¿Posverdad o mentira?

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Hairless men's heads with funnels and fuel nozzle. Production line for education or brainwashing.

 

Más allá del debate sobre las causas de su irrupción, posverdad parece ser el término en el que confluyen fenómenos tan dispares como el negacionismo científico, la distorsión ideológica, la política de la emoción, el auge de los populismos y la difusión de las fake news. Lo indudable es que se trata de una secuela del relativismo y de la indiferencia pública hacia la verdad.

 

La mayoría de quienes han estudiado la posverdad coinciden en que está teniendo efectos devastadores para la convivencia política. Pero, pese al equívoco, no hace referencia a la súbita difusión de la mentira o a sutiles estrategias de manipulación, sobre las que el hombre tiene una larga experiencia, sino a una ofuscación ideológica donde prima lo emocional y que resulta, por principio, inmune a la refutación (ver “Bienvenidos a la era de la posverdad”, Aceprensa, 10-10-2016).

La posverdad no cuestiona la relevancia de los hechos, sino que los subordina a la inclinación política y a su expresión emocional

El neologismo alcanzó popularidad en 2016, cuando el Oxford English Dictionary lo eligió palabra del año. Como indica la definición que ofrece este diccionario, posverdad no implica una impugnación de lo evidente, sino una descripción de nuestra cultura política, en la que los hechos objetivos “tienen menos importancia en la configuración de la opinión o el debate público que los sentimientos o las convicciones personales”.

La edad de los prejuicios

La posverdad no equivale, pues, al rechazo sistemático de lo verdadero, porque, como ha explicado Harry Frankfurt en su libro Sobre la verdad (Paidós, 2007), hay una dimensión de la realidad “que ni la más enérgica subjetividad se atrevería a vulnerar”. La “cultura posverdadera” aparece solo allí donde la verdad colinda y choca con la ideología y acaba rindiéndose ante ella. No afecta a lo que Leibniz denominó “verdades de razón”, ni a las verdades de hecho ajenas a la controversia partidista.

Sobre todo, está relacionada con esas verdades contingentes, frágiles de la política, e irrumpe cuando la búsqueda cooperativa de la verdad claudica y lo común retrocede frente a lo que nos separa. Ya sea en torno al cambio climático, al yihadismo o a la inmigración, describe los esfuerzos por distorsionar los hechos y amoldarlos al prejuicio.

Si quienes han profundizado en el asunto afinan en sus diagnósticos o se muestran solícitos a la hora de identificar sus causas, se detecta en ellos, paradójicamente. un peculiar sesgo. La mayoría, por ejemplo, percibe entre los conservadores una afinidad especial con la posverdad, como si el otro flanco fuera inmune.

En cualquier caso, el debate no parece estar entre quienes defienden los beneficios deparados por nuestra “época posverdadera” y los que la juzgan perjudicial, sino entre quienes entienden que se trata de un fenómeno inusitado y los que consideran que es una forma más de manipulación.

Mentiras “low-cost”

Porque, en efecto, cuestionar la verdad no parece ser algo muy novedoso, recordaba Crispin Sartwell en The Wall Street Journal. De hecho, es posible narrar la historia del pensamiento como una continua disputa en la que los defensores de la verdad objetiva, como Sócrates, contienden frente a sus detractores, como los sofistas.

De cualquier modo, y por paradójico que pudiera parecer, el régimen cultural de la posverdad no evidencia la crisis de la verdad, sino el deseo de monopolizarla desde un punto de vista ideológico, ya que quienes interpretan, incluso arteramente, los hechos en apoyo de sus tesis, más que socavar la verdad, presuponen su valor.

Para Raúl Rodríguez Ferrándiz, profesor de Comunicación en la Universidad de Alicante y autor de Máscaras de la mentira (Pretextos, 2018), la posverdad está alejada del socorrido empleo de la mentira política, así como de la persuasión publicitaria o el inteligente uso de la ironía, utilizada desde antiguo astutamente para socavar el poder. Ante todo, se caracterizaría por su simpleza y tosquedad. Según Rodríguez, constituye una suerte de mentira low-cost, que fabrica y obvia lo real, no para convencer a un público incrédulo, sino para exacerbar la adhesión del incondicional. De ahí su vinculación con el fanatismo.

Lo que la convierte en una mentira grosera, burda y rudimentaria es que, a diferencia de la falsedad más sofisticada, interpreta, selecciona e incluso crea los hechos en función de prejuicios, sabiendo que, en todo caso, no hay coste alguno, que nunca nadie exigirá retractarse al que miente y que es una falsedad tan burda que jamás será refutada.

Emotivismo epistemológico

Ahora bien, si la posverdad soslaya los hechos y las razones, ¿cuál es su fundamento? El criterio determinante es la emoción. Lee McIntyre, autor de Posverdad (Cátedra, 2018), cree que la estructura que impone esta nueva moda cultural no cuestiona, como se piensa en ocasiones, solo la relevancia de los hechos, sino que los subordina a la inclinación política y a su expresión emocional.

Desde esta perspectiva, no hay duda de que todo el asunto tiene que ver con la progresiva psicologización de la verdad y con la extendida idea de que los juicios del hombre sobre lo real no tienen fundamento. Como sugiere en Posverdad. La nueva guerra contra la verdad y cómo combatirla (Alianza, 2019) Matthew d’Ancona, colaborador de The Guardian, la verdad desplaza al juicio racional y se convierte en una disposición anímica: “La posverdad es, ante todo, un fenómeno emocional. Tiene que ver con nuestra actitud ante la verdad, más que con la verdad en sí”. Es como si el emotivismo hubiera colonizado la epistemología.

Al postergar lo fáctico, la sociedad de hoy se convierte en legítima heredera del dogma nietzscheano, según el cual no hay verdades, sino interpretaciones. Subrayando lo emotivo, retrocede la argumentación racional en el discurso público. La apelación a lo visceral, a lo instintivo o irracional, a la autenticidad y al corazón ocupa el lugar que antes estaba reservado al rigor de la lógica. El discurso de la posverdad no pretende ganar nuevos seguidores, como la propaganda clásica, sino enconar aún más la identidad del fanático.

“Peor para los hechos”

Michiko Kakutani, crítica del The New York Times, afirma en La muerte de la verdad (Galaxia Gutenberg, 2019) que ha sido la filosofía posmoderna la que ha preparado el camino para que la posverdad arraigue. Con toda probabilidad, muy pocos conocen las teorías de Foucault, Derrida o Lyotard, pero es indudable que sus tesis se han difundido socialmente y que han ayudado a configurar las actitudes políticas tanto a un lado como al otro del espectro político.

Quienes han flirteado con las corrientes posmodernas han convertido la desconfianza en la principal actitud cívica, sembrando el cuerpo político de recelos y suspicacias de clase. Mostrar precaución ante el poder constituye un sano ejercicio cívico, de la misma manera que lo es la crítica, pero generalizar la sospecha tiene el peligro de convertir al conciudadano en un potencial enemigo.

La posverdad irrumpe cuando la búsqueda cooperativa de la verdad claudica y se convierte en una contienda partidista

El posmodernismo concibe la verdad como una construcción cultural que no refleja la realidad objetiva, sino dominaciones y servidumbres. Siguiendo su argumentación, la emancipación exige desprenderse de esa antigualla que nos esclaviza. El hombre posverdadero no se arredra ante los hechos: siempre tiene a su disposición “hechos alternativos”. Y si los hechos no se concilian con lo que piensa, “peor para ellos”, podría afirmar, emulando a Hegel.

La falacia del relativismo

Hay una consigna posmoderna –la que afirma que todas las opiniones son igual de respetables y valiosas– que ha tenido mucha importancia en el auge de lo posverdadero, así como en el desprestigio público de la noción de verdad. Se ha extendido, de este modo, una comprensión mendaz de la imparcialidad que ha llevado a otorgar el mismo valor al juicio del neófito que al del experto y a ponderar lo falso de igual manera que lo que no lo es. La moda de lo posverdadero no deja de ser consecuencia de una forma de pensar relativista.

Hannah Arendt recordaba que “la verdad es por naturaleza tiránica” y tal vez por ello el pensamiento posmoderno llegó a la conclusión de que la tolerancia exigía mostrar un exquisito respeto por la mentira. Pero a ello repone McIntyre que “la meta de la objetividad no es otorgar un tiempo equitativo a la verdad y a la falsedad, sino facilitar el desarrollo de la verdad”.

Sorprende, sin embargo, que estos autores a los que hemos aludido y que han estudiado la génesis de la posverdad no hayan reparado en el precedente de la razón cínica, que Peter Sloterdijk estudió ya en los años ochenta del pasado siglo, o en la contribución del ironismo liberal de Richard Rorty. Si el pensador alemán detectó la desesperanza insolente del hombre contemporáneo ante el nihilismo, el americano reconoció el falibilismo y la constatación de la falta de fundamentos como la actitud propia del ciudadano maduro.

Lo malo es que el cinismo, la indiferencia o la negligencia a la hora de defender la verdad han terminado dando paso a la complicidad con las mentiras “posverdaderas”. No cabe duda, sin embargo, de que los pensadores citados no vieron el contrasentido político y social de sus postulados. Porque ni el relativismo ni la posverdad han contribuido a configurar contextos sociales más tolerantes, libres o pacíficos, sino que han cortocircuitado la intersubjetividad, recrudecido el enfrentamiento y agudizado la polarización ideológica. Como ha señalado la filósofa norteamericana Rebecca Goldstein, si renunciamos a la verdad, desgraciadamente “solo nos quedan sofismas”.

La obsolescencia de la mentira

El posmodernismo ofrece el marco teórico de la posverdad; la tecnología, matiza D’Ancona, dispensa el utillaje perfecto para su expansión. Según el periodista británico, la democratización del conocimiento ha tenido efectos positivos, pero sería injusto pasar por el alto su contribución en la consolidación de las nuevas prácticas ideológicas.

Por ejemplo, los expertos han perdido autoridad y se cuestionan sus opiniones incluso en las áreas de su especialización (ver “El declive de los expertos”, Aceprensa, 25-07-2018). También, por otro lado, se tiende a medir la relevancia de la información solo cuantitativamente, y no cualitativamente. En resumidas cuentas, se puede afirmar que la sociedad tecnológica conlleva hábitos y procesos que han ayudado a dinamitar el valor de la verdad y la resistencia de lo real. McIntyre vincula, en este sentido, la posverdad con la difusión de las redes sociales, que en muchos casos constituyen la única fuente que consultan los usuarios.

En nuestro mundo de Big Data, Internet se ha convertido en caldo de cultivo de la desinformación. En este sentido, no es que hayamos decretado el fin de la verdad, sino más bien, por jugar con los términos, la obsolescencia de la mentira, en la medida en que la tecnología se ha mostrado capaz de convertir lo posible e imaginario en real (realidad virtual) y permite confirmar a golpe de clic cualquier teoría. Internet se ofrece a los usuarios como un depósito de hechos –reales o ficticios: la distinción ha desaparecido– que pueden emplear con libertad para robustecer su identidad política.

La soledad del mentiroso

En On Bullshit. Sobre la manipulación de la verdad (Paidós, 2006), Frankfurt reflexionaba sobre la comunicación contemporánea. Lo que el filósofo americano llamaba bullshit puede ser considerado un precedente directo de la posverdad. Para este profesor de Princeton, la “charlatanería”, a la que todos contribuimos y a la que todos estamos expuestos, esquiva la verdad y es muy peligrosa porque fractura el vínculo del hombre con lo real, poniendo en peligro la misma noción de racionalidad.

En su ensayo posterior, Sobre la verdad, Frankfurt da pruebas suficientes de la utilidad de esta última. La ciencia y, en general, la civilización, descansan sobre cantidades ingentes de información que no habría sido posible obtener sin reconocer su adecuación con lo real. “Necesitamos la verdad no solo para vivir bien, sino también para sobrevivir”, sostiene.

Sin embargo, más allá de las razones pragmáticas o de los beneficios sociales que nos depara la creencia en la verdad, también resulta trascendental para nuestra identidad personal. Esta exige “la apreciación de una realidad que es independiente de nosotros”.

La verdad permite articular nuestro yo, diferenciarnos de lo que nos rodea y constatar que no estamos solos en el mundo. Es el reconocimiento de esa verdad y esa realidad común lo que nos vacuna contra la mentira y contra cualquier forma que adopte la posverdad, ofreciéndonos al mismo tiempo un lugar de encuentro y confluencia con los otros.

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