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Las razones de una encíclica sobre la moral

publicado
DURACIÓN LECTURA: 15min.

El Cardenal Ratzinger presenta la «Veritatis splendor»

La encíclica Veritatis splendor está suscitando reacciones de adhesión y de discrepancia. En cualquier caso, es necesario entender su finalidad y no hacerla decir lo que no dice. Una de las lecturas más autorizadas de la encíclica es la que hizo el Cardenal Joseph Ratzinger durante la presentación en la sala de prensa del Vaticano, el pasado día 5. Ofrecemos una traducción casi íntegra de su intervención.

(…) ¿Cuál es el fin de este documento? Existe un motivo interno y otro externo, que naturalmente son inseparables. El motivo interno está ligado al mismo fin del cristianismo. En sus primeros tiempos, antes incluso que se acuñara la palabra «cristianos», la religión cristiana se llamaba simplemente «camino». En los Hechos de los Apóstoles se encuentra no menos de seis veces esta designación. (…) Si el cristianismo es llamado camino, significa que antes que nada indicaba una determinada manera de vivir. La fe no es pura teoría, es sobre todo un «camino», es decir, una praxis. Las nuevas convicciones que ofrece tienen un contenido práctico inmediato. La fe incluye la moral, y eso quiere decir no sólo ideales genéricos. Ella ofrece mucho más: indicaciones concretas para la vida humana.

Precisamente a través de su moral los cristianos se diferenciaban de los otros en el mundo antiguo; precisamente de ese modo su fe se hizo visible como algo nuevo, una realidad inconfundible. Un cristianismo que no fuese ya un camino común, sino que anunciase sólo ideales vagos, no sería ya el cristianismo de Jesucristo y de sus discípulos inmediatos. (…)

Cuestión de supervivencia

A este motivo interno se añade otro externo, que no por eso es exterior. La cuestión moral es claramente hoy más que nunca una cuestión de supervivencia para la humanidad. En la unitaria civilización técnica que se ha extendido ya a todo el mundo contemporáneo, las antiguas certezas morales en las cuales se apoyaban hasta ahora las grandes culturas singulares se han destruido en gran parte. La visión tecnicista del mundo prescinde de los valores. Se pregunta sobre si es posible hacer algo en la práctica, no sobre la licitud. (…) Cada vez más a menudo se piensa que lo que es posible hacer, es lícito hacerlo.

Pero el verdadero problema se plantea a un nivel todavía más profundo. Frente a las certezas indiscutibles que se dan en las materias técnicas, todas las certezas morales parecen frágiles y discutibles. Muchos consideran que lo razonable sería sólo lo que se puede verificar de modo incontrovertible como las fórmulas matemáticas o técnicas. ¿Pero cómo encontrar tal verificación en las realidades típicamente humanas, en las cuestiones de la moral y del recto vivir humano? El hecho de que en este ámbito las grandes culturas, aunque contengan importantes elementos comunes, afirmen también a menudo algo distinto, hace que el relativismo se haga cada vez más la opinión dominante. En el ámbito de la moral y de la religión no habría, pues, ninguna certeza compartida. (…)

Esta concepción se aplica después también a la fe cristiana: con el mandamiento del amor a Dios y al prójimo, la Biblia ofrecería una orientación de fondo; pero qué significa en el caso concreto el amor al prójimo no podría decirlo, y por otra parte nadie podría hacerlo. Esto debería determinarlo cada uno ante cada caso a partir de su sabiduría.

El debate actual sobre la moral

Es evidente que la presunta sabiduría del individuo puede ser objetivamente muy poco sabia. La problemática moral de la sociedad revela esto muy claramente. Cuando, por ejemplo, para algunos individuos o para grupos enteros la violencia aparece como el medio mejor para mejorar el mundo, entonces el individualismo y el relativismo en el ámbito moral se convierten simplemente en destrucción de los fundamentos de la convivencia humana y amenaza a la dignidad humana. Por eso el debate actual sobre la moral se está preocupando de encontrar soluciones sustitutivas, que en un mundo relativista deben garantizar como sea formas fundamentales del ethos.

La Encíclica menciona algunos ejemplos de tentativas de solución que en diversas formas han tenido lugar también en el ámbito teológico: la teleología, el consecuencialismo, el proporcionalismo. No es necesario analizar aquí cada uno de estos sistemas. Lo que tienen en común podría expresarse sustancialmente así: presuponen que no podemos conocer una norma derivada de la misma esencia del hombre y de las cosas, contra la cual no se podría actuar nunca. Lo que es moral se debería determinar en la práctica, sopesando la relación entre las consecuencias buenas y malas de una acción y escogiendo aquella que previsiblemente tiene consecuencias mayormente positivas.

La moralidad de la actuación no estaría determinada por el contenido del acto en cuanto tal, sino por su fin y sus consecuencias previsibles. Lo bueno y lo malo en sí mismos no existirían. Existe sólo lo que es mejor o lo que no es tan bueno. «Bueno significa mejor que…», ha dicho una vez en este sentido un conocido moralista.

Estos puentes echados sobre el abismo del relativismo, que en concreto es un escepticismo sobre todo lo que respecta a lo propiamente humano, no son inútiles. Pero su alcance es insuficiente frente a los grandes desafíos morales ante los que se encuentra la humanidad. Un cristianismo que no pudiera decir nada más ni más concreto que el mandamiento general del amor, ya no se podría designar como «camino».

Para renovar la vida social

La cuestión que el Papa ha tenido presente en la elaboración de la Encíclica Veritatis Splendor tiene que ver ciertamente con la discusión teológico-moral en el seno de la Iglesia, pero va mucho más allá. Es expresión de la preocupación por el hombre. Deriva de la responsabilidad por los grandes problemas de la humanidad de hoy. (…) Esta apertura de la encíclica se advierte en seguida en la introducción, cuando el Papa dice que «por la senda de la vida moral está abierto a todos el camino de la salvación» (n. 3), que la moral es el camino común de la salvación. En el parágrafo sobre la conciencia, el Santo Padre ilustra esta afirmación a partir de la Epístola de San Pablo a los Romanos: «Cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, ellos mismos, sin tenerla, para sí mismos son ley; y con eso muestran que cuanto la ley exige está escrito en sus corazones…» (Rom 2, 14s, Encíclica n. 57).

En el tercer capítulo de la Encíclica esta conexión es ampliamente desarrollada. Incluiría este tercer capítulo entre los textos más significativos del Magisterio de nuestro siglo; más allá de todas las discusiones teológicas, se puede considerar como un texto fundamental para aquellos problemas que nos afectan a todos. El Papa hace ver que «en el centro de la cuestión cultural está el sentido moral»; ante la existencia de graves formas de injusticia social y económica y de corrupción política, responde «a la necesidad de una radical renovación personal y social capaz de asegurar justicia, solidaridad, honestidad y transparencia» (n. 98). El texto muestra el fundamento cultural del totalitarismo, que reside en la «negación de la verdad en sentido objetivo» (n. 99), e indica el camino para su superación.

[Al explicar la génesis de la Encíclica, Ratzinger la pone en relación con el Catecismo].

(…) Los dos documentos son de distintas características y cada uno tiene su respectiva finalidad, pero en realidad cada uno sostiene también al otro. El Catecismo no tiene argumentaciones, es testimonio. No entra en discusiones, sino que expone positivamente la fe, con su intrínseca racionalidad. También la Encíclica es testimonio, pero a la vez tiene un carácter argumentativo. Afronta las cuestiones y muestra en un diálogo argumentativo qué es el camino de la fe y en qué modo ella es un camino para el hombre. Con esto no se canoniza una determinada forma de teología, pero se clarifican los fundamentos, sin los cuales la teología perdería su identidad. El Papa, por lo tanto, no priva a los teólogos de la libertad que compete a su misión: la clarificación de los fundamentos no quita la palabra a la teología, sino que le abre el camino.

Los mandamientos, camino hacia Dios

La estructura de la Encíclica es muy sencilla. Tras una breve introducción sobre el punto de partida y la finalidad del texto, sigue el Capítulo primero, de carácter sustancialmente bíblico. Este Capítulo proporciona el hilo conductor, que reaparece continuamente a lo largo del texto: el diálogo del joven rico con el Señor sobre la pregunta: «¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?» (Mt 19, 16). Este diálogo no pertenece al pasado, nos afecta a todos nosotros. Quizá nos planteemos la pregunta de otra forma, pero todos deseamos saber qué debemos hacer para llegar a una vida plena. (…)

En esta atenta escucha de las palabras de Cristo aprendemos sobre todo que la búsqueda del bien está inseparablemente unida a nuestra actitud hacia Dios. Sólo El es bueno sin limitaciones. El bien por excelencia es un ser personal, y hacerse bueno significa por tanto asemejarse a Dios. Los diez mandamientos son una automanifestación de Dios, nos ayudan a encontrar el camino para hacernos semejantes a Dios. Son por tanto una explicación de lo que significa amor, y al mismo tiempo están ligados a una promesa: la promesa de la vida en toda su plenitud. De aquí se deriva que quien camina por la senda de los mandamientos, está en la senda hacia Dios, aunque no haya conocido aún a Dios.

También aparece lo que es específicamente cristiano. La llamada de Jesús a seguirle significa que quien camina con él va por la senda hacia Dios, hacia el bien por excelencia. «Jesús pide que le sigan y le imiten por el camino del amor, de un amor que se da totalmente a los hermanos por amor de Dios» (20).

La medida de la libertad

El segundo capítulo introduce estos elementos, tomados de la Escritura y de los Padres, en la discusión actual sobre los fundamentos del obrar moral. Este capítulo interesará particularmente sobre todo a los expertos en teología moral y ética. El núcleo del razonamiento, en torno al cual giran los problemas concretos, aparece sin dificultad: es la relación entre libertad y verdad. El Papa afronta aquí el tema decisivo de nuestro tiempo, que tras la caída de las dictaduras comunistas se ha hecho más urgente que nunca: ¿cómo aprender a vivir correctamente en libertad? Una libertad entendida de modo individualista, cercana a la arbitrariedad, sólo puede ser destructiva: en último término, pondría a todos contra todos. El peligro de que otra vez la libertad sea determinada desde el exterior y sustituida por la «voluntad colectiva» es evidente. Sólo se puede superar ese riesgo si la libertad encuentra su medida interior, y la reconoce libremente como el orden de su misma naturaleza.

¿De qué medida se trata? La primera y fundamental respuesta del Papa es ésta: la medida es la verdad. Sólo a ella puede la libertad seguirla libre-mente, sin renunciar a ser libertad. Pero enseguida viene la siguiente pregunta: ¿qué es la verdad? La Encíclica dice al respecto: la verdad, que orienta nuestro obrar, se encuentra en el hecho de ser hombres. Nuestra esencia, nuestra «naturaleza», que deriva del Creador, es la verdad que nos instruye. El hecho de que nosotros mismos seamos portadores de nuestra verdad, se expresa con el término «ley natural».

Este concepto, acuñado en la filosofía precristiana y desarrollado por los Padres y por la filosofía y la teología medievales en el mundo cristiano, tuvo una actualidad y una vigencia extraordinaria al inicio de la época moderna. Los grandes filósofos del derecho españoles y holandeses encontraron en el concepto de derecho natural el instrumento para formular y defender los derechos de los pueblos no cristianos ante los abusos de los dominadores coloniales. Eran pueblos que no pertenecían a la comunidad cristiana de naciones, pero -así explicaron aquellos filósofos- no carecían por ello de derechos, porque la naturaleza confiere derechos al hombre por el hecho mismo de serlo. Todo hombre es, por su misma naturaleza, sujeto de derechos fundamentales que nadie puede arrebatarle, por-que ninguna instancia humana se los ha conferido: se encuentran en su misma naturaleza en cuanto hombre.

La ley natural es ley racional

Hoy, sin embargo, rebrota continuamente la acusación de que con el concepto de ley natural la Iglesia se vincula a una metafísica superada, e incluso que se hace esclava del naturalismo o de un biologismo obsoleto, por el que atribuiría valor de leyes morales a simples procesos biológicos. La Encíclica se enfrenta con decisión a estas críticas. El núcleo de su respuesta se halla en una cita de Santo Tomás: «La ley natural… no es sino la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios» (n. 40).

La ley natural es una ley racional: tener inteligencia es propio de la naturaleza del hombre. Cuando se afirma que la medida de nuestra libertad es nuestra naturaleza, no se está excluyendo la razón, sino que se le hace plena justicia. En este sentido, es preciso tener presente lo que es propio de la razón humana, que no es absoluta como la inteligencia de Dios: pertenece a un ser creado, y concretamente a una criatura en la que cuerpo y espíritu son inseparables; en fin, pertenece a un ser que se encuentra en una situación histórica alienada, que influye sobre su capacidad de razonar.

Contra la devaluación del cuerpo

El Papa subraya los dos primeros puntos en contraposición a una mentalidad neo-maniquea, según la cual el cuerpo del hombre es considerado como exterioridad biológica, que nada tendría que ver con su modo específico de ser humano y por consiguiente con los bienes morales. (…) La Encíclica se ocupa también de la problemática del teleologismo, del consecuencialismo y del proporcionalismo. No puedo tratar aquí con más detalle estas cuestiones: me limitaré a resaltar algunas citas.

Las éticas criticadas distinguen entre bienes de orden moral (como el amor de Dios, la benevolencia hacia el próximo, la justicia, etc.) y los bienes pre-morales, como la salud, la integridad física, la vida, la muerte, la pérdida de bienes materiales, etc. Aunque una acción lesione este último tipo de bienes, podría a pesar de todo ser moralmente aceptable «si la intención del sujeto se concentra, según una ‘responsable’ ponderación acerca de los bienes implicados en la acción concreta, sobre el valor moral reputado decisivo en la circunstancia… La especificidad moral de los actos (…) vendría determinada exclusivamente por la fidelidad de la persona a los valores más altos de la caridad y de la prudencia» (n. 75). En la medida en que todo lo corpóreo se inscribe en el ámbito de los bienes puramente «físicos», «premorales», la moral se reduce a una ética de buenas intenciones, que podrían por tanto justificarlo todo.

La Encíclica se opone con decisión a esta devaluación del cuerpo. Esa visión reductiva de la naturaleza humana «se resuelve con una división en el hombre mismo» (n. 48). Nos encontramos de hecho en presencia de un nuevo dualismo, que priva al cuerpo de su dignidad y por consiguiente también al espíritu de su cualidad humana específica. Cuando el Papa explica que el lenguaje del cuerpo pertenece estrictamente al lenguaje de la razón y que la ley natural se expresa en la totalidad psicosomática de la persona, no hace más que defender lo específicamente humano de la persona, lejos de cualquier biologismo o naturalismo.

Con la mirada en Jesucristo

Para terminar, una breve mención al contenido del tercer capítulo de la Encíclica, que aplica las indicaciones de los dos primeros al contexto vital de la Iglesia y de la sociedad, y que podría definirse como el capítulo pastoral del documento. (…) La cuestión de la renovación de la vida política y social, de la responsabilidad de los pastores y de los teólogos, son presentadas de un modo no menos vigoroso y sentido que el problema central de nuestra existencia. (…) Lo que dice la Encíclica a propósito de esto no es sólo teoría: proviene de una experiencia, de la contemplación de un misterio. Este fundamento profundo del texto se hace visible cuando el Papa habla del «secreto formativo» de la Iglesia, del origen de su vigor, que no se encuentra tanto en los enunciados doctrinales ni en las advertencias pastorales a la vigilancia, sino sobre todo en «tener la mirada fija en el Señor Jesús». En la contemplación de El y en la escucha de sus palabras encontramos la respuesta a los problemas morales (n. 85).

El hecho de que el Papa concluya la Encíclica con una meditación sobre María, la Madre de la misericordia, es algo más que una piadosa costumbre. El Papa nos dice que la Virgen puede llevar este título «porque Jesucristo, su Hijo, es enviado por el Padre como Revelación de la misericordia de Dios… No vino a condenar sino a perdonar» (n. 118). Solo con esta afirmación se completa la doctrina moral cristiana. De ella forma parte la grandeza de las exigencias que derivan de nuestra semejanza a Dios, pero también la grandeza de la bondad divina, de la cual el signo más puro es para nosotros la Madre de Jesús.

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