La belleza, aliada de la cultura de la vida

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La gratuidad de la belleza choca de frente con el utilitarismo, una de cuyas expresiones es la “cultura del descarte”.

En un reciente artículo para Public Discourse, Brian A. Smith parte de las ideas del pintor Makoto Fujimura para subrayar que el camino para restaurar la confianza en la verdad y el bien pasa por renovar el aprecio por la belleza. Es una intuición que se oye a veces a autores que tienen interés en combatir el relativismo, pero que no siempre encuentra concreción. Smith baja al terreno con una argumentación sencilla.

La cultura contemporánea, dice, difunde la idea de que “nada es intrínsecamente digno de nuestra admiración o respeto”. No hay cosas que objetivamente merezcan estima, sino que cada cual decide y pone su valor.

Frente a este planteamiento, la belleza nos enseña que hay cosas valiosas en sí mismas. Tal y como la define Fujimura, la belleza es “la cualidad relacionada con aquellas cosas que son en sí mismas atractivas y deseables. (…). Las cosas bellas merecen nuestra atención, son gratificantes de contemplar y dignas de ser buscadas”.

Respetar la dignidad humana

Además, la belleza nos rescata de la mentalidad utilitarista. Fujimura no tiene nada en contra de la utilidad ni del pragmatismo, como ha explicado él mismo. Pero sí se opone a que sean el único criterio de valoración: “En un mundo así, las personas con discapacidad, los oprimidos o los que no tienen voz son considerados inútiles y desechables”.

Lo advirtió hace años la politóloga Janne Haaland Matlary, ex secretaria de Estado de Asuntos Exteriores de Noruega, en una conferencia sobre “El cristianismo y la política europea”: es la tendencia a valorar a las personas con criterios utilitaristas lo que nos lleva a pensar que hay seres humanos descartables. “Los no nacidos son invisibles y, por lo tanto, no cuentan, y lo mismo pasa en gran medida con los enfermos y los ancianos”.

Por eso, subrayaba que una de las prioridades de la acción política de los cristianos era ayudar a recuperar el respeto por la dignidad humana. “Esta es la única manera de combatir el aborto y la eutanasia, así como todos los demás ataques contra la dignidad humana que se llevan a cabo en el campo de la ingeniería genética y en bioética”. Y añadía a esa defensa la lucha por “la igualdad esencial de todas las personas con independencia de las circunstancias en que se encuentren. (…) No respetaremos la dignidad humana si permitimos grandes diferencias en el bienestar económico y social”.

Relativismo y poder

Si la belleza nos invita a fijarnos en una realidad que trasciende al sujeto, también nos enseña un modo de relacionarlos con los demás que va más allá del conflicto y de las relaciones de poder. Para Fujimura, esto exige pasar del modelo de confrontación típico de las guerras culturales a otro que busca tender puentes entre mundos alejados.

Todo lo contrario de la dinámica que favorece el subjetivismo. Lo explicó muy bien Allan Bloom en El cierre de la mente moderna: el giro subjetivo de la cultura moderna, que tan bien interpretó Nietzsche, lleva a decir que “nosotros no amamos una cosa porque es buena, sino que es buena porque la amamos. Es nuestra decisión de estimar lo que hace que algo sea estimable”.

Y como ya no confiamos en la capacidad de la razón para reconocer la existencia de unos valores objetivos ni para darlos a conocer, cambiamos la persuasión racional por la lucha. En el nuevo escenario relativista, añade Bloom, “los valores solo pueden ser afirmados venciendo a otros, no razonando con ellos”.

Belleza y cuidado

Frente a la lógica utilitarista, el Papa Francisco subraya que las sociedades se hacen más humanas a medida que dejan atrás la “cultura del descarte”. Por eso, en su exhortación apostólica Christus vivit urgía a los jóvenes a “reconocer la belleza oculta en cada ser humano, su dignidad, su grandeza como imagen de Dios e hijo del Padre” (n. 164). Es esa belleza profunda, y no el valor que nos otorgan los demás, lo que nos hace merecedores de respeto.

Y les animaba a mirar “más allá de la apariencia” para “descubrir que hay hermosura en el trabajador que vuelve a su casa sucio y desarreglado, pero con la alegría de haber ganado el pan de sus hijos. Hay una belleza extraordinaria en la comunión de la familia junto a la mesa y en el pan compartido con generosidad, aunque la mesa sea muy pobre. Hay hermosura en la esposa despeinada y casi anciana, que permanece cuidando a su esposo enfermo más allá de sus fuerzas y de su propia salud. Aunque haya pasado la primavera del noviazgo, hay hermosura en la fidelidad de las parejas que se aman en el otoño de la vida, en esos viejitos que caminan de la mano. (…) Descubrir, mostrar y resaltar esta belleza, que se parece a la de Cristo en la cruz, es poner los cimientos de la verdadera solidaridad social y de la cultura del encuentro” (n. 183).

Igual que el relativismo y la voluntad de poder acaban yendo de la mano, el reconocimiento del valor objetivo de cada persona –de su belleza intrínseca, por oculta y desfigurada que esté– impone a los demás un deber de respeto y de cuidado.

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