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Princeton. La rápida expansión del cristianismo en los tres primeros siglos ha sido siempre motivo de admiración y objeto de interpretaciones diversas. Una explicación innovadora es la que ha ofrecido Rodney Stark, profesor de sociología y religión comparada en la Universidad de Washington, en su reciente obra The Rise of Christianity (1). Este libro pone en tela de juicio muchas de las ideas comúnmente admitidas sobre el cristianismo primitivo, tanto por cristianos ortodoxos como por escépticos recalcitrantes, y sugiere vías de actuación ahora que los cristianos vuelven a encontrarse en minoría.

Stark se pregunta: «¿Cómo pudo un diminuto y oscuro movimiento mesiánico, venido de un extremo del Imperio romano, desplazar al paganismo clásico y convertirse en la fe dominante de la civilización occidental?». Este prestigioso sociólogo profesional no busca explicaciones sobrenaturales -que, al fin y al cabo, son cuestión de fe-, sino más bien datos puramente sociológicos. Naturalmente, un cristiano verá en tal expansión y continuidad un signo inequívoco de la intervención del Espíritu Santo, que Cristo prometió que permanecería con su Iglesia hasta el fin de los tiempos. Sin embargo, el cristiano también cree que la gracia perfecciona la naturaleza y que Dios gusta servirse de causas segundas para extender el mensaje cristiano.

Stark emplea las herramientas de su oficio, así como sus propias investigaciones y las de otros, para explicar el desarrollo singular del cristianismo. Por qué Dios hizo de los judíos su pueblo elegido y a la Iglesia católica la continuación espiritual de éste, sigue siendo un misterio en la mente divina al que no tenemos acceso. En último término, los métodos sociológicos no podrán explicar todo; pero ciertamente ayudan a comprender el atractivo humano de la fe, que ha provocado una corriente ininterrumpida de conversiones a lo largo de los siglos. Aquí examinaremos sólo algunas de estos interesantes análisis y conclusiones.

No sólo desheredados

Contra la opinión habitual, Stark sostiene que el cristianismo no fue sólo un movimiento propio de desheredados, un refugio para esclavos y para las masas depauperadas de Roma, sino que se encontraba también establecido en las clases medias y altas. Esta afirmación en modo alguno va en detrimento de la «opción preferencial por los pobres», que siempre ha distinguido a la Iglesia y que procede directamente de Cristo mismo. Esa tesis significa simplemente que el cristianismo se difundió mucho más de prisa en las ciudades populosas, mientras que los pobres, en su mayor parte, habitaban en el campo.

Este predominio de las clases medias y altas haría surgir, gracias a la generosidad de los primeros cristianos, una eficaz red de asistencia social en favor de las personas ancianas, viudas y huérfanas, así como cementerios cristianos y, con el tiempo, lugares de culto, que antes del edicto de Milán, por supuesto, estaban situados en viviendas familiares.

Éxito con los judíos

Una de las conclusiones más llamativas de la investigación realizada por Stark es que, contra lo que suele afirmarse, la evangelización de los judíos por parte de los primeros cristianos fue, en gran medida, un éxito y se prolongó sin pausa hasta el año 300. Según Stark, los cuatro o cinco millones de judíos de la diáspora se habían «adaptado a la vida fuera de Israel de tal forma, que el judaísmo de Jerusalén les resultaba lejano: de ahí la necesidad, ya en el siglo III a.C., de una traducción de la Torah al griego, destinada a los judíos que residían fuera de Israel» (la versión de los Setenta). Para los judíos que vivían en el mundo helénico, «el cristianismo suponía poder conservar gran parte del contenido religioso de ambas culturas y resolver las contradicciones entre ellas».

Como se ve en los Hechos de los Apóstoles, los primeros cristianos, encabezados por San Pablo, se dirigieron, como era natural, a las comunidades judías de los grandes centros urbanos. Aquellas comunidades, habituadas a recibir maestros venidos de Jerusalén, no se escandalizaban tan fácilmente de la opresión romana que había sido responsable, al menos en parte, de la crucifixión de Jesús. Los hallazgos arqueológicos muestran que las primitivas Iglesias cristianas fuera de Palestina estaban concentradas en los barrios judíos de las ciudades.

Pero Stark no se detiene aquí. Aduce que hacia el año 250, cuando había aproximadamente un millón de cristianos (de acuerdo con su estimación de la tasa de crecimiento, que sitúa en el 40% anual), la gran mayoría debían de ser judíos, de modo que quizá hasta uno de cada cinco judíos de la Diáspora eran conversos al cristianismo. Uno de los problemas más difíciles al que tuvo que hacer frente el episcopado católico, ya bien entrado el siglo V, pudo ser el de persuadir a los judíos recién convertidos a dejar de frecuentar la sinagoga y a abandonar las costumbres judías.

Solidaridad cristiana

En el año 165, durante el reinado de Marco Aurelio, se desató una epidemia que, en el transcurso de quince años, causó la muerte de un tercio de los habitantes del Imperio, Marco Aurelio incluido. En el año 251 se declaró una epidemia parecida, probablemente de sarampión, con resultados similares. En general, los historiadores concuerdan en que estas epidemias produjeron un despoblamiento que contribuyó a la caída del Imperio romano más que la degeneración moral a la que se suele atribuir el hundimiento.

Stark señala que estas epidemias favorecieron la rápida difusión del cristianismo por tres razones. La primera, porque el cristianismo ofrecía una respuesta más satisfactoria que la brindada por el paganismo antiguo a la pregunta sobre el sufrimiento de los inocentes; una respuesta basada en la pasión y muerte de Cristo. En segundo lugar, «los valores cristianos del amor y la caridad se habían traducido, desde el principio, en normas de servicio social y solidaridad. Cuando sobrevenía algún desastre, los cristianos tenían mayor capacidad de respuesta, lo que producía tasas de supervivencia notablemente superiores. Esto significa que, tras cada epidemia, los cristianos constituían un porcentaje mayor de la población, aun sin contar los nuevos conversos».

Stark concluye: «Durante las epidemias, en cierto modo el paganismo ‘cayó fulminado’ o al menos contrajo una enfermedad mortal: fue víctima de su relativa incapacidad para enfrentarse social o espiritualmente con estas crisis; incapacidad que puso súbitamente de manifiesto el ejemplo de su nuevo contrincante».

La Iglesia atraía a las mujeres

En un capítulo que es de especial importancia en los debates actuales sobre el papel de la mujer en la sociedad y en la Iglesia, Stark muestra, con pruebas impresionantes, que «el cristianismo resultaba extraordinariamente atractivo para las mujeres paganas, porque en la subcultura cristiana la mujer disfrutaba de un status muy superior al que le otorgaba el mundo grecorromano en general». Stark muestra que el cristianismo reconoció la misma dignidad a la mujer y al hombre, como hijos de Dios con el mismo destino sobrenatural. Además, la moral cristiana, al rechazar la poligamia, el divorcio, el aborto, el infanticidio, etc., contribuyó al bienestar de las mujeres cambiando su status de siervas impotentes al servicio de los hombres, por el de personas con dignidad y derechos tanto en la Iglesia como en la sociedad civil.

De aquí saca Stark cuatro conclusiones. Primera, que en las comunidades cristianas se produjo rápidamente un importante excedente de población femenina, a consecuencia de la prohibición cristiana del infanticidio -que normalmente se aplicaba a las niñas- y del aborto -que a menudo ocasionaba la muerte de la madre-, así como por la alta tasa de conversiones al cristianismo entre las mujeres. Segunda, que las mujeres gozaban de un status muy superior en las comunidades cristianas, como ya se ha dicho. Tercera, que el excedente de mujeres cristianas dio lugar a gran número de matrimonios mixtos, que a su vez provocaron la conversión de muchos maridos paganos, fenómeno que continúa dándose hoy día. Finalmente, como las mujeres cristianas tenían más hijos, esta mayor fecundidad contribuyó a la expansión del cristianismo.

Humanizadores de las ciudades

Con las herramientas de la sociología y de la demografía, Rodney Stark muestra de modo concluyente que la expansión del cristianismo fue un fenómeno casi exclusivamente urbano por una razón muy lógica: como en las ciudades estaba la mayoría de la gente, en especial los judíos helenizados, allá fueron los primeros misioneros y allí se dieron las primeras conversiones.

Antioquía, una de las primeras ciudades evangelizadas, sirve a Stark de modelo para su estudio. La describe como «una ciudad llena de miseria, peligros, temores, desesperación y odio. Una ciudad donde las familias corrientes llevaban una vida miserable en barrios inmundos y angostos… una ciudad llena de odio y de temor por los fuertes antagonismos étnicos, exacerbados a causa del constante flujo de forasteros; una ciudad donde abundaba la delincuencia y donde las calles eran peligrosas por la noche; una ciudad varias veces arrasada por catástrofes, donde cualquier habitante podía contar con que se quedaría sin techo al menos alguna vez, si es que tenía la suerte de estar entre los supervivientes».

Stark subraya que el cristianismo trajo una nueva cultura que hacía la vida más tolerable en las ciudades grecorromanas: «En ciudades llenas de personas sin techo y de indigentes, el cristianismo ofrecía tanto caridad como esperanza. En ciudades repletas de inmigrantes y de forasteros, el cristianismo ofrecía una base inmediata para la acogida. En ciudades llenas de huérfanos y viudas, el cristianismo proporcionaba un nuevo y dilatado sentido de familia. En ciudades desgarradas por violentas luchas étnicas, el cristianismo ofrecía un nuevo fundamento para la solidaridad. Y en ciudades que padecían epidemias, incendios y terremotos, el cristianismo ofrecía unos eficaces servicios de asistencia sanitaria».

Mártires: pocos, pero influyentes

En un pasaje muy citado, Tertuliano dice que «la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos». Al hablar de los primeros mártires del cristianismo, Stark plantea la pregunta de siempre: «¿Qué les llevaba a hacerlo?»; pero no da la respuesta habitual entre los historiadores no creyentes, que consideran a los mártires un tanto locos o masoquistas, en el peor de los casos, o irracionales, en el mejor.

Stark sostiene que los mártires, ante la alternativa de renunciar a su fe ofreciendo sacrificios a los ídolos o morir para alcanzar lo que tenían por un bien mayor -el paraíso-, simplemente hacían una elección racional. «Los mártires son los exponentes más creíbles del valor de una religión, sobre todo si el martirio es voluntario. Aceptando voluntariamente la tortura y la muerte antes que desertar, una persona pone en la religión el valor más alto que pueda imaginarse y manifiesta este valor a otros. En efecto, lo normal era que los mártires cristianos tuvieran oportunidad de mostrar su firmeza ante un gran número de cristianos, y el valor del cristianismo, así manifestado, a menudo impresionaba también, hondamente, a los paganos que lo presenciaban».

El autor plantea una pregunta más: «¿Cómo podía aceptar una persona racional las torturas más refinadas y la muerte a cambio de una recompensa religiosa intangible e incierta?». La respuesta que da es la sensata, aunque no necesariamente la que alguno quisiera o esperara recibir. «En primer lugar, probablemente muchos primeros cristianos no fueron capaces de comportarse así, y se sabe de algunos que se retractaron cuando se vieron en esa tesitura. En segundo lugar, las persecuciones fueron raras, y sólo un pequeño número de cristianos llegaron a ser martirizados… Había, sorprendentemente, poco interés en perseguir a los cristianos, y cuando se desencadenaba una persecución, normalmente se dirigía contra obispos y otras figuras prominentes».

Así, según Stark y otros sociólogos, sólo fueron martirizados algunos miles a lo largo de dos siglos y medio, y no los centenares de miles o incluso millones que a veces dicen entusiastas historiadores cristianos. Hubo, sin embargo, considerable número de desertores y apóstatas que no superaron la prueba del martirio. Lo que ocurre, dice Stark, es que probablemente conocemos los nombres e historias de la mayoría de los mártires, porque los martirios solían ser presenciados por muchos, tanto cristianos como paganos: de ahí que surgiera, casi de modo inmediato, el culto a los mártires.

Por otra parte, a causa tanto del sambenito que la sociedad colgaba a los cristianos como del peligro de persecución e incluso de martirio, el cristianismo estuvo, en gran medida, libre de los que Stark llama «aprovechados» (free riders): los que buscan las ventajas de la religión sin los sacrificios y obligaciones que comporta. Quizá pudiéramos decir que entre los primeros cristianos había mucho más trigo que cizaña.

Modelo para la nueva evangelización

Así pues, ¿por qué se expandió tanto el cristianismo? Según Stark, «porque los cristianos constituían una comunidad muy unida, capaz de generar la ‘invencible obstinación’ que tanto indignaba a Plinio el Joven pero que daba inmensas recompensas espirituales. Y el principal medio de esta expansión fue el empeño, unánime y ardiente, de los cada vez más numerosos creyentes cristianos, que invitaban a sus amigos, parientes y vecinos a compartir la ‘buena nueva'».

En el núcleo de esta disposición a compartir la fe estaba la doctrina, lo que había de creerse. «Las enseñanzas centrales del cristianismo promovieron y sostuvieron una organización y unas relaciones sociales eficaces, atractivas y liberadoras».

Esa doctrina central, radicalmente nueva para un mundo pagano que gemía bajo un cúmulo de miserias y estaba saturado de una crueldad caprichosa, era, por supuesto, que «como Dios ama a la humanidad, los cristianos no pueden agradar a Dios si no se aman unos a otros».

Este libro muestra que, a la larga, el cristianismo sobrevivió y continúa prosperando gracias a la influencia personal de quienes viven de acuerdo con sus principios, gente corriente que aspira a la santidad según el modelo de Cristo. Esta conclusión ratifica el núcleo del mensaje del Concilio Vaticano II, tan a menudo recordado por el Papa actual: la llamada a la santidad personal, que por fuerza lleva a la evangelización a través del testimonio personal y la vida familiar.

Juan Pablo II ha llamado repetidas veces a la «reevangelización» de Occidente, y él personalmente ha llevado el Evangelio al mundo entero utilizando todos los avances tecnológicos de este siglo -desde el avión a reacción hasta Internet-, de un modo impensable y, desde luego, humanamente imposible para sus predecesores. Si queremos construir «una civilización del amor y de la verdad» en el tercer milenio, parece indispensable seguir estudiando cómo lo hicieron -o lo empezaron- los primeros cristianos, con tan espléndidos resultados. Este libro nos ofrece respuestas concretas, a la vez que sugerencias para ulteriores estudios, en este momento en que, por usar las palabras de Juan Pablo II, «cruzamos el umbral de la esperanza» hacia una «nueva primavera de vida cristiana».

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(1) Rodney Stark. The Rise of Christianity. A Sociologist Reconsiders History. Princeton University Press. Princeton (1996). 288 págs. 24,95 $ / 16,95 £.

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