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Progresistas y conservadores ante la libertad de expresión

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En Estados Unidos, la polarización ideológica está condicionando la forma en que demócratas y republicanos se posicionan ante la libertad de expresión, uno de los derechos protegidos por la Primera Enmienda de la Constitución. Mientras la izquierda tiende a verla ahora como una fuente de agravios y aboga por ponerle coto, la derecha la entiende como un dique frente a los dictados de lo políticamente correcto y propugna su expansión.

El pasado 27 de junio, la juez progresista del Tribunal Supremo Elena Kagan sorprendió a propios y extraños por la dureza con que acusó a sus colegas conservadores de convertir la Primera Enmienda en un arma. La magistrada aludió a dos casos.

El primero era una sentencia –dictada ese mismo día– contra una ley de Illinois que obligaba a los empleados públicos a pagar la cuota del sindicato que negocia el convenio colectivo, aunque ellos no fueran miembros. Los cinco magistrados que respaldaron la sentencia se basaron en la Primera Enmienda, al entender que la obligación de pagar las cuotas vulnera la libertad de expresión de los empleados que no quieren verse representados por un determinado sindicato.

Un día antes, los mismos magistrados fallaron en contra de una ley de California que obligaba a los centros de atención a las embarazadas a informar sobre las posibilidades que tienen de abortar con ayuda pública. De nuevo, los jueces de la mayoría invocaron la Primera Enmienda para argumentar que la obligación de difundir una práctica a la que se oponen los empleados de esos centros infringe su libertad de expresión.

De la contracultura a la hegemonía

El comentario de Kagan sirvió al periodista del New York Times Adam Liptak para identificar un malestar más amplio: el de buena parte de la izquierda norteamericana con la libertad de expresión. O, al menos, con el uso político que –a juicio de los progresistas– hoy hace de esa libertad la derecha.

Liptak se apoya en las declaraciones de varios juristas para explicar el cambio de tendencia que se ha producido desde los años 50 y 60 del siglo XX. En esa época los activistas de izquierdas tendían a defender una concepción libertaria de la libertad de expresión –reacia a las restricciones–, lo que les daba amplio margen para impulsar la contracultura, protestar contra la Guerra de Vietnam o defender los derechos civiles de los negros. A ojos de esos activistas, la libertad de expresión era una herramienta para cambiar el statu quo defendido por los conservadores, quienes se oponían a entender esa libertad como un derecho ilimitado.

En la actualidad, sin embargo, los papeles se han invertido. Y ahora la izquierda –dice Liptak– reconoce la ingenuidad que había en esa postura. La libertad de expresión puede ser una herramienta liberadora, pero también un arma que hiere a los demás. De ahí que los progresistas renieguen hoy de la concepción libertaria. Los conservadores, en cambio, habrían abandonado su antigua inclinación a poner límites a la libertad de expresión para defender su uso expansivo. A su favor tienen un Tribunal Supremo dispuesto como nunca a escuchar los casos relativos a la Primera Enmienda.

Epítetos contra argumentos

La explicación de Liptak coincide a grandes rasgos con la del veterano politólogo conservador Hadley Arkes, fundador y director del James Wilson Institute on Natural Rights and the American Founding, quien aludió unos meses antes a ese intercambio de papeles entre la izquierda y la derecha. Pero él introduce un factor que Liptak pasa por alto. Si la derecha ha llegado a abrazar la concepción libertaria ha sido para defenderse de las presiones de una izquierda que en teoría defiende la libertad de expresión de todos, pero que en la práctica digiere mal a los discrepantes.

Arkes constata que hay “un sentimiento creciente en la derecha a resistir la represión del discurso en los campus universitarios mediante la adhesión a una doctrina de la libertad de expresión que niega cualquier fundamento a sus límites”. Hartos de la censura, los conservadores habrían optado por una respuesta adaptativa, “declarando un régimen de libertad de expresión en el que ninguna idea pueda ser tildada de ilegítima”.

Pero esto, opina Arkes, es una forma de relativismo que repite el error de los progresistas, pues la Primera Enmienda no contempla un derecho absoluto a la libertad de expresión. El criterio que hasta hace poco había guiado la jurisprudencia del Supremo es que la Constitución nunca ha dado amparo a aquellos tipos de discurso que “por su misma expresión infligen daño o tienden a incitar una violación inmediata de la paz” (Chaplinsky v. New Hampshire, 1942), como los epítetos ofensivos o los insultos.

Para Arkes, la confusión en este asunto llegó cuando se prescindió de la referencia objetiva –“por su misma expresión”– y las ofensas empezaron a verse como algo que dependía de la apreciación subjetiva. Queriendo evitar quizá una ola de litigiosidad, el propio Tribunal Supremo se ha sumado a la confusión al declarar que “ninguna forma de discurso puede ser prohibida con el argumento de que expresa ideas que ofenden” (Matal v. Tam, 2017).

Esto, a juicio de Arkes, supone echar por tierra límites necesarios a la libertad de expresión: para evitar el peligro de que unos puedan censurar ideas que les parecen ofensivas, se ha acabado admitiendo un derecho al insulto. La paradoja es que el discurso razonado no está más protegido. Y así, quienes crean que el matrimonio solo puede ser la unión entre un hombre y una mujer “seguirán siendo tachados de homófobos, como si fueran portadores de una enfermedad y no de unos argumentos que merecen ser respetados y confrontados como argumentos”.

La periodista de Vox Alexia Campbell también recurre al criterio de Chaplinsky v. New Hampshire para aclarar los límites a la libertad de expresión de los autodenominados activistas por los “derechos civiles de los blancos” en la marcha Unite the Right 2, celebrada este verano como una secuela de la organizada hace un año en Charlottesville.

Según los juristas consultados por Campbell, las proclamas racistas de los manifestantes quedarían amparadas por la Primera Enmienda siempre y cuando no vayan dirigidas a una persona en particular. Así, el eslogan ofensivo en una pancarta o en un cántico pasaría el corte, pero no el insulto directo a alguien del público.

La prioridad de la derecha es evitar la censura; la de la izquierda, evitar que alguien pueda sentirse ofendido

¿Quién decide?

El artículo de Arkes, que apareció en la conservadora Claremont Review of Books, fue contestado desde otra revista de la misma tendencia, Public Discourse. En opinión de Robert T. Miller, profesor de Derecho en la Universidad de Iowa, en la sentencia Matal v. Tam el Supremo no niega que exista un criterio objetivo sobre qué discurso es ofensivo y cuál no. Más bien, sostiene que no se puede confiar en que el Estado (tribunales, agencias del gobierno…) aplique este criterio en cada caso particular. De ahí que opte por sentenciar que el Estado no puede prohibir un discurso solo porque sea ofensivo.

Para Miller, esta solución está en perfecta sintonía con la historia de EE.UU. “Aunque muchos países europeos prohíben el ‘discurso del odio’ y otras formas de expresión que se consideran ofensivas, EE.UU. continuará su larga tradición de proteger la manifestación de opiniones más que otras naciones”.

Considerada en abstracto, la idea de que el lenguaje ofensivo no merece protección es encomiable. Pero Miller objeta lo difícil que es llevarla a la práctica. Por ejemplo, hay palabras que en sí mismas no tienen por qué ser ofensivas, pues son una descripción objetiva de las ideas de una persona, pero que pueden usarse como insultos. Ocurre, en su opinión, con la palabra “homófobo”, citada por Arkes, pero también con otras como “racista”, “comunista” o “negacionista del Holocausto”. ¿Debería el Estado meterse a decidir en cada caso cuándo hay insulto y cuándo no?

Miller cita otros ejemplos que han llevado a tribunales en Bélgica, Francia, Suiza, Países Bajos o Alemania a calificar determinadas afirmaciones como “delitos de odio”, decisiones que a él le escandalizan. Y los presenta como ejemplos de cómo “el noble impulso de purgar la esfera pública del lenguaje ofensivo o insultante degenera en la censura de los puntos de vista impopulares”.

Tal y como él lo ve, en este terreno no caben más que dos opciones: “Podemos tener protecciones débiles a la [libertad de] expresión, en cuyo caso desaparecerá buena parte del lenguaje ofensivo, pero también muchos puntos de vista minoritarios que objetivamente no son ofensivos. O podemos tener protecciones fuertes, en cuyo caso habrá más lenguaje ofensivo en la sociedad, pero también podrán ser escuchados puntos de vista minoritarios que objetivamente no son una ofensa”.

Ante este dilema, Miller considera que “la solución típicamente estadounidense es errar del lado de la libertad”. “Al permitir prácticamente cualquier forma de expresión, confiamos en que la gran mayoría del pueblo estadounidense no abusará de esa libertad haciendo un mal uso. Y confiamos en que, cuando una minoría abuse de esa libertad, la gran mayoría no se dejará engañar por sus mentiras, corromper por sus seducciones o provocar por sus incitaciones a la violencia”.

Seguramente es cierto que la solución propuesta por Miller casa bien con el gran aprecio que la sociedad estadounidense tiene por la libertad. Y que lo ideal sería que cada ciudadano, de izquierdas o de derechas, fuera capaz de discernir si todos los usos de la libertad de expresión son igualmente valiosos. La cuestión es si en un ambiente político tan polarizado es posible llevar a la práctica una concepción tan virtuosa de la libertad de expresión. De momento, el debate está suscitando interesantes reflexiones y siempre será más provechoso que el insano enfrentamiento que mantienen los partidarios más radicales de la izquierda identitaria –demasiado inclinados a sentirse ofendidos– y los irreverentes jóvenes de la Alt-Right –demasiado dispuestos a provocar–.

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